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14/08/2006 | Paces hediondas

ABC Staff

Lo peor es que en seguida nos hemos puesto a mirar hacia otro lado, a hablar de paz sin saber en qué guerra estamos y a cifrar el supuesto proyecto en un acuerdo pactado con una banda de malhechores

 

LLEVAMOS no sé cuánto tiempo oyendo hablar de paz, de proceso de paz, dale que te pego, sin que nos quieran dejar en paz, que sería lo deseable.

Y como, para empezar, no estábamos en guerra, por lo menos de nuestro lado, las turbulencias sociales o ambientales no son exageradas y los desasosiegos personales son asunto de cada cual, uno se pregunta qué hay detrás de tal proyecto, aparte «el ansia infinita de paz» que se proclama y que, enunciada así, sólo nos lleva a imaginar, orlada de cipreses, la descansada paz de los cementerios, a la que tan denodadamente ha colaborado, en nuestro tiempo, la otra parte que tiene voz en el proceso.

La paz es una palabra, en el mejor de los casos un deseo, pero nada más salvo en la muerte. Aproximaciones si acaso. Y como es una palabra y las palabras son mi oficio, me voy a la paz del diccionario, por si hay en ella algún recóndito sentido, ignorado u olvidado, que apunte en la dirección que nos señalan.

No el primero, desde luego, situación y relación mutua de quienes no están en guerra, ni el segundo, pública tranquilidad y quietud de los Estados contraponiéndose a la guerra o la turbulencia, y ya dije que no es el caso; pero es también, en singular o plural, paz o paces, el tratado o convenio que se concierta entre los gobernantes para poner fin a una guerra y pienso que tal vez vayan por ahí los tiros en el susodicho proceso, aunque, bien mirado, los tiros mejor no recordarlos, la guerra propiamente no existe y gobernantes sólo por una parte, pues al otro solo vemos una banda clandestina.

Algo huele mal en tal tinglado. Sí, efectivamente ha habido muchas paces acordadas en tratados y convenios, muchas paces con nombre propio de circunstancia o de lugar, paces de papel sellado obligadas por el cansancio o la derrota, paces que han comportado no pocas claudicaciones, que no han puesto paz en las conciencias ni sosiego en los ánimos, paces que hieden, de tanta cadaverina abandonada a sus espaldas y de tanto toma y daca para lograrlas, paces en las que, por otra parte, siempre hemos salido perdiendo. La paz de Westfalia, en 1648, que puso fin a la guerra de los Treinta Años y, de paso, como quien no quiere la cosa, a nuestra hegemonía internacional, al esplendor de España y que, además, ni siquiera trajo de verdad la paz, pues seguimos en guerra con los franceses once años más, hasta la paz de los Pirineos.

Y la paz que se firmó en Utrecht, en 1713, que nos dejó la espina de Gibraltar clavada en el estrecho. Y luego hasta tuvimos un Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, que firmó la de Basilea, en 1795, y cuyas tufaradas dieron lugar a la invasión napoleónica, con muchos muertos de nuevo, en Madrid, en Gerona, en Zaragoza, en Bailén, pero también, a la larga, a la Constitución de Cádiz, la de 1812, tan ilusa e ilusionante, papel mojado luego con la desgracia histórica de Fernando VII, que dio paso a un siglo de guerras civiles, de banderías, de insolidaridades, de guerrillas y cantonalismos.

También hubo entonces otra paz, la del abrazo de Vergara, en 1839, entre Espartero y Maroto, que puso fin a la primera guerra carlista, que solo fue la primera, porque luego siguieron otras, pese a todos los acuerdos del momento sobre fueros y prisioneros.

La preparación más adecuada para los horrores del siglo XX, el que hemos vivido, con la guerra europea y la guerra mundial y nosotros de espectadores, germanófilos o aliadófilos, tomando posiciones desde la primera para nuestro conflicto intermedio, la maldita guerra civil de Franco y de los otros, la gran sangría nacional, el éxodo y el llanto, que acabó sin paces, sin tratados entre los «justamente vencidos y los injustamente vencedores», que definió ajustadamente Julián Marías, y que nos sumió en otra larga paz fétida, asfixiante, los veinticinco años de paz que proclamaría luego el dictador y que se alargarían todavía un par de lustros.

