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15/11/2010 | El valor del G-20

Jean-Marie Colombani

Jacques Attali llama al G-20 el G "vano". Un juego de palabras en francés para dar a entender que este agrupamiento mundial no sirve para nada. O casi nada. Esto es falso. A condición de que no tomemos el G-20 por lo que nunca podrá ser: un Gobierno mundial.

 

En cambio, es una instancia decisiva y valiosa en los tiempos que corren. En este vasto zafarrancho planetario en el que vemos rediseñarse el puesto relativo de cada uno de nuestros grandes conjuntos, nuestra obsesión debe ser que la negociación permanente, en un mundo realmente multipolar, prevalezca siempre sobre la confrontación. Ahora bien, esta última está efectivamente a nuestras puertas bajo la forma de guerra de divisas.

Los detractores del G-20 evocan también la realidad del G-2, un duopolio que se está poniendo en marcha entre EE UU y China. En tal caso, el G-20 no sería sino un simulacro del G-2. Esto es verdadero y falso a la vez. Sí, del diálogo entre dos países con unas economías tan estrechamente ligadas (China, con sus dos billones y medio de dólares de reserva, puede decretar el fin del reinado del billete verde) depende en parte el crecimiento del mundo; pero ¿quién no ve aumentar las ocasiones de conflicto entre ambos? La partida puede estar por tanto mucho más abierta. Así, hemos visto a Francia y a China haciendo causa común para pedir una profunda reforma del sistema monetario internacional; a EE UU, sin otro aliado que India, un apoyo a la puesta en marcha de la "plancha de billetes"; a Alemania denunciando a EE UU por los riesgos que hace correr a Europa, y a China, por el peligro que representa la cotización del yuan para el mundo.

Desde este punto de vista, la recién clausurada cumbre de Seúl representa un paso en la dirección adecuada; pequeño, en efecto, pero un paso al fin y al cabo. La declaración final rechaza las políticas de devaluación competitiva y fija como objetivo la reducción de los desequilibrios planetarios entre los que exportan y los que viven de sus déficits; entre los que cuentan con demasiado ahorro y los que consumen a crédito. El consenso de Seúl está claro: a medio plazo, la economía mundial no podrá soportar los desequilibrios actuales. Pero no se ha definido ningún marco cuantificable ni restrictivo. Y la definición de objetivos cuantificables ha sido aplazada un año. Como siempre con el G-20, el seguir o no estas recomendaciones depende de la buena voluntad de cada uno. Para Barack Obama, que reclamaba en solitario una limitación en porcentaje del producto interior de los excedentes y de los déficits, el acuerdo de Seúl no es menos "significativo".

Tenemos que recordar que, hasta ahora, el G-20 había aportado dos cosas esenciales. Primero, la ampliación, ya que pasó del G-7 a un grupo que deja todo su espacio a los países emergentes, esencialmente Brasil, India y China, pero también Indonesia y Sudáfrica. Es una evolución saludable cuyas consecuencias han vuelto a verse en la cumbre de Seúl con la reforma del FMI, cuyo capital -significativamente aumentado- y derechos de voto están ahora reequilibrados. Segundo, la crisis. Ante la urgencia de evitar un cataclismo mundial, los responsables del G-20 supieron adoptar resoluciones para salir adelante. La dificultad es que, una vez alejada la amenaza inmediata, los intereses nacionales vuelven a prevalecer. Y el principio de homogeneidad ha cedido terreno a la mayor heterogeneidad. Los desequilibrios entre países emergentes, con fuerte crecimiento, y países desarrollados, con crecimiento débil y una tasa de paro descabellada, son conocidos. Pero también, y sobre todo, entre países importadores y exportadores con unos déficits exteriores demasiado fuertes.

China ha sido señalada con el dedo, ya que su moneda, el yuan, está notablemente infravalorada, lo que frena la apertura de su mercado a los norteamericanos y, sobre todo, a los europeos. Pero la relación de fuerzas se ha invertido drásticamente para llegar, en Seúl, a una cumbre en la que EE UU estaba aislado. Y en la que era a este país a quien señalaban con el dedo, en vez de a China. Detrás de este vuelco está la decisión de la reserva federal de inyectar un máximo de 600.000 millones de dólares para devolver la energía a un crecimiento que, en EE UU, es aún demasiado débil como para invertir la curva del paro. Esta decisión ha sido brutal para Europa, China, Brasil y Japón. En resumen, para todos aquellos que ven perfilarse la bajada del dólar como consecuencia de esta decisión.

Así pues, en vísperas de Seúl, la tensión suscitada por EE UU hacía olvidar las dificultades originadas por la infravaloración del yuan. Las conversaciones han permitido relajar la tensión. Pero ¿qué ocurrirá en realidad? Nadie lo sabe. En cambio, lo que sabemos es que una guerra de divisas significa, acto seguido, una guerra comercial y el regreso del proteccionismo. Seguramente, Seúl ha permitido un momentáneo regreso de la calma, pero la situación sigue siendo imprevisible y altamente peligrosa.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

El Pais (Es) (España)

 



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