Sin visa vigente para ingresar a la Unión Americana, pasamos 10 largas horas primero y cerca de —infernales— 14 de regreso por una abrupta huelga de Air France en París, que dio al traste con la conexión Nueva York-México.

Lo relevante de la experiencia, y que tan solo 41 días después nos serviría mejor que cualquier análisis para tratar de entender los atentados del 11-S, fue que en ambos casos, en el aeropuerto de Newark, los policías a cargo de custodiar a ese grupo de “indocumentados” en tránsito nos dejaron solos en la puerta de un hotel, nomás ser bajados de un autobús de migración.

A la ida, la joven oficial nos pidió literalmente “permiso” para “dejarlos aquí” si bien la orden es no dejarlos solos un momento” como ella misma explicó. Pero “hoy mi hija cumple tres años y no puede faltar”. Eran las 6 pm. El avión a París saldría 10 horas más tarde. Casi perdimos el vuelo porque la mujer regresó por nosotros bien pasadas las 7 am. Estaba radiante: el festejo había sido todo un éxito.

De regreso, la historia apenas cambió: el grupo de los “sin papeles” éramos ahora 25 —por culpa de Air France— y los agentes “responsables” tres, que de buenas a primeras también desaparecieron sin decir agua va, como abducidos por marcianos.

Ciertamente, no eran de la CIA ni del FBI los uniformados pagados para responder ante la sociedad norteamericana por la integridad física del país y de sus habitantes en una misión tan sencilla como es vigilar a un grupo de civiles, deseosos de llegar a otra parte. Pero eran policías y lo que dejaron en claro entonces con su actuación es lo mismo que, al cabo de 12 años casi del 11-S, le siguen reclamando a Washington —a Bush, a Obama…— legisladores, prensa y familiares de las víctimas de ese y cualquier nuevo atentado, el más reciente en Boston: los servicios de seguridad de EU padecen una “insuficiente formación de sus agentes, una cultura burocrática, limitada capacidad para recoger información, un gusto por la ‘paz de los escritorios’”, etc., etc., etc.