Lo cortés no quita lo valiente. Con ciertas excepciones como el venezolano Hugo Chávez y el iraní Mahmoud Ahmadinejad, los mandatarios no suelen injuriar a sus homólogos de otros países, aun cuando sea de dominio público que los desprecian por sus presuntas deficiencias mentales, por entender que no les convendría llamar la atención a su resistencia a respetar las normas diplomáticas que están vigentes en la mayor parte de la comunidad internacional. Puede que la violencia verbal de Cristina la ayude frente a sectores del electorado local, pero no dará más lustre a su reputación internacional y no le favorecerá cuando asista a futuras reuniones cumbres del G20 y otras agrupaciones. Antes bien, sólo servirá para confirmar las opiniones negativas de los muchos que la creen una demagoga populista acostumbrada a reaccionar frente a cualquier revés político, como el supuesto por el escándalo protagonizado por las Madres de Plaza de Mayo, atizando los sentimientos xenófobos de sus simpatizantes.

A esta altura debería ser evidente que el lenguaje agresivo de la presidenta no contribuirá a resolver el diferendo en torno a la soberanía sobre las islas Malvinas. Por el contrario, sólo sirve para demorar el día en que un arreglo mutuamente aceptable sea por lo menos concebible. Por burdo y decadente que sea el colonialismo británico, el país europeo sigue siendo lo bastante fuerte como para negarse a negociar bajo presión. Asimismo, el Reino Unido no carece de influencia tanto en la Unión Europea como en las principales instituciones financieras del mundo, detalle que ha de tomar en cuenta un gobierno deseoso de "reinsertarse" luego de una década de aislamiento. Por lo demás, si bien es de suponer que Cristina está más interesada en mantener vivo un conflicto que puede explotar políticamente que en procurar encontrar una eventual solución, para quienes realmente quisieran ver flamear la bandera nacional sobre las islas, el método que ha elegido, basado en el hostigamiento constante y manifestaciones altaneras de desdén, es claramente contraproducente.

Aunque palabras pronunciadas en un acto electoralista en Misiones no perjudicarán demasiado al primer ministro británico, que se habrá sentido más sorprendido que dolorido por los insultos de los que fue blanco, serán tomadas en cuenta por los preocupados por el estado anímico de una presidenta que aún no ha puesto fin al período de luto riguroso que, como es natural, siguió a la muerte de su esposo en octubre del año pasado. Nadie ignora que la ha afectado el caso bochornoso de Sergio Schoklender y la Fundación Madres de Plaza de Mayo, lo que podría explicar la vehemencia extrema de su reacción ante la reiteración por Cameron de lo que es, al fin y al cabo, la posición ya tradicional del gobierno británico sobre las islas Malvinas. De todos modos, el que la presidenta y el canciller parezcan resueltos a sacar provecho de cualquier pretexto que se presente para embestir contra Estados Unidos y el Reino Unido es motivo de inquietud, por ser cuestión de países poderosos cuya alianza histórica sigue siendo firme a pesar de los esporádicos malentendidos ocasionados por los intentos del gobierno del presidente Barack Obama por mejorar las relaciones con distintos países del Tercer Mundo, entre ellos la Argentina.