Kosovo será independiente, la cuestión es sólo saber cuándo. Serán semanas o como mucho unos pocos meses. El Consejo Europeo decidió este viernes dar virtualmente la luz verde a la creación de un nuevo Estado en el viejo continente, de abrumadora mayoría albanesa en cuanto a etnia, y musulmán en cuanto a religión.
Para intentar despejar los temores de algunos países europeos con tensiones internas de separatismo, o con reivindicaciones basadas en la raza, los Veintisiete decidieron subrayar su «convicción de que la resolución del estatuto de Kosovo [léase su independencia de Serbia] constituye un caso sui generis que no establece ningún precedente».
La cuestión pasa ahora al Consejo de Seguridad de la ONU, donde Rusia -principal aliada de Serbia- ha adelantado su veto. La pelota rebotará de nuevo en el campo de las capitales comunitarias, que decidirán en cadena reconocer el nuevo Estado cuando éste anuncie su independencia.
La ONU quiere irse de los Balcanes. Tiene misiones de paz mucho más antiguas desplegadas en el mundo. Puede incluso aducirse en su contra que cuando en junio de 1999 recuperó la iniciativa en el conflicto de Kosovo, puso como condición expresa el «respeto de la soberanía y de la integridad territorial de la República Federal de Yugoslavia». Pero la ONU quiere lavarse las manos y considera que los ricos y civilizados vecinos europeos son los llamados a resolver el conflicto que plantea Kosovo.
La OTAN también hizo la guerra a Milósevic con la condición de que Kosovo no se desgajase de Serbia. Ocho años después, la sensación de fracaso en los intentos por reconciliar a los albano-kosovares con la minoría serbia de ese territorio es total. La alternativa para la Alianza es quedarse, con todo el coste que eso supone, o -lo más sencillo- ayudar al nuevo Gobierno soberano kosovar a sellar sus fronteras. Es la «realpolitik» y no hay vuelta de hoja.
De la Unión Europea, el gran proyecto concebido por los padres de la primera constitución comunitaria, se podia esperar una postura menos posibilista. Por eso, la apuesta por el pragmatismo en Kosovo, amparándose en el intento de matanza étnica llevado a cabo por Milósevic a finales de los 90, tiene muchos riesgos para el idealizado futuro que plantean los estadistas europeos. La creación en Kosovo de un nuevo Estado europeo, basado exclusivamente en la homogeneidad de raza, lengua y religión, contradice todos los principios éticos que han conducido la acción, tanto interior como exterior, de las capitales comunitarias.
Sueños de la Gran Albania
La Historia no está tampoco del lado de la UE. El régimen totalitario y ex comunista serbio intentó diezmar y expulsar a los albaneses de Kosovo, pero antes la rueda giró en otras direcciones.
Tras la primera guerra balcánica de 1912, Kosovo fue internacionalmente reconocido como parte de Serbia. En aquel momento, el 60 por ciento de la población kosovar era de raza serbia. Entre 1941 y 1945, los poderes del Eje concedieron gran parte de Kosovo a la ya entonces denominada Gran Albania, ocupada por las tropas de Mussolini. Aquella situación alentó a grupos armados nacionalistas albaneses a llevar a cabo una «limpieza étnica», que concluyó con miles de asesinatos y el éxodo al norte de más de 100.000 serbios que habitaban la provincia de Kosovo.
Pasaron pocos años, y el régimen de Tito, con sus cálculos de ingeniería social para asegurar el control de Yugoslavia, impidió el regreso de los refugiados de etnia serbia a Kosovo, y selló la actual desproporción demográfica en favor de los albaneses de origen. En 1987, Milósevic dinamitó la provincia con su apelación al nacionalismo serbio y a la guerra.
