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07/02/2006 | Putin: Siete años en el Kremlin

Olga Krishtanovskaya

Cuando Vladímir Putin llegó al poder en 1999, convirtiéndose en el sucesor oficial del presidente Yeltsin, sólo tenía a su favor una pequeña experiencia de gestión, una sonrisa tímida y la habilidad de gustar a las damas de edad.

 

Pero anteriormente había sido espía y ahora comprendía que el destino lo llamaba a servir a Rusia. Estaba preparado. Trajo a Moscú a sus amigos, a quienes en los primeros cuatro años puso en puestos clave. En esos años trajo a tantos de "sus chicos" desde San Petersburgo que éstos pasaron a ser el 22% del establishment político. Uno de cada cuatro de los representantes del poder tenía ahora grado militar.

Los amigos de Putin poseían una experiencia de gestión aún más humilde que su patrón. Pero tenían cualidades indiscutibles. Eran correligionarios. Y tenían su ideología. Mientras toda la sociedad de Rusia febrilmente saltaba desde el comunismo ortodoxo al liberalismo radical, el equipo de Putin era una isla de estabilidad y seguridad. Ellos no cambiaban sus convicciones. Ellos permanecían fieles a los valores de la hermandad de chekistas, agentes de los servicios secretos.

Los postulados de la ideología en la que fueron educados Putin y sus amigos eran sencillos. Les enseñaron a servir a su Estado, que los defendía de todas las posibles desgracias. Ellos recordaban cuán fuerte era el KGB en la Unión Soviética. Recordaban también cómo temían a la URSS en todo el mundo. Sabían que respetan sólo a quienes temen. Por eso, la primera ley de Putin dice: 'Un buen Estado es un Estado fuerte'.

Les enseñaban que la fuerza del Estado consiste en el control. Por eso, el KGB enviaba a sus agentes a todas partes. Se infiltraban en las colectividades laborales, en las organizaciones sociales; por doquier, el Estado tenía sus oídos y ojos. Putin entendió que, si no sabes lo que sucede en tu país, ¿cómo entonces lo puedes dirigir? De esto se desprende la segunda ley de Putin: 'Un Estado fuerte lo controla todo'.

La esencia del trabajo operativo de los servicios secretos consiste en obtener información y reclutar agentes. Para manipular a las personas, hay que aprender la ciencia de gustar y predisponer a tu favor, trabajando bajo una identidad falsa. Por eso, la tercera ley de Putin exige: 'Ponte una máscara y esconde tus intenciones'.

Los chekistas, así como también todos los militares, antes de comenzar un trabajo, deben determinar exactamente quiénes son sus enemigos. Porque si no hay enemigos, ni los militares ni los chekistas son necesarios. La cuarta ley de Putin establece: 'Desde el mismo comienzo descubre a tus enemigos'.

Las actividades de todo servicio secreto presuponen la violación de las leyes. El espía es un simple ladrón, pero roba en nombre y por encargo de su Estado. El Estado le ordena al espía: "¡Roba!", y él roba secretos; le ordena: "¡Mata!", y él se infiltra en el campamento enemigo y elimina a sus enemigos. La quinta ley de Putin: 'Tu defensa no es la ley, sino el Estado'.

Por último, su trabajo, que permite en nombre del Estado violar las leyes y envuelve en una atmósfera de secretismo todas sus actividades, hizo nacer una alianza más fuerte que los lazos familiares. Es una unión de correligionarios, un club de ayuda mutua, una hermandad de chekistas. En el año 2001, Putin públicamente formuló su sexta ley: 'Entre los chekistas no hay ex'.

Al llegar al poder, el equipo de Putin comenzó a actuar partiendo de su visión del mundo. Todas sus actividades estaban iluminadas por el principal objetivo: restablecer la grandeza del Estado ruso.

Con una tímida sonrisa y agradables palabras de democracia en los labios, Putin comenzó el duro trabajo de limpiar los establos de Augías. Bajo Yeltsin, el principio de mando único fue infringido y surgieron centros independientes de poder: el Parlamento, los grandes empresarios, la élite regional, los medios de comunicación. Había que terminar con esta situación, ponerlos bajo su control. El pluralismo era visto por el equipo de Putin como un caos al que había que poner fin. En verano de 2000, al comienzo de su mandato, Putin privó a los rebeldes gobernadores de su poder: los expulsó de la Cámara alta del Parlamento y puso por encima de ellos a sus representantes plenipotenciarios, en su mayoría, militares. Los gobernadores se quejan entre dientes, pero se someten. Tres años más tarde termina con las elecciones directas de los gobernadores.

Putin fortalece el "partido del poder", y Rusia Unida, bajo las banderas del presidente, obtiene los dos tercios de los escaños en el Parlamento. Ahora, el presidente no discute con su Duma estatal, sino que colabora. Ella se convierte en una de las principales palancas de la política que aplica.

La política hacia los medios de comunicación es igual de resuelta. Las televisiones son tomadas bajo el control del Estado y sus antiguos dueños huyen al extranjero, salvándose de persecuciones judiciales. En la televisión se impone una censura encubierta. A los periódicos se les deja cierta libertad, manteniéndolos como válvula de escape del descontento social.

Putin actúa de manera planificada y con claridad de objetivo. A los que no están de acuerdo con la política de las autoridades les abren causas judiciales. A los menores intentos de resistencia se incoan causas criminales. Todos los funcionarios comprenden rápidamente: la era libre de Yeltsin ha terminado.

Los tribunales comienzan a desempeñar un papel importantísimo en la política interior del Kremlin. Se convierten en instrumento, como también las otras instituciones de militares y de orden público, que actúan ahora como un solo organismo bien coordinado que aquí llaman con el término de silovikí (instituciones de fuerza).

Las funciones de cada cual están claramente distribuidas: el Servicio Federal de Seguridad (FSB, según sus siglas rusas) determina al enemigo. La fiscalía incoa una causa criminal contra éste. La policía se ocupa de detenerlo y encarcelarlo. El tribunal pