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21/06/2008 | ¿Bush converso?

Juan Manuel de Prada

A nadie mínimamente interesado por las cuestiones de nuestro tiempo le habrá pasado inadvertido el cambio operado en el presidente Bush. Ya no exhibe los rasgos de prepotencia de antaño, sus alocuciones no incluyen tampoco aquellas cláusulas amenazantes o directamente paranoicas que caracterizaron los años de hierro de su mandato.

 

Su temperamento parece haberse dulcificado; y, en alguna de sus últimas comparecencias, ha logrado incluso que riéramos con sus agudezas (esto es lo que más desconcierto nos provoca, pues Bush siempre se había caracterizado más bien por hacernos reír con sus simplezas).

Los llamados «analistas internacionales», poco atentos a las cuestiones del espíritu, no se han preocupado de indagar estos síntomas de transformación; o, si lo han hecho, los han despachado con displicencia, como si fueran consecuencia lógica de su nueva condición de presidente con plazo de caducidad, o de «pato cojo» (creo que así se dice en la jerga política americana) que se tropieza con el escollo de un poder legislativo empeñado en obstaculizar sus iniciativas.

Con unos índices de popularidad siempre decrecientes y el estigma de una guerra como la de Irak persiguiéndolo, podría explicarse esta metamorfosis de Bush como una suerte de paulatino desvanecimiento, la «lenta disgregación en el olvido» de quien durante años fue el hombre más poderoso y odiado del planeta y a quien ya sólo resta hacer mutis por el foro, o por el negro escotillón que conduce al infierno. Salvo que...

Algunos periódicos italianos lo han resaltado. La visita que Bush hizo ayer a Benedicto XVI no siguió las convenciones protocolarias que rigen las visitas de los jefes de Estado a la Santa Sede. Bush no fue recibido por el Papa en el Palacio Apostólico, sino en un lugar mucho más recoleto, una torre medieval que se halla en el interior de la Santa Sede; luego, pasearon juntos por los jardines vaticanos, hasta llegar a una pequeña gruta donde se custodia una imagen de la Virgen.

A nadie que no sea completamente lerdo se le escapa que esta infracción del protocolo habitual tiene que significar por necesidad algo; en realidad, todo gesto procedente de la Santa Sede significa siempre algo, aunque los ignaros prefieran ignorarlo, como corresponde a su naturaleza cerril. Podríamos pensar que Benedicto XVI ha querido mostrarse deferente con Bush, por corresponderlo en el recibimiento cariñosísimo que éste le dispensara en su reciente viaje a los Estados Unidos.

Pero otros mandatarios han dispensado a Benedicto XVI recibimientos calurosos (no así el nuestro, que confunde la mala educación con el laicismo); y otros viajes apostólicos del Papa se han saldado con igual fortuna. El sentido de este especial tratamiento que Benedicto XVI ha dispensado al presidente Bush podría admitir otra interpretación muy diversa. ¿Y si Bush se hubiera internado por la misma senda que hace algunos años inició Tony Blair?

Nos referimos, claro está, a la senda de la conversión. Bush es hombre religioso, al parecer uno de esos reborn Christians («cristianos renacidos») tan característicos de la espiritualidad evangélica americana: gentes que, tras una juventud entregada a la crápula, abrazan la fe de modo acérrimo, casi militar; tan acérrimo y militar que, con frecuencia, esa fe acaba convirtiéndose en coartada de fanatismos de índole ideológica, disfrazados con la piel de cordero de la religiosidad.

Se rumorea que Bush podría haber descubierto «esa Belleza tan antigua y tan nueva» de la que nos habla San Agustín, que es la dulce Belleza de la fe católica; y que podría estar empezando a amarla. Bush, el hombre que en su día lanzó la ofensiva militar contra Irak contraviniendo la doctrina de la Iglesia, es también el hombre que durante el tiempo que ha durado su mandato ha mostrado un especial empeño en la protección de la vida gestante.

Un hombre, pues, lleno de contradicciones, que tal vez descubra que la senda por la que podría estarse internando es la única que conduce a la verdadera coherencia vital; también la única que lava los pecados. Los de Bush son, sin duda, muchos; pero ese anciano vestido de blanco con el que ha paseado por los jardines vaticanos, depositario de la milenaria Belleza de la fe, puede perdonárselos todos. Porque lo que él desata en la tierra queda desatado en el cielo.

http://www.juanmanueldeprada.com/

ABC (España)

 


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