Desde el 15 de mayo, multitudinarias manifestaciones de jóvenes en Madrid, Zaragoza, Granada, Sevilla y Barcelona inundaron las plazas y acamparon, a pesar de todas las prohibiciones, en protesta por el alto desempleo y en general contra el sistema y los dos partidos políticos tradicionales de España.
Se les llama “los indignados”, por el nombre del reciente ensayo de Stephane
Hessel, de 94 años, héroe francés de la resistencia antifascista, sobreviviente
de un campo de concentración, uno de los principales redactores de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y posteriormente militante
socialista. Su obra, ¡Indignaos!, contra “la actual
dictadura internacional de los mercados financieros que amenaza la paz y la
democracia”, estremeció las conciencias y sobre todo su enérgico llamado:
“Llamamos a las jóvenes generaciones… ¡Tomad el relevo, indignaos!”
El texto ha sido calificado de “disparatado” por algunos de sus críticos.
Puede que no sea una admirable exposición desde el punto de vista de la economía
o la sociología, pero es evidente que en un mundo en que las cosas no están
marchando nada bien y en el que los partidos políticos no han dado la solución a
ninguno de los vitales problemas de actualidad, Hessel manifiesta el sentimiento
de frustración de toda una generación. Habla de “la inmensa brecha que existe
ente los muy pobres y los muy ricos y que no cesa de crecer”. Se pronuncia por
una insurrección pacífica: “Estoy convencido de que el futuro pertenece a la no
violencia”. Siendo de padre judío, se indigna ante las condiciones en que viven
los palestinos en Gaza, “una prisión a cielo abierto para un millón y medio de
palestinos”.
De lo que quizás habría que calificar a Hessel es de inconsecuente cuando,
siguiendo el hilo de su manifiesto, concluimos que los partidos tienen gran
parte de responsabilidad, y él, sin embargo, corrige esta apreciación en una
entrevista posterior con la afirmación de que “no todos los partidos son malos”.
En realidad lo que debe discutirse no es tanto la calidad moral de los políticos
como la validez del sistema mismo de partidos y en general del sistema electoral
que se hace llamar democrático representativo, porque en definitiva los
políticos lo único que hacen es jugar con las reglas que encuentran desde que
entran al juego. Quizás asombre a muchos saber que en este país no hubo partidos
políticos durante los primeros 35 años de República, es decir, durante cinco
administraciones. Lo que existía eran corrientes de opinión, meras tendencias
que no se organizaron nunca en partidos, porque los mismos próceres consideraban
ese tipo de organizaciones como divisivas. Y lo mismo fue en Europa. Los
republicanos franceses de 1789, expresaba Simone Weil, “nunca hubieran creído
capaz a un representante del pueblo de despojarse de toda dignidad personal para
convertirse en miembro dócil de un partido político”.
Pero no interesan tanto cómo surgieron los partidos, sino por qué. La
democracia moderna no fue diseñada para dar el poder a las grandes mayorías,
sino sólo a grupos selectos. Ser calificado de “demócrata” era considerado el
peor de los insultos. Todavía, bajo la administración de Washington, los
partidarios de Hamilton, los llamados “federalistas”, acusaban a Jefferson y a
sus partidarios de “demócratas”, y éstos se defendían negándolo y
autotitulándose de “republicanos”. ¿Qué condiciones se requerían para tener
derecho al voto? Ser varón, blanco, propietario y letrado. Esto significa que
mujeres, negros, indios, analfabetos y desposeídos eran considerados partes de
un populacho supuestamente incapaz de votar con “responsabilidad”.
¿Cuándo fue posible el sufragio universal? Cuando ya habían sido creados los
instrumentos para el control del voto popular. Esos instrumentos fueron los
partidos políticos, que se arrogaban el derecho de postular candidatos, los
cuales, a su vez, eran controlados por grupos oligárquicos mediante las
contribuciones de campaña. Con las contribuciones se compran los medios, y con
los medios las mentiras se convierten en verdades. “Se puede engañar a todo el
pueblo todo el tiempo si la propaganda es correcta y el presupuesto suficiente”,
expresaba el cineasta Joseph E. Levin en los tiempos del radio, la televisión y
el cine, instrumentos de difusión inexistentes en la época de Lincoln. Los
candidatos, una vez elegidos, no gobernaban para el pueblo, sino para los
poderosos que le suministraban esas contribuciones. Basta con mirar la raquítica
participación popular de cualquier elección para constatar que algo no marcha
bien.
Se dice que el sistema no es perfecto pero que es el mejor que tenemos y,
para demostrarlo, se compara con las elecciones de los regímenes totalitarios.
¡Triste consuelo! Nosotros respondemos: ¡Un mundo mejor es
posible!