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25/10/2002 | Las raíces institucionales de la crisis argentina

Brink Lindsey

Presentado el 17 de Octubre del 2002 en la 20° Conferencia Monetaria Anual del Cato Institute en conjunto con la revista The Economist realizada en la ciudad de Nueva York.

 

El descalabro de la economía argentina provoca preguntas inquietantes para los defensores de las políticas de libre mercado. A principios de los noventa el país empezó un programa impresionante de reformas-estabilizando la moneda, reduciendo las barreras comerciales y privatizando agresivamente las industrias estatales. Aún así, luego de unos pocos años de vitalidad, la economía argentina se estancó y luego colapsó.

¿Qué sucedió? ¿Cómo fue que Argentina, la que fuera la insignia de las reformas de libre mercado, se convirtió en el emblema de sus críticos?

En retrospectiva, queda claro que aquellos que declararon a Argentina como un caso exitoso de libre mercado se precipitaron. Y aquí me incluyo dentro de los culpables. Hoy en día vemos que luego de una década de agitación política y malos manejos económicos, las reformas de la primera administración Ménem sólo representaron los primeros pasos hacia la reconstrucción y la renovación. Si la "mano invisible" del mercado empezaba a abrirse camino, la "mano muerta" del pasado colectivista de Argentina continúo asida de manera poderosa.

Además, a partir de mediados de la década de los noventa el proceso de reforma se detuvo. La sensación de emergencia creada por la hiperinflación de finales de los ochenta pasó; la vida cotidiana empezó a imponerse de nuevo. En el curso de los eventos, dicho relajamiento en la lucha contra la mano muerta resultó ser desastroso.

Específicamente, las perspectivas brillantes de Argentina fueron hechas cenizas por esa antigua némesis del populismo latinoamericano: el fracaso del Estado de sobrevivir por sus propios medios. El gasto estatal combinado (federal y provincial) subió del 27% del PIB en 1991 al 35% en el 2000-a pesar del hecho de que las privatizaciones masivas estaban al mismo tiempo aliviando al gobierno de cargas fiscales significativas. Los ingresos tributarios no mantuvieron el ritmo de la borrachera del gasto, haciendo que el déficit fiscal empezara a crecer. Ya que la ley de convertibilidad cerró la puerta a la conveniente tradición de financiar el déficit a través de inflación, lo que procedió fue un apilamiento masivo de deuda externa-que a la larga resultó ser insostenible, llevando al país a una moratoria de pagos y devaluación que envío a la economía a una caída libre.

La indisciplina fiscal que llevó al desplome argentino no puede ser entendida simplemente como un error político aislado. En su lugar, ésta fue el resultado de disfunciones institucionales profundas, las cuales fueron un legado de décadas de malos manejos colectivistas. Hasta que las bases políticas fundamentales de Argentina sean revisadas, existe poca esperanza de que el país pueda mantener un curso de reforma y desarrollo sustentable.

Luego de largos años de pillaje legal y extralegal, la cultura política argentina es profundamente anti-mercado. Lo cual quiere decir que existe una fuerte tendencia a favor de buscar las ganancias económicas a través del proceso político en lugar del mercado. Si se quiere salir adelante, el juego suma-cero de conexiones explotadoras, la búsqueda de favores, y las tramas para sacarle algo al pueblo muchas veces resultan más atractivos que el empresariado y la inversión en compañías productivas. La cultura del pillaje y el saqueo se manifiesta en los niveles de corrupción devastadores. Transparencia Internacional emite un índice anual de los niveles de corrupción alrededor del mundo basado en informes de empresarios, académicos y analistas de riesgo. En el 2001, Argentina se situó en el magro lugar 57 de 91 países-peor que Botswana, Namibia, Perú, Brasil, Bulgaria y Colombia.

Del mismo modo, el Reporte de Competitividad Global del año 2000, coproducido por Harvard University y el Foro Económico Mundial, sondeó a líderes empresariales de 4022 firmas en 59 países sobre sus percepciones en cuanto a las condiciones comerciales en dichos Estados. En la calidad percibida de sus instituciones políticas y legales, Argentina se situó consistentemente cerca del fondo: 40 en la frecuencia de pagos irregulares a autoridades gubernamentales; 54 en la independencia de las cortes; 55 en los costos de litigación; 45 en la corrupción del sistema legal; y 54 en la confianza de la protección policial.