Dura paz de silencio, de rejas, de miedos, de recelos y desconfianzas, paz sin libertades que habían impuesto los injustamente vencedores, con media España callada, con tantos muertos detrás, de uno y otro lado, y tanto desprecio ajeno y tantas reservas en el discurrir de la vida cotidiana. Partida España, partidas las regiones, las ciudades, los pueblos, las familias.

En la mía, donde éramos diez hermanos, mi padre murió sin habernos podido reunir nunca a todos, porque había dos que habían padecido la insania terrorífica y siniestra de uno y otro bando, respectivamente, y se mantuvieron irreconciliables hasta 1966, cuando por fin se encontraron y se abrazaron ante el cadáver de nuestro padre.

O sea, nuestra guerra civil, la que dividía la familia, no duró solo tres años sino treinta, porque ese era el destino de la tercera España, a la que no le helaba el corazón una cualquiera de las otras dos sino las dos conjuntamente.

Pero llegó el otoño de 1975, murió el general y empezamos a pensar todos en abrir de una vez todas las ventanas y comenzar a respirar en paz y en libertad, a ventilar los ambientes mefíticos en que habíamos estado confinados y a soldar la España partida con una Constitución consensuada y reconciliadora. Por mucha marcha atrás que quiera darse, por muchas reivindicaciones del tiempo pretérito que quieran hacerse, falseando o simplificando o, simplemente, imaginando una historia que no fue, lo cierto y comprobado es que hemos enlazado el más largo periodo de paz que registra nuestra historia.

Relativa, como todas las paces, pero evidentemente habitable. Con disputas, que nunca faltan, pero con diálogo y parlamento. Con la sombra del terrorismo, pero en la luz de la democracia. Y, de pronto, el golpe. Vuelve la guerra de religión.

Un loco fanático musulmán se la declara a Occidente, sin más, con la tremenda agresión del 11 de septiembre y, de seguido, con la proclama reivindicativa y la exposición de intenciones: lo primero, recuperar los territorios que fueron algún día conquistas del islam, empezando por Al Andalus, es decir la Península Ibérica, España y Portugal. Y de que eso no era un simple alarde verbal vino a dar razón el 11 de marzo y todo lo que de él se derivó.

Como somos Occidente y territorio reclamado, esa es la guerra en la que estamos, la que habíamos concluido al parecer en 1492, con las capitulaciones granadinas, tras ocho siglos de paciente reconquista de la España perdida, y que el islamismo, anclado en la Edad Media, pretende reanudar.

Con no poco éxito inicial: 192 muertos y un cambio de gobierno. Y lo peor es que en seguida nos hemos puesto a mirar hacia otro lado, a hablar de paz sin saber en qué guerra estamos y a cifrar el supuesto proyecto en un acuerdo pactado con una banda de malhechores, con la que existen, al parecer, previos y oscuros compromisos, que no alcanzamos a percibir con la vista, pero sí acaso con el olfato, al que le llegan como miasmas, efluvios malignos, hedores insoportables amparados con la palabra paz.

Y encima lo de la memoria histórica. ¿Qué memoria puede haber sin conocimiento? Y de paces no parece saberse mucho, empezando por losllamados pacifistas, ya sean de plaza y pancarta o de tertulia y salón. Por eso me he permitido recordar algunas de las que hemos padecido, de los tejemanejes que las precedieron, de sus irremediables resultados.

Y había gobernantes responsables por ambas partes, Estados constituidos, y no como en este caso, simplemente un grupo terrorista al otro lado, que ni siquiera es en este momento el que más nos debe de inquietar, porque Al Qaeda acaba de recordarnos, por boca de su segundo hombre, la prioridad de Al Andalus en sus pretensiones.

Y aquí venga a hablar de ese desnortado proceso que más bien que a la paz nos puede conducir a la ignominia.

GREGORIO SALVADOR Vicedirector de la Real Academia Española

ABC (España)

 


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