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26/09/2005 | Abbas fracasa en contener la violencia en Palestina

Sarah Honig

"Hassán Bek no era una mezquita antigua, ni siquiera un edificio árabe. En total, tenía 31 años cuando aterrorizaba Tel Aviv. Era el proyecto de autoglorificación del gobernador militar turco de Jaffa en los albores de la Primera Guerra Mundial, cuando los otomanos estaban a punto de perder su destacamento local".

 

Uno de los recuerdos más traumáticos de mi madre como mujer joven fue el de la tarde de principios de 1948 en la que tuvo un fuerte dolor de muelas. Decidió, sin importar las consecuencias, aventurase desde casa (Rehov Aharonson nº 7, en Tel Aviv) hasta su dentista, el Dr. Ben-Atar, en la calle Tchernichowsky. No era una decisión prosaica.

Significaba literalmente jugarse la vida.

En aquellos días, cruzar la calle hasta el ultramarinos de la esquina suponía un riesgo mortal.

Francotiradores árabes, apostados en el minarete de la Mezquita Hassán Bek, que montaba a horcajadas la línea fronteriza Tel Aviv (judía) - Jaffa (árabe), apuntaban en los transeúntes de cualquier edad – desde ancianas hasta bebés en sus carritos. Cualquiera que se moviera en las calles de Tel Aviv – que se extendían debajo – era vulnerable. Todo lo que importaba a los francotiradores profesionales era que sus víctimas aleatorias fueron judíos. No veían nada inconveniente en disparar aleatoriamente a inocentes desde una presunta casa de oración.

Hassán Bek no era una mezquita antigua, ni siquiera un edificio árabe. En total, tenía 31 años cuando aterrorizaba Tel Aviv. Era el proyecto de autoglorificación del gobernador militar turco de Jaffa en los albores de la Primera Guerra Mundial, cuando los otomanos estaban a punto de perder su destacamento local. Codició materiales de construcción del vibrante Tel Aviv, los confiscó y después forzó a los albañiles a levantar la mezquita que bautizó en honor a sí mismo.

Hasta que Jaffa fue derrotada, un día antes de que se declarase la independencia de Israel a escasa distancia, Hassán Bek sólo era destacada como fuente de fuego letal, el lugar desde el que la Muerte podía de pronto llegar a cualquiera, en cualquier momento.

Pero aún así pocos conocen hoy su sangriento pasado. Las engañosas narraciones árabes omiten cualquier mención de las décadas de incesante terror de Jaffa contra el vecino Tel Aviv. La sabiduría de la propaganda es más eficaz al pintar la imagen de Jaffa como paraíso perdido, y a montones de habitantes como pacifistas expulsados sin culpa, brutalmente desposeídos por opresores invasores extranjeros, que les exiliaron a Gaza.

LO MÁS PROBABLE ES QUE parte de la progenie de los francotiradores de Jaffa estuviera esta semana en los tejados de las sinagogas abandonadas de Gush Katif y les prendieran fuego.

Su salvajismo estaba dado por sentado, por no decir comprendido en la práctica o condonado en el extranjero. El portavoz del Departamento de Estado acusaba a Israel – no a las histéricas multitudes árabes agitándose – de la culpabilidad del saqueo y el incendio.

Israel no debía haber dejado nada atrás para provocar a los bárbaros y desconcertar a sus líderes.

El postulado subyacente es que las reliquias judías son ofensivas, insufribles y merecen ser limpiadas de la memoria. Nunca se pregunta porqué el comportamiento sin civilizar por parte de los árabes tiene que tolerarse, porqué no deben ser sujetos a los mismos estándares de decencia básica y respeto que tan vehementemente se exige a todos los demás.

El rais de la AP, Mahmoud Abbás, explicaba que las sinagogas no merecen de todos modos protección, dado que no son antiguas, y por lo tanto no son santas. Además, dado que sus artículos religiosos habían sido retirados, no eran sino estructuras vacías, atestiguando la presencia israelí previa, residuos indicadores todos que deben limpiarse. Esto no sorprendió a Washington como profundamente perturbador.

Pero entonces, una vez más, nunca hay ultraje norteamericano cuando los enclaves judíos sagrados son violados. Más recientemente sucedía en el Monte del Templo, con la destrucción desenfrenada y flagrante de antigüedades del valor incalculable. Notablemente, la ilustrada opinión internacional mantuvo su compostura.

Tal indiferencia tiene un largo historial de deshonor. Cuando la Legión Jordana ocupaba Jerusalén este y expulsaba a su antigua comunidad judía, el mundo permaneció inmóvil (tres años después del Holocausto). No se le podía molestar (menos de una década después de Kristallnacht) cuando los jordanos (alias palestinos) destruían nada menos que 58 sinagogas de la Ciudad Vieja de Jerusalén, incluyendo las famosas sinagogas de Tiferet Yisrael y del Rabino Yehuda Hahasid. Los escombros de algunas sinagogas fueron convertidos en establos de burros, de vacas y aseos públicos.

Ni siquiera se podía dejar descansar a los muertos. No menos del 75% de las lápidas del Cementerio del Monte de los Olivos fueron arrancadas. Algunas fueron utilizadas para pavimentar los caminos hasta las letrinas del ejército jordano, o para construir urinarios cerca del Muro Occidental. Éstos no fueron saqueos de guerra, sino abuso deliberado encaminado a degradar. Lápidas en orinales no es vandalismo. Es odio desenfrenado.

La Ciudad Vieja de Jerusalén cayó en manos (relativamente moderadas) Hashemitas dos semanas después de que Jaffa se entregara al ejército. Mientras las arcaicas sinagogas y cementerios de Jerusalén eran expoliados y profanados, Hassán Bek – tan vacía y joven como las sinagogas de Gush Katif – sobrevivían sin un rasguño, aunque si alguna vez ha habido motivos para emplear furia sobre un enclave infame, ahora era el momento.

Sin embargo, lo peor que sufrió la destacada mezquita de la muerte fue la negligencia israelí. Tanto es así que en 1983, el una vez temido minarete se vino abajo durante una tormenta. Podría haber sido abandonado como decreto natural, quizá como señal del descontento de arriba. En lugar de eso, siempre políticamente correcto, Israel permitió que el dinero saudí renovara y expandiera Hassán Bek hasta lo nunca visto. Se levanta significativamente más allá de la escala de santificación musulmana.

Cuando quiera que mi difunta madre se topaba por casualidad con la resplandeciente y reformada mezquita, recordaba inevitablemente a su casero, el señor Braun, que se le echó encima cuando estaba a punto de salir a esquivar los disparos camino del dentista.

De pie en el umbral, la amonestó severamente por la locura de sus salidas al exterior. Justo entonces, una bala silbó y él cayó muerto a sus pies.

Sarah Honig es periodista y columnista del Jerusalem Post.

Diario Exterior (España)

 



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12/01/2006|

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