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14/01/2008 | EE.UU., un país inmutable

Guy Sorman

Aplicar a la sociedad y a la vida política estadounidenses los conceptos y criterios propios de Europa Occidental condena a no entender nada de Estados Unidos.

 

Cuando empieza el maratón presidencial, ubicar a los candidatos de la derecha y a los candidatos de la izquierda sería inútil. La izquierda estadounidense, en el sentido en que la entendemos en Europa, no existe fuera de algunos campus universitarios: en Harvard o Berkeley encontraremos a los únicos y escasos socialistas o marxistas estadounidenses.

Esta inexistencia de la izquierda socialista en Estados Unidos es un gran misterio: se explica generalmente por la ausencia histórica de una aristocracia, por la movilidad social y yo añadiría que por la debilidad del catolicismo. En Europa, los partidos socialistas se inscriben en la continuidad del catolicismo social; en EE.UU, el protestantismo incita a cada uno a mejorar su suerte por medio del esfuerzo individual. Tan sospechoso es el socialismo en EE.UU, que se le llama liberalismo; la palabra cambia de sentido al cruzar el Atlántico. Un liberal en EE.UU. es el que cree en la intervención del Estado para solucionar las incertidumbres económicas y sociales. Un estatismo a ultranza, tan poco popular que los candidatos más a la izquierda como Hillary Clinton o Barack Obama niegan ser liberales. Un término tan nocivo que los republicanos lo designan sólo por su inicial: L. Ser L condena al fracaso electoral. Significativamente, cuando alrededor de 40 millones de estadounidenses no se benefician de un seguro de enfermedad, ningún candidato propone un seguro nacional que siga el modelo europeo; los más progresistas, como Obama, proyectan que sea obligatorio contratar un seguro privado de elección propia.

Si hubiera que reubicar a todos estos candidatos en la palestra europea, su posición iría del centro derecha al centro izquierda; ninguno en los extremos. Del mismo modo que no se puede ser socialista ni liberal, ahora es inviable ser racista o sexista. En 40 años, la revolución de las costumbres y la inmigración multicolor han hecho de Estados Unidos la primera sociedad occidental auténticamente diversificada: ni el sexo de Hillary Clinton ni la piel de Obama perturban a los electores.

El mismo discurso

En esta campaña electoral, un europeo, observador externo (al contrario que un observador estadounidense implicado), se sorprenderá más por lo que acerca a los candidatos que por lo que los separa. Todos tienen casi el mismo discurso: todos se pronuncian contra las ideologías que dividen; todos están por la unidad del pueblo; todos son favorables a los valores cristianos, a los que apelan con algunos matices en el fervor; todos son hostiles a un Estado opresor; todos tienen confianza en la economía de mercado; todos consideran que EE.UU. tiene un destino manifiesto, y un papel que representar en este mundo, que no excluye las intervenciones militares (existe un candidato pacifista y aislacionista, Ron Paul, cuya marginalidad acentúa el intervencionismo de todos los demás). La paradoja es que todos estos candidatos que se parecen se expresan todos a favor del cambio. El cambio es el «leitmotiv» de esta campaña. ¿Pero qué quieren cambiar?

¿Desmarcarse de George W. Bush? Ciertamente, pero ningún candidato apela a esto: la página de Bush está pasada desde que su partido perdió las elecciones parlamentarias en 2006.

¿Cambiar la economía? Un 86% de los estadounidenses se declaran satisfechos con su trabajo; sólo hay un 5% de parados.

¿Cambiar los créditos? Pero un 95% de los estadounidenses desean convertirse en propietarios y la crisis de los créditos hipotecarios sólo afecta a un 1% de ellos.

¿Protegerse frente a las importaciones chinas? Hillary Clinton es más proteccionista que Obama, pero los consumidores se alegran del bajo precio de los textiles y la electrónica importados.

¿El calentamiento del planeta? Se menciona, pero se excluye sacrificar el crecimiento por la ecología.

¿La inmigración? El mismo aprieto para los candidatos, atenazados entre las protestas de los residentes de las fronteras y la satisfacción de disponer de una mano de obra barata.

¿El aborto? Todos juegan con los matices.

El desacuerdo entre los candidatos está más claro en relación con los impuestos. Para los republicanos, los impuestos bajos aceleran el crecimiento mientras que los demócratas prevén hacer que los ricos paguen. Pero un 1% de los estadounidenses, los más ricos, pagan un 39% del total de los impuestos frente a un 17% en 1980. El 50% de estadounidenses más pobres sólo paga un 3% de los impuestos. El debate fiscal es pues más simbólico que realista.

Queda Irak. También aquí las posturas son moderadas, dado que sobre el terreno, parece que el general David Petraeus está dando la vuelta a la situación. Los candidatos no quieren abandonar al ejército o no apoyar sus recientes éxitos. Nadie proyecta una retirada, ni siquiera Obama; éste desea restringir la ocupación en Irak sin renunciar a ella, reforzando al mismo tiempo la intervención estadounidense en Afganistán.

Todos los candidatos, especialmente los menos creíbles en ese papel, Obama y Hillary Clinton, insisten respecto a su capacidad de convertirse en comandante en jefe, la función última del presidente. Sin embargo, estas similitudes entre republicanos y demócratas no llevan a confundirlos. Pero lo que divide a los dos campos o familias de mentalidades es más filosófico que estrictamente relativo a los partidos: los republicanos personifican una visión individualista y heroica de Estados Unidos. Los demócratas tienen más fe en su espíritu comunitario.

Rupturas fundamentales

¿Quiere esto decir que las elecciones de 2008 no cambiarán radicalmente ni la sociedad estadounidense, ni su economía, ni su diplomacia? A lo largo de la historia, algunas presidencias representaron rupturas fundamentales: en 1932, Franklin Roosevelt fundó una especie de socialdemocracia; en 1964, Lyndon Johnson puso término a las discriminaciones; en 1968, Richard Nixon inauguró una diplomacia realista; en 1980, Ronald Reagan dirigió una revolución conservadora. Ésta sigue siendo la norma que dicta implícitamente los comportamientos de todos los candidatos: un verdadero capitalismo basado en unos impuestos moderados, una constante referencia a los valores judeocristianos y una diplomacia activa de apoyo a las democracias.

Esta revolución conservadora ha sido modificada por George W. Bush, quien ha reforzado el papel del Estado en nombre de la lucha contra el terrorismo islámico. Es previsible que el futuro presidente de Estados Unidos no rompa con esta herencia, excepto de palabra; en el fondo, por el momento nada hace predecir una nueva era, de tipo «New Deal» [conjunto de medidas políticas, sociales y económicas adoptadas por la administración de Roosevelt entre 1933 y 1937] u otra por el estilo.

¿Una mujer presidenta? ¿Un presidente negro? También en este caso la novedad sería sólo relativa: hace tres años que una mujer negra está al frente de la diplomacia estadounidense, en un gobierno conservador.

ABC (España)

 


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