En esta profunda cultura de corrupción, el sector público sirve primordialmente para enriquecer a los políticos y para padrinazgo laboral; la provisión de servicios públicos no es más que una ocurrencia tardía. Consideremos la situación en la provincia de Tucumán, al noroeste del país. De una fuerza laboral formal de alrededor de 400.000, hay cerca de 80.000 empleados gubernamentales provinciales y municipales y otros 10.000 empleados federales. Las autoridades electas pueden amasar pequeñas fortunas para sí mismos: El salario anual de los legisladores era de casi $300.000 en el 2001.

Tucumán es bajo ningún sentido un caso excepcional de tales abusos. Un ejemplo sobresaliente es el de la empobrecida provincia de Formosa, en la frontera norte del país. Cerca de la mitad de la fuerza laboral formal está en las planillas del gobierno, y muchos de ellos se aparecen en el trabajo sólo una vez al mes-a recoger el cheque.

Para combatir esta podredumbre institucional se necesita de cambios estructurales profundos. Primero, el sistema de compartimiento de impuestos argentino-la llamada "Ley de Coparticipación"-debería ser revisada. Cerca del 50% del gasto estatal en Argentina ocurre a escala subfederal; mientras tanto, entre 1985 y 1995, aproximadamente el 65% del gasto provincial fue financiado mediante transferencias de los ingresos tributarios federales. En 14 provincias, menos del 20% del gasto público se financió con ingresos provinciales; en tres provincias, la cifra era de menos del 10%.

Esta situación, en donde se desconectan las decisiones de gasto de la responsabilidad de generar el ingreso, aumenta los incentivos para el despilfarro a escala provincial. Y en el ámbito federal, fomenta políticas tributarias irracionales al alentar la dependencia en los impuestos que menos se comparten, sin importar su impacto económico. Sería difícil el diseñar un sistema que se ajuste de mejor manera a promover el espíritu de vivir a expensas de los demás.

Y una reforma aún más básica sería la de reformar el sistema electoral del país. Las elecciones legislativas se llevan a cabo bajo un sistema de "listas de partido" con circunscripciones electorales de múltiples diputados en las cuales los votantes pueden elegir entre las listas de candidatos que presentan los partidos políticos. Bajo este sistema, los políticos le responden no a los votantes en sus distritos, sino a los jefes de los partidos que hacen las listas. Este arreglo escuda a la clase política del escrutinio público e institucionaliza el tipo de padrinazgo político que yace en el corazón de los problemas de Argentina. El cambiar a distritos de un solo representante, con un sistema de "el ganador se lo lleva todo", reduciría el peso de los jefes políticos y le tiraría arena al engranaje de sus maquinarias de compadrazgos.

Sin embargo, seamos claros en que no existen panaceas. El ascenso promisorio de Argentina y su trágica caída en la última década confirma la sobria verdad: el prevalecer sobre décadas de malos manejos es un reto de largo plazo desalentador, y ningún remedio instantáneo será suficiente. La mano muerta del colectivismo permanece como una fuerza formidable, y la lucha contra su influencia debe ser paciente e irrescindible.

En lo particular, las experiencias de Argentina nos deberían enseñar de que una economía de mercado saludable requiere de algo más que la ausencia de controles estatistas. También necesita de la presencia de instituciones sólidas; y aunque las reformas de la era Ménem representaron pasos firmes hacia el primer requerimiento, éstas descartaron al segundo del todo. Hoy en día Argentina sufre tremendamente por dicha omisión. Hasta que esta inadvertencia sea corregida y se revisen las destartaladas instituciones políticas, existe muy poca esperanza de que una Argentina próspera y estable emerja de las actuales ruinas.

Brink Lindsey es el Director del Centro de Estudios de Política Comercial del Cato Institute y autor de “Against the Dead Hand: The Uncertain Struggle for Global Capitalism” (John Wiley & Sons, 2002).

Traducido por Juan Carlos Hidalgo para el Cato Institute.

El Cato (Estados Unidos)

 


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