Pues bien: según el siempre polémico juez platense Luis Arias, significa que es inútil acusar formalmente al poder político y la policía porque "todas las denuncias fueron archivadas o demoradas hasta quedar en el olvido. Existe una situación de delincuencia política". También afirma Arias que algunos punteros políticos que entregan planes sociales en barrios marginados suministran armas y drogas a los delincuentes. Si bien muchos políticos reaccionaron con la indignación debida frente a las declaraciones del magistrado, algunos reconocieron que el problema planteado por la simbiosis de crimen y política es real. La diputada nacional Graciela Camaño señaló que "en mi distrito, General San Martín, hay un narcotraficante condenado que se postula como candidato a intendente. Es decir, lo que dijo su señoría no es descabellado". Así y todo, la diputada, lo mismo que otros representantes de la clase política, insistió en que el juez debería agregar nombres y apellidos a sus denuncias, pero, como explicó Arias, años de experiencia le han enseñado que no sirve para nada.

El fiscal, también platense, Marcelo Romero comparte la opinión poco halagüeña de Arias sobre la relación que se da entre la dirigencia política y el delito, aunque en su caso subraya la falta de interés de los funcionarios en el tema, ya que "están encerrados en sus burbujas electorales y armando sus listas para los próximos comicios", razón por la que "la estrategia acá es negar la realidad como se niegan la inflación y otros temas". No cabe duda de que está en lo cierto. En nuestro país, con escasas excepciones, los políticos están más interesados en las internas permanentes y en las esporádicas competencias electorales que en hacer frente a los problemas concretos de la sociedad, lo que en cierto modo puede entenderse porque tratar de solucionarlos o atenuarlos luego de décadas de desidia no sería fácil ni, en el corto plazo por lo menos, necesariamente popular.

Cuando la corrupción afecta a una proporción sustancial de la clase política, hasta los más honestos se ven tentados a actuar como cómplices de los malhechores. Si rehúsan hacerlo, correrán el riesgo de verse expulsados de la cofradía por "buchones" y "traidores", sobre todo si entre los denunciados están miembros de su propia agrupación. Huelga decir que, para los votantes, es imposible saber si una acusación se basa en hechos verificables o si se trata de una maniobra encaminada a desprestigiar a un rival. Es por lo tanto comprensible que el grueso de la ciudadanía, si bien es consciente de que la corrupción constituye una lacra que a través de los años ha contribuido al atraso económico y en consecuencia a la depauperación de millones de argentinos, se ha resignado a convivir con el fenómeno. De vez en cuando un funcionario determinado se ve en el papel ingrato del "emblemático" de turno –en la actualidad, el elegido es el ex secretario de Transporte, Ricardo Jaime–, pero si bien sería ridículo calificarlo de chivo expiatorio, hay centenares, acaso miles, de otros que deberían acompañarlo en el banquillo de los acusados. De todos modos, la investigación lenta de las fechorías atribuidas al "emblemático" y su eventual condena servirán para brindar la impresión de que por fin la Justicia se ha animado a enfrentarse con la clase política, pero sólo se trata de una ilusión. Aunque la mayoría dará por descontado que lo que dicen Arias, Romero y algunos otros refleja lo que desde hace muchos años sucede en el país, es poco probable que el tema de la corrupción incida mucho en los resultados electorales. Al difundirse la sensación de que virtualmente todos los políticos son corruptos, aunque sólo fuera por no denunciar ante la Justicia a quienes militan en su propia fracción, la ciudadanía opta por minimizar la importancia de asuntos escandalosos que en otras partes del mundo serían más que suficientes como para hundir a cualquier dirigente, por poderoso, popular y carismático que fuera.