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28/11/2012 | Argentina - La muerte de policías y la errada política de seguridad

La Nación (AR)-Staff

Cuando la delincuencia no se detiene ni ante los guardianes del orden es porque se encuentra exacerbada, sin límites que la disuadan.

 

La política de seguridad del gobierno nacional es de resultados calamitosos. Si se la describe en esos términos, nada de nuevo se dice, pero en tal reafirmación está implícita la esperanza de que hasta los más reacios en admitir lo que sucede comprendan que así como van las cosas no cabe sino un agravamiento de la delicada situación.

En todos los reclamos contra la política general en curso la seguridad ocupa un lugar predominante. Tuvo ese rango en las multitudinarias protestas callejeras en el territorio nacional del 8 del actual y también en el paro de actividades realizado días atrás por diversas organizaciones sindicales.

El kirchnerismo no ha entendido que la primera razón de ser del Estado es que como poder arbitral asuma en sus manos el monopolio de la fuerza, evite los actos de violencia entre los individuos y garantice la pacífica convivencia entre quienes le han cedido parte de sus derechos precisamente para hacer posible las condiciones esenciales e indispensables de vida en comunidad.

Resulta una rareza encontrar hoy muchas familias que en los últimos años no hayan contado con miembros víctimas de agresiones físicas o de despojos en las calles o de asaltos en viviendas. Esas situaciones han ido acompañadas de un grado de violencia inaudito, con muertes y la participación protagónica de menores de edad, inimputables, que son reintegrados a hogares donde los problemas laborales, sociales y culturales no han sido resueltos por las autoridades y donde muchos padres poco han hecho o pueden hacer para contenerlos en su carrera delictiva.

Nada expone este cuadro desolador con más crudeza que el número de muertes de policías de diversas jurisdicciones, pero en particular de las fuerzas de seguridad federal y bonaerense. Aquí está concentrado el núcleo demográfico central del país y, por añadidura, es más elocuente el espíritu que emana del gobierno central sobre las cuestiones que conciernen al orden público.

En los últimos diez años han caído bajo fuego de delincuentes comunes más de 500 agentes en todo el país. Este año las víctimas han sido 39 hasta el presente y 30 de ellas pertenecientes a las instituciones mencionadas. Cada ocho días ha habido, pues, una baja policial, sin contar los heridos, entre ellos, muchos de gravedad.

Cuando la delincuencia no se detiene siquiera ante la presencia de guardianes del orden es evidente que está exacerbada en sus propósitos y que actúa como si no hubiera límite alguno que la disuada. Es más aún: se refieren numerosos casos en los que la violencia se ha acrecentado como consecuencia de que las víctimas o los testigos de delitos a punto de cometerse se han identificado como policías.

Entre los efectivos asesinados es alta la proporción de aquellos que vestían de civil en las circunstancias en que perdieron la vida. Sería absurdo que quien ha sido preparado para controlar el orden público y garantizar vida y bienes de sus semejantes desdoblara su personalidad cuando se halla fuera de servicio y asistiera impávido a la comisión de crímenes o a dejar a sus congéneres librados a sus propias fuerzas frente a quienes los atacan en patotas o con armas.

La política de seguridad es una manifestación crucial de la descomposición reinante. Y si lamentamos el número de policías caídos tan reiteradamente en cumplimiento del deber que habían asumido ante la sociedad, tampoco podemos olvidarnos de que en no pocas jurisdicciones miembros de esas instituciones son partícipes de los desafueros criminales, como ha sucedido, por dar un par de ejemplos, en delitos de abigeato o piratería del asfalto.

En una entrevista reciente con LA NACION el filósofo español Fernando Savater decía que políticos somos todos y nada se arregla con gritar "que se vayan todos". Eso sería un contrasentido. En cambio, lo que corresponde es retirar mediante elecciones la confianza depositada en las urnas a quienes, habiendo sido ungidos como nuestros representantes políticos, instituyeron, sea por las razones que fueren, políticas comprometedoras, nada menos, que de las bases mínimas de convivencia y paz sociales.

Se trata de que impere la ley y no alguna teoría trasnochada que inhabilite los mecanismos de defensa social y la delincuencia encuentre así liberados los caminos para su accionar.

No se trata simplemente, como se compungió la ministra de Seguridad, Nilda Garré, a raíz del asesinato de la cabo primera María Luján Campilongo, de que eso nos llene "de dolor a todos", sino de que el dolor genuino reavive el sentido de responsabilidad de quienes lo han amenguado hace tiempo y se han pasado la vida, por el contrario, denigrando a las fuerzas de seguridad, componentes indispensables de cualquier sociedad medianamente organizada.

La Nación (AR) (Argentina)

 


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