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24/12/2006 | Después de Fidel

José Miguel Vivanco

Conocí a Fidel Castro en La Habana en 1995. Luego de seis agotadoras horas de negociaciones con él para liberar a 24 prisioneros políticos, se comprometió a liberar a seis. No fui ni el primero ni el último.

 

Jesse Jackson convenció a Castro de liberar a 26 prisioneros políticos en 1984; Bill Richardson, a tres en 1996; y Jimmy Carter, a uno en 2002. Sin duda, el más exitoso fue el papa Juan Pablo II, quien en 1998 obtuvo la libertad de más de 70 disidentes.

Si bien celebramos estas liberaciones, ninguna de estas visitas alteró la realidad subyacente de la Cuba de Castro. Las leyes del país nunca fueron reformadas y sus prácticas represivas permanecieron intactas. Siempre había nuevos prisioneros políticos para liberar cuando apareciera el próximo visitante. Tras años de esfuerzos inútiles para promover un cambio, muchos coinciden que las verdaderas mejorías vendrán solo después que Castro salga de escena.

Sin embargo, ahora que los últimos días de Castro están cerca, existen buenas razones para temer que el cambio no ocurrirá, aun cuando él se haya ido. Si se espera que los cubanos salgan a celebrar masivamente, como ocurrió en Europa del este luego de la caída del Muro de Berlín, muchos se sorprenderán cuando probablemente presencien las calles vacías o llenas de personas llorando su muerte. Confundidos, se preguntarán si los cubanos realmente quieren un cambio. Posiblemente se abstendrán de presionar para una transición que el pueblo cubano no parece querer.

Esta reacción sería comprensible, pero equivocada. La mayoría de los cubanos sí desea un cambio. Si no lo exigen al morir Castro, será por la misma razón que no lo hicieron durante su vida: la maquinaria represiva del régimen, que arruinó innumerables vidas durante décadas, permanece intacta.

Si la comunidad internacional malinterpreta este silencio, perderá una oportunidad histórica. Inmediatamente después de la muerte de Castro, el Gobierno cubano será más vulnerable que nunca a las presiones para promover un cambio. Raúl Castro puede utilizar los viejos instrumentos de represión, pero no gozará de las credenciales revolucionarias de su hermano, que han sido tan útiles como la represión para sostener al régimen.

Esta oportunidad histórica probablemente no dure. Si bien Raúl Castro tal vez nunca logre esa combinación de carisma personal y astucia política de su hermano, podría fácilmente adquirir el otro rasgo que Fidel supo explotar eficazmente para mantenerse en el poder: la imagen heroica del débil que se enfrenta a la superpotencia, el David latinoamericano contra el Goliat norteamericano.

Que Raúl Castro pueda actuar de David dependerá de Washington.  Tendrá garantizado este papel si el gobierno de Bush decide mantener el status quo de más de 40 años de embargo unilateral.  Cuba no es hoy una sociedad más abierta que cuando se impuso el embargo. Si sirvió para algo, fue para consolidar el poder de Fidel Castro, brindándole una justificación para sus fracasos y sus abusos. Además, le permitió ganarse la simpatía de muchos, neutralizando la presión internacional, incluso de aquellos preocupados por la represión en Cuba.

Hay que admitir que el gobierno de Bush reaccionó a la noticia del empeoramiento de la salud de Castro en agosto pasado con una sorprendente y positiva moderación. No obstante, si Estados Unidos espera influir en Cuba, necesitará hacer mucho más. Como mínimo, debería levantar el embargo. Una "respuesta calibrada" como la de Clinton, según la cual Washington aliviaría el embargo a cambio de progresos democráticos en Cuba, tampoco bastaría. ¿Por qué querría el Gobierno cubano hacer concesiones cuando el embargo lo ayuda a sostenerse en el poder?

Sería ingenuo pensar que el fin del embargo impulsará automáticamente al Gobierno cubano a modificar sus prácticas. Es necesario construir una política creativa y multilateral para que gobiernos democráticos lideren los esfuerzos para promover las libertades públicas en Cuba.

Encontrar aliados que estén dispuestos a asumir este rol será difícil, pero puede ser la única esperanza para lograr un cambio verdadero en Cuba. Al hacer este esfuerzo, Estados Unidos podría comenzar a revertir la dinámica política que ayudó a Castro a mantenerse en el poder estos largos años. Solamente cuando Washington deje de actuar como Goliat, Cuba dejará de parecerse a David. 

El autor es activista de los derechos humanos

La Prensa (Pa) (Panama)

 


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