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14/01/2008 | Civilizaciones: Diálogo en la inopia

Jon Juaristi

En el XIX se soñaba en una Alianza de Naciones que terminaría para siempre con las guerras: «la liga o alianza de naciones, eso es lo que veremos», cantaba el bardo vascongado José María de Iparraguirre en las postrimerías de la segunda guerra carlista.

 

La Sociedad de Naciones, creada en junio de 1919, no impidió una nueva guerra mundial y sus pretensiones de arbitraje naufragaron en el marasmo de las movilizaciones totalitarias. En octubre de 1945, la ONU sucedió a la inoperante Sociedad de Naciones, inspirada en ilusiones análogas a las que presidieron la fundación de ésta. Su ejecutoria no ha sido muy brillante, pero ha tenido un mérito indiscutible: perdurar. Y aunque no ha evitado conflictos armados ni matanzas de poblaciones civiles (en Bosnia y en Ruanda los cascos azules ni siquiera se interpusieron entre verdugos y víctimas), quizá todo habría sido mucho peor de no haber existido dicha organización. La ONU es lo más lejos que ha llegado la humanidad, en materia de diálogo y cooperación internacional. No es como para estar muy orgullosos, pero no cabe esperar más. Las naciones-estado son entidades políticas reconocibles, mejor o peor representadas por gobiernos democráticos o dictatoriales que pueden dialogar entre sí para colaborar en determinados ámbitos o dirimir conflictos. Las civilizaciones no son entes de ficción. Ahora bien, resultan difíciles de definir y no tienen gobiernos que las representen, como las naciones.

En la idea de la Alianza de Civilizaciones subyace la incomprensión de una metáfora. «Nosotras, las civilizaciones, sabemos que somos mortales», afirmó Paul Valéry. Sin embargo, Valéry no era una civilización: era un poeta de radiantes metáforas que no conviene tomar al pie de la letra. Nadie puede hablar en nombre de una civilización ni, mucho menos, en nombre de todas. Dentro de algunos años no se dudará de que el «choque de civilizaciones» de Huntington era una metáfora tan falta de fundamento empírico como otras del mismo tipo que le precedieron -«lucha de clases» o «lucha de razas», por ejemplo-, aunque todas ellas se refieran a fenómenos que tienen alguna relación con lo que los hombres creen.

En la Europa del siglo XVIII se creía en la existencia de razas estables, perfectamente definidas por características físicas y disposiciones morales e intelectuales, destinadas, en función de las mismas, a mandar o a obedecer. El imperialismo y la trata de negros encontraron su justificación en esta creencia que hoy nos parece aberrante y absurda. En el XIX, Marx introdujo la noción de clase, que tomó de los historiadores franceses y definió de nuevo a partir de categorías de la economía política. Aunque llevó su tiempo vulgarizarla, buena parte de la humanidad creyó, durante el siglo pasado, pertenecer a alguna clase enfrentada a muerte con otra que la explotaba y la sometía a una opresión intolerable. Hoy ni los sindicatos que fueron de inspiración marxista mantienen la retórica de sus fundadores. Hablan de trabajadores y patronal, no de clase obrera y burguesía. Algo semejante ocurrirá en un futuro con las civilizaciones de las que creemos formar parte.

De Braudel a Huntington

Hace medio siglo, Fernand Braudel emprendió la más seria tentativa de definir y clasificar las civilizaciones actuales que se haya propuesto hasta la fecha (la de Huntington se apoya en datos más recientes, pero es menos rigurosa). Para Braudel, las civilizaciones son muchas cosas a la vez: espacios, temporalidades de larga duración, economías, mentalidades. Los años transcurridos desde la publicación de su ensayo obligan a revisar sus certezas de entonces, que eran pocas y cautas, y, a pesar de ello, no inmunes al paso del tiempo. Hoy sería imposible confinar las civilizaciones en geografías bien delimitadas: no sólo las fronteras civilizatorias son cada día más borrosas, sino, además, las migraciones incontenibles han creado diásporas que entonces habrían parecido poco verosímiles.

Braudel escribió «Las civilizaciones actuales» poco después de la independencia de Argelia, cuando el desplome de los imperios coloniales hacía presagiar una generalización de la forma política de la nación-estado. El mundo del futuro estaría formado por naciones cohesionadas, con culturas transaccionales, resultado de la síntesis del legado de las antiguas metrópolis y las culturas autóctonas. Sin embargo, la mayoría de los nuevos Estados surgidos de la emancipación colonial fracasó en su intento de consolidarse sobre pactos estrictamente nacionales y se sumió en el caos de las guerras interétnicas, cuya consecuencia no fue el estancamiento, sino la destrucción de las economías tradicionales y poscoloniales. Un inmenso flujo de inmigrantes de estos países ha ido llegando desde entonces a las naciones más prósperas (Europa occidental, América del Norte, Malasia, Australia, Sudáfrica, etc.), y a él se sumaron, en el último cuarto del siglo pasado, los que huían de la miseria y de las persecuciones políticas en Latinoamérica y los países ex comunistas de Europa del Este. La imagen que más conviene a las civilizaciones no es ya la de un espacio compacto, sino la de una red. Tampoco puede hablarse, a estas alturas, de las civilizaciones como economías.

La globalización ha abolido los marcos económicos tradicionales, imponiendo una nueva división mundial del trabajo que no tiene en cuenta destrezas ni hábitos transmitidos de generación en generación. Sólo cabría hablar de civilizaciones como mentalidades, pero éste es un concepto muy amplio donde caben prejuicios, mitos, utopías, estereotipos, creencias, etc. Huntington optó por dar un papel preponderante a las religiones, y es, efectivamente, en torno a las religiones donde hoy discurren los debates sobre choque, diálogo o alianza de civilizaciones, estimulados, sin duda, por la irrupción del terrorismo islámico en la historia mundial desde comienzos de la década de los noventa.

Islam, civilización y religión

Es cierto que, en el caso del Islam, civilización y religión coinciden casi por entero, pero tendríamos que retroceder hasta las sociedades de la Antigüedad para encontrar un caso tan extremo de impregnación religiosa de la cultura. No sucedió lo mismo, ni siquiera en la Edad Media, en las sociedades cristianas, donde poder religioso y poder político han coexistido en medio de una perpetua tensión y donde las esferas científica y artística han pugnado con éxito por emanciparse de la autoridad de las iglesias. Esta diferencia, como ha observado Elie Barnavi en su último libro -Religiones asesinas (Turner)-, invalida el «diálogo de civilizaciones» bajo la especie de «diálogo interconfesional» como instrumento para forjar cualquier «alianza de civilizaciones». Conviene recordar que el «diálogo de civilizaciones» fue una propuesta inicial del anterior presidente de la República Islámica de Irán, lo que resulta bastante coherente, porque el clero y las autoridades religiosas de los países islámicos -y más cuando son a la vez autoridades políticas- se consideran representativas de la totalidad de sus poblaciones. Nada semejante ocurre en los países de tradición cristiana, donde las autoridades religiosas carecen de poder efectivo fuera del ámbito de las iglesias respectivas.

¿Beckham, Sarkozy, el Papa?

¿Quién representa a las «civilizaciones»? ¿Los líderes políticos, los intelectuales, los artistas, los deportistas? La cuestión no tiene respuesta posible, porque todos y nadie las representan. El Papa, Sarkozy, Beckham, García Márquez son más o menos representativos de la civilización «cristiana», pero carecen de toda autoridad para hablar en nombre de la misma. El Papa, lógicamente, puede representar a la Iglesia católica en un diálogo entre distintas confesiones; no así a la civilización «cristiana» como una totalidad (por otra parte, inaprensible).

Las civilizaciones no dialogan. Probablemente, tampoco chocan. Lo que vemos son conflictos cuyas causas se relacionan con las religiones. Ahora bien, éstos no se resuelven con alianzas entre civilizaciones. Ni siquiera con diálogos interconfesionales. Animado, sin duda, por una encomiable voluntad de tender puentes entre cristianismo e islam, Benedicto XVI planteó en su discurso magistral de la universidad de Ratisbona las que, a su juicio, eran discrepancias fundamentales acerca de la concepción de Dios en ambas religiones. Si hubiera tenido enfrente una personalidad comparable a la suya, quizá su lección universitaria habría servido de acicate para un auténtico diálogo. Se encontró, por el contrario, con un aluvión de insultos y amenazas procedentes de un medio religioso extremadamente sectario y suspicaz.

El problema de la comparabilidad es clave, y los relativistas que creen que todas las culturas son igualmente buenas y válidas (y, por tanto, comparables) se acaban estrellando, más temprano que tarde, contra la evidencia de lo contrario. El antropólogo mejicano Roger Bartra, siguiendo a Ernest Gellner, el gran estudioso de los nacionalismos, ha resumido perfectamente la aporía del modelo relativista al señalar que «para que este modelo funcione bien, se requieren dos condiciones, por lo menos: primera, que todas las culturas sean internamente relativistas, igualitarias y tolerantes; segunda, que los linderos entre cada cultura sean identificables y estables, hasta cierto punto. Nada de esto parece ocurrir en este mundo y no es pertinente suponer que esto sucederá en los años venideros» (Territorios del terror y la otredad, editorial Pre-Textos).

Antes de auspiciar iniciativas de diálogos y ulteriores alianzas, hay que saber con más o menos claridad qué se tiene delante, y Rodríguez Zapatero, que ni se lo olió en el caso de ETA, parece el menos indicado para iniciar procesos de paz globales.

Nuestro despiste

A veces, la conjunción de buenismo y despiste resulta enternecedora. Uno de los actuales responsables del Ministerio de Exteriores, al que tengo por una bellísima persona, trataba de convencerme de su voluntad de entendimiento con Israel, recitándome la lista de todos los rabinos que había tratado. Nada tengo que objetar a las excelentes intenciones de Bernardino León, pero, si se trata de mejorar las relaciones entre el gobierno de España e Israel, que no han sido lo que se dice óptimas en los últimos años, yo me olvidaría de los rabinos. Menos pretensiones de arreglar el mundo y un poco más de pragmatismo en política exterior. Eso habría hecho falta.

ABC (España)

 



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fecha
Título
07/05/2006|

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