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01/08/2006 | El día que Fidel Castro perdió los estribos

Juan M. Cao

La semana antepasada, el gobernante Fidel Castro protagonizó un incidente con el reportero miamense Juan Manuel Cao, durante la 30ª Cumbre de Jefes de Estado del Mercosur, celebrada en Córdoba, Argentina.

 

A una pregunta de Cao sobre la retención en la isla de la neurocirujana Hilda Molina, Castro respondió acusándolo de ser un mercenario y de no ser cubano. El incidente fue ampliamente comentado por la prensa argentina y convirtió a Cao en uno de los focos de interés de la cita presidencial. Molina, una especialista de renombre internacional, lleva años solicitando en vano a las autoridades cubanas un permiso de salida para reunirse con su hijo y nietos en Argentina. El caso ha llegado a conformar un sensible aspecto de las relaciones entre ambas naciones.

Fue una simple pregunta.

¿Por qué no deja salir a la doctora Hilda Molina?

Pudo haber respondido con cualquier evasiva. Pero, frente a un centenar de cámaras, el gobernante cubano Fidel Castro optó por el insulto y la rabieta.

Me acusó de mercenario, de estar pagado por ''el impertinente Bush'' y hasta de formar parte de una conspiración para un imaginario atentado. Desde el balcón argentino, como poseído por el inquieto fantasma de Evita, Castro manoteaba colérico. Un periodista cordobés le preguntó asombrado: "¿Por qué pierde la calma tan fácilmente, comandante?"

Es que no lo conocen. Ese hombre ha vivido perennemente irritado. Es dueño de un humor bilioso que lo obliga a insultar, y a veces a fusilar, a cuanto ser viviente se le interponga. Da igual que sea el presidente de una gran potencia o el de un insignificante país, un crítico poderoso o el infeliz de la esquina. Su cólera divina no distingue proporciones. Tampoco su rencor, su infinita sed de venganza.

Los cubanos lo sabemos bien, pero los argentinos no. Por eso se quedaron boquiabiertos cuando vieron al héroe revolucionario que creían estallar de ira y retorcerse en un espasmo de intolerancia. Se lo tuvieron que llevar antes de que empezara a espumearle la boca. La sucia boca de los largos discursos y las cortas sentencias de muerte. La de difamar con rapidez y excarcelar con lentitud.

Pero no bastó el insulto. Sus escoltas, entrenados para lo peor, se me echaron encima. Logré escapar a duras penas. Pero ya no importaba. Castro seguía discutiendo con mi sombra y en cada nueva pregunta escuchaba mi voz.

A un periodista de la televisión argentina le espetó: "Ya te dije que eres un mercenario, un entrometido."

El pobre hombre defendía su identidad.

"Yo no soy áquel, yo soy otro."

Pero el endiablado comandante ya no escuchaba más que el eco de su propia furia.

Luego, las cámaras se voltearon hacia mí, y como dijo un cronista, pasé de entrevistador a entrevistado. Me defendí como pude: no soy un periodista militante, ni siquiera un anticastrista. Me considero un periodista a secas.

Un profesional que cree que su trabajo es cuestionar el poder y no aplaudirlo.

''¿Por qué no le preguntas a Bush sobre los crímenes de Posada Carriles en su país?'', le gritó Castro al colega argentino que confundió conmigo en el tumulto.

Se lo he preguntado directamente a Posada, con la misma impertinencia, y a Orlando Bosch, en una entrevista en la que fui tan claro que hasta la publicó el periódico Juventud Rebelde en su edición del 5 de abril pasado.

Y he cuestionado duramente a Bush sobre un montón de temas, y a su hermano y a Otto Reich, en un tirante encontronazo que el régimen ha traducido (siempre sin mi permiso), a varios idiomas.

Trato de no callarme, venga de donde venga la intolerancia y les puedo asegurar que jamás ninguno de mis entrevistados, por molestos que hayan resultado mis cuestionamientos, me ha respondido, como lo hizo Castro, con un insulto personal.

Porque contrario a lo que se pueda creer, contestar es más fácil que preguntar. Rectifico. Evadir las preguntas resulta más fácil de lo que parece. Castro optó por el insulto, porque ésa es su naturaleza y porque no tiene respuestas a las preguntas más elementales que cuestionen su nefasta huella por la historia.

El caso de Molina le explotó en la cara. Ocupó todos los titulares de la prensa y sacó a la luz una trama que yo desconocía cuando lancé la pregunta.

Los hechos sucedieron, según los medios argentinos, de la manera siguiente:

El dictador cubano estuvo a punto de ordenar el regreso de su avión a Cuba cuando se enteró de que en tierra le esperaba una carta del presidente Néstor Kirchner solicitando la liberación de la doctora.

La discusión entre el canciller argentino Jorge Taina y su par cubano Felipe Pérez Roque terminó a gritos. Esa primera noche Castro boicoteó la cena de gala y conspiró con Lula, Chávez y Evo Morales, para dejar plantado a Kirchner.

A la cena en el Palacio Ferreira de Córdoba, apenas asistieron Tabaré Vázquez, de Uruguay, la chilena Michelle Bachelet y el paraguayo Nicanor Duarte. El anfitrión tuvo que rellenar con funcionarios de segunda los puestos vacíos de la elegante mesa presidencial.

La primera dama argentina, Cristina Kirchner, volvió a amenazar con irse a Cuba a visitar a las Damas de Blanco, una sugerencia que, según el diario Clarín, había horrorizado a los cubanos.

Las consecuencias prácticas de todo este embrollo se vieron, al día siguiente, cuando al no haber podido tomar la foto oficial en la cena de gala, como estaba previsto, improvisaron una descontrolada sesión fotográfica frente al salón de conferencias de la cumbre.

No había espacio entre las cámaras y los mandatarios. Y algo más. En un hecho inusual, los corresponsales pudimos entrar a un área vedada y que tradicionalmente fue terreno exclusivo de los fotógrafos. De inmediato comenzó el forcejeo entre los periodistas y el personal de seguridad. Se rompió el protocolo y volaron las preguntas.

La compacta masa de cámaras y micrófonos aprisionó a los jefes de estado contra la pared, algunas banderas se cayeron con astas y todo. Los escoltas de Castro, desesperados, empezaron a empujar. Se notaba que nunca habían enfrentado una situación semejante. No sin trabajo, el anciano fue trasladado a la planta superior desde donde se improvisó una tribuna y comenzó a hablar.

Ni siquiera lo pensé, esquivando codazos y empujones, me metí en el tumulto y grité a todo pulmón:

"¿Por qué no permite que la doctora Hilda Molina se reúna con su hijo y con sus nietos?"

Había puesto el dedo en la llaga.

Fue una simple pregunta.

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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