Acabo de estar en Ecuador, experimentando la paradoja de Correa presidiendo un gobierno que reconoce a Washington, a Hamilton o a Franklin en sus billetes. Correa no cree en la libre iniciativa y ha conculcado las libertades más fundamentales, pero paga a sus funcionarios con una moneda que representa justamente lo contrario.

En la mañana del día de mi regreso recibí una llamada de la recepción del hotel: “Habrá una peregrinación de la Virgen de El Quinche a las 4 p.m. en la carretera al aeropuerto. Tome sus precauciones”. Colgué contrariado porque mi vuelo salía a las 6 p.m.

El nuevo aeropuerto de Quito es una concesión privada moderna y funcional. Es muy superior al antiguo e inseguro aeropuerto y se construyó bajo el compromiso del gobierno de hacer una carretera que permitiera un fácil acceso. El aeropuerto se terminó y los ecuatorianos siguen sin carretera. El resultado es un cuello de botella monumental que puede significar más de dos horas para recorrer los escasos 40 kilómetros que lo separan de la ciudad. Con una procesión en medio, las dos horas pueden convertirse en una eternidad. Pero así son los gobiernos que ofrecen bienestar fácil y entregan malestar.

Previsoramente, junto con mi socio, Alejandro Falla, pedimos al taxi que nos recogiera a la 1 p.m. Cinco horas antes parecían más que suficientes; sin embargo, descubrimos al poco tiempo que no lo eran. A la hora habíamos avanzado apenas unos 10 kilómetros. Aplicando una regla de tres era claro que no alcanzaríamos el vuelo.

La imagen de Correa, sus promesas, su estilo y sus contradictorios billetes libertarios estancados en una economía ‘asocialistada’ (como nosotros en la carretera) nos torturaban la mente. La incoherencia de los billetes se sumaba a la de fomentar un moderno aeropuerto privado sin carretera pública que permitiera disfrutarlo.

De pronto una acción del gobierno, luminosa y bolivariana, vino a nuestro rescate. Una motocicleta policial, con la sirena encendida, nos adelantó abriéndose paso en medio del tráfico, y a ella le siguieron una y otra más hasta sumar una decena. Raudamente fueron haciendo postas en las intersecciones y deteniendo el tráfico para liberarnos, al costo de crear congestión en las vías laterales. Pero no importa, el taco comenzó a desatorarse. A los pocos minutos (a diferencia de la Lima de Humala) el tráfico comenzó a fluir y en 20 minutos ya estábamos circulando a una velocidad respetable. Llegamos sobradamente al aeropuerto.

Aún sorprendidos por la eficiencia del gobierno para desatorar el tráfico, descubrimos la razón de nuestra fortuna. Los motociclistas llevaban unos chalecos en letras fosforescentes que rezaban “Caravana presidencial”. Pronto descubrimos que Correa, que debía asistir a una reunión en la zona, venía detrás de nosotros empujándonos a costa de crearles congestión a los demás. Qué suerte que Correa viniera a mejorar la imagen de su país frente a un par de peruanos que estábamos al borde de despotricar de su gobierno, y que pasamos a pensar que las caravanas de presidentes chavistas fomentan el turismo.

Y es que en un país así te va bien si lo que deseas coincide con el capricho del gobierno. De lo contrario, tus esperanzas quedarán atrapadas en la congestión del olvido.