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02/10/2009 | Latinoamérica, latinoamérica

Álvaro Enrigue

Todo el mundo sabe que los siglos nunca empiezan realmente en un año con doble cero: el XXI se veía venir tan próspero e inocuo que en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2000, la gente se dio el lujo de votar por el candidato que le parecía más jocoso —G. W. Bush—, hasta que los nuevos tiempos mostraron sus colmillos el 11 de septiembre del año 01, con el bombardeo de las torres gemelas y el Pentágono.

 

Y tal vez ese despertar sombrío no haya sido más que un coletazo del siglo anterior —tan caracterizado por la violencia fundamentalista de los Estados nacionales— y el XXI no haya iniciado en realidad hasta 2008 y la vuelta copernicana que supusieron la casi simultánea derrota de la economía especulativa desregulada de Wall Street y la llegada al poder del primer presidente negro en Estados Unidos: nada menos vigesémico.

Escribo este artículo desde la ciudad de Guanajuato, en la que atiendo a un encuentro de historiadores, escritores y políticos venidos de toda Hispanoamérica con el objeto de sintonizar en territorios más o menos comunes las fiestas y fastos de los bicentenarios que ya se nos vienen encima. Mientras van y vienen las ponencias sobre el clima intelectual latinoamericano de hace 200 años, me pregunto si de verdad deberíamos celebrar el surgimiento de las naciones hispanoamericanas en un año 10.

¿Cuándo empieza Latinoamérica? El simposio al que atiendo enmarca esta pregunta, de una manera laxa y dispuesta más bien a la crítica, en torno a una teoría propuesta por la profesora Doris Sommer: la identidad de los países de la región fue construida en novelas de amor escritas durante el siglo XIX, en cuyas tramas fue un tópico común que los distintos componentes de las sociedades hispanoamericanas, opuestos durante el periodo colonial posterior a las reformas borbónicas, se reconciliaran en la alcoba. La novela ejemplar en ese sentido de la literatura mexicana sería Clemencia, de Altamirano, en la que lo que no puede la política —sumar las voluntades de liberales y conservadores en el periodo juarista— lo consigue la pasión de amor. La profesora Sommer ha llamado a este tipo de relatos “romances fundacionales”.

Es incuestionable que las independencias de la América Hispana comenzaron en 1810, con la rebelión de las colonias contra la deposición del rey de España por los ejércitos napoleónicos. Sin embargo, en el ir y venir de ponencias y conversaciones, pensé que aunque está muy bien que celebremos el año entrante los cumpleaños de los Estados latinoamericanos, debió de ser hace poco más de una cuarentena que debimos haber celebrado el de América Latina, que surgió como una entidad distinta todavía en el siglo XVIII, con el hecho al mismo tiempo tímido y fulgurante que supone la escritura de un libro: la Historia antigua de México, de Clavijero.

Al ser expulsados los jesuitas en 1767, por primera vez una masa crítica de latinoamericanos se juntó en un solo lugar fuera del continente: Roma. Cualquiera que haya vivido fuera de casa durante una suma de años —y hasta meses— sabrá que lo que nos distingue de todos los demás grupos con identidad compartida es que sólo existimos fuera de casa. En México, Venezuela o Chile, los mexicanos somos mexicanos y en Estados Unidos o Europa, latinoamericanos. Fue ahí, en Roma, que por primera vez intelectuales extraídos de todo el continente tuvieron que reconciliar hablas locales y cocinas apenas emparentadas; ahí compartieron lecturas y ahí les dio por escribir, siguiendo el ejemplo de Clavijero, las historias de las regiones de las que venían y que recordaban con intensa nostalgia; fue ahí donde se empezaron a escribir libros propios de la Ilustración en los que se reseñaba de manera más o menos científica la historia y geografía de los reinos y capitanías que después serían repúblicas y, sobre todo, fue ahí donde se concibió la idea de que América Latina, más que cualquier otra cosa, es una gigantesca ecología.

El Universal (Mexico)

 


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