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27/05/2011 | España - Los indignados

Ariel Hidalgo

Desde el 15 de mayo, multitudinarias manifestaciones de jóvenes en Madrid, Zaragoza, Granada, Sevilla y Barcelona inundaron las plazas y acamparon, a pesar de todas las prohibiciones, en protesta por el alto desempleo y en general contra el sistema y los dos partidos políticos tradicionales de España.

 

Se les llama “los indignados”, por el nombre del reciente ensayo de Stephane Hessel, de 94 años, héroe francés de la resistencia antifascista, sobreviviente de un campo de concentración, uno de los principales redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y posteriormente militante socialista. Su obra, ¡Indignaos!, contra “la actual dictadura internacional de los mercados financieros que amenaza la paz y la democracia”, estremeció las conciencias y sobre todo su enérgico llamado: “Llamamos a las jóvenes generaciones… ¡Tomad el relevo, indignaos!”

El texto ha sido calificado de “disparatado” por algunos de sus críticos. Puede que no sea una admirable exposición desde el punto de vista de la economía o la sociología, pero es evidente que en un mundo en que las cosas no están marchando nada bien y en el que los partidos políticos no han dado la solución a ninguno de los vitales problemas de actualidad, Hessel manifiesta el sentimiento de frustración de toda una generación. Habla de “la inmensa brecha que existe ente los muy pobres y los muy ricos y que no cesa de crecer”. Se pronuncia por una insurrección pacífica: “Estoy convencido de que el futuro pertenece a la no violencia”. Siendo de padre judío, se indigna ante las condiciones en que viven los palestinos en Gaza, “una prisión a cielo abierto para un millón y medio de palestinos”.

De lo que quizás habría que calificar a Hessel es de inconsecuente cuando, siguiendo el hilo de su manifiesto, concluimos que los partidos tienen gran parte de responsabilidad, y él, sin embargo, corrige esta apreciación en una entrevista posterior con la afirmación de que “no todos los partidos son malos”. En realidad lo que debe discutirse no es tanto la calidad moral de los políticos como la validez del sistema mismo de partidos y en general del sistema electoral que se hace llamar democrático representativo, porque en definitiva los políticos lo único que hacen es jugar con las reglas que encuentran desde que entran al juego. Quizás asombre a muchos saber que en este país no hubo partidos políticos durante los primeros 35 años de República, es decir, durante cinco administraciones. Lo que existía eran corrientes de opinión, meras tendencias que no se organizaron nunca en partidos, porque los mismos próceres consideraban ese tipo de organizaciones como divisivas. Y lo mismo fue en Europa. Los republicanos franceses de 1789, expresaba Simone Weil, “nunca hubieran creído capaz a un representante del pueblo de despojarse de toda dignidad personal para convertirse en miembro dócil de un partido político”.

Pero no interesan tanto cómo surgieron los partidos, sino por qué. La democracia moderna no fue diseñada para dar el poder a las grandes mayorías, sino sólo a grupos selectos. Ser calificado de “demócrata” era considerado el peor de los insultos. Todavía, bajo la administración de Washington, los partidarios de Hamilton, los llamados “federalistas”, acusaban a Jefferson y a sus partidarios de “demócratas”, y éstos se defendían negándolo y autotitulándose de “republicanos”. ¿Qué condiciones se requerían para tener derecho al voto? Ser varón, blanco, propietario y letrado. Esto significa que mujeres, negros, indios, analfabetos y desposeídos eran considerados partes de un populacho supuestamente incapaz de votar con “responsabilidad”.

¿Cuándo fue posible el sufragio universal? Cuando ya habían sido creados los instrumentos para el control del voto popular. Esos instrumentos fueron los partidos políticos, que se arrogaban el derecho de postular candidatos, los cuales, a su vez, eran controlados por grupos oligárquicos mediante las contribuciones de campaña. Con las contribuciones se compran los medios, y con los medios las mentiras se convierten en verdades. “Se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo si la propaganda es correcta y el presupuesto suficiente”, expresaba el cineasta Joseph E. Levin en los tiempos del radio, la televisión y el cine, instrumentos de difusión inexistentes en la época de Lincoln. Los candidatos, una vez elegidos, no gobernaban para el pueblo, sino para los poderosos que le suministraban esas contribuciones. Basta con mirar la raquítica participación popular de cualquier elección para constatar que algo no marcha bien.

Se dice que el sistema no es perfecto pero que es el mejor que tenemos y, para demostrarlo, se compara con las elecciones de los regímenes totalitarios. ¡Triste consuelo! Nosotros respondemos: ¡Un mundo mejor es posible!



Miami Herald (Estados Unidos)

 


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