Un Papa electo en un momento de gran crisis, crisis de fe, crisis financiera, crisis moral de abominaciones, corruptelas y luchas de poder, un hombre humilde que pone gran énfasis en la justicia social y anuncia “una Iglesia pobre para los pobres”, alguien que viene del “fin del mundo” –el primer Papa latinoamericano–, y por tanto sin compromisos con la curia romana, un religioso que no escoge para sí el nombre de algún Papa famoso sino el de un santo que en otro momento de crisis acudió al Vaticano inspirado por una revelación para decir al Papa de turno que restaurara la Iglesia; el primer jesuita en llegar al papado, una orden perseguida hasta por sus propios correligionarios, precursora de las ideas del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa y el ecumenismo, y vanguardia en la Iglesia del ideal de justicia social con numerosos mártires en su lucha por los pobres, no puede tener un pontificado sin trascendentales consecuencias.
Se opone a la Teología de la Liberación promovida por sus hermanos de orden Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, no porque esté en desacuerdo con sus fines sino porque se fundamenta en una filosofía diametralmente opuesta al cristianismo. No es la liberación económica, social y política el puente hacia la salvación, sino que, por el contrario, la toma de conciencia cristiana lleva a esa liberación, como se demostró con la lucha cívica de Martin Luther King basada en esos principios y en la lucha pacífica de los polacos frente al totalitarismo, mientras que las luchas que acudieron a la violencia para alcanzar el mismo fin, acabaron desembocando en otras dictaduras aún más férreas.
Cierto que es conservador y de una edad que motiva que algunos lo califiquen de “Papa de transición”. Se cuestiona, entre otras cosas, que favorezca la abolición del celibato y la ordenación de las mujeres, pero no podrá ser indiferente a la creciente marejada de voces que claman por cambios más profundos. También Juan XXIII fue conservador y de avanzada edad cuando fue elegido y sin embargo se convirtió en el Papa más revolucionario de la historia de la Iglesia, al convocar, a los dos meses de iniciarse su pontificado, el Concilio Vaticano II.
Jesús nunca impuso el celibato entre los llamados apóstoles, algunos de los cuales eran casados, entre ellos Pedro, a quien la tradición de la Iglesia señala como primer Papa. También a juzgar por Hechos de los Apóstoles y por las cartas de San Pablo, las mujeres tenían papeles destacados en las primeras iglesias cristianas. San Pablo nos habla en Romanos de Febe, una “diaconisa de la iglesia de Cencrea”. Priscila, mujer culta a quien se ha llegado a atribuir la supuesta autoría de la Carta a los Hebreos, alcanzó tanto rango en la Iglesia que no estaba subordinada a Pablo. Este, por su parte, menciona a otras mujeres que desarrollaban importantes actividades entre los primeros cristianos: María, Trifena, Trifosa, Pérsida, Julia y Olimpas (Rom, 16:1-15). No faltó tampoco una evangelista como María Magdalena, quien parece haber desarrollado una gran actividad en las reuniones presididas por Jesús y que escribió un Evangelio con valiosas enseñanzas. ¿Fue excluida de los evangelios canónicos por ser mujer?
El Concilio Vaticano II fue un importante paso de avance para el regreso de la Iglesia a sus raíces. Pero es apenas el comienzo. Si no quiere perecer en tiempos en que la humanidad avanza hacia la época de la que Jesús se adelantó más de dos mil años, tendrá que llevar a cabo reformas mucho más profundas. ¿Un Concilio Vaticano III? Todo parece indicar que Francisco posee las cualidades para guiar a la Iglesia hacia esa nueva Era. ¿Se lo permitirán las fuerzas reaccionarias internas? No habrá que esperar mucho para saberlo.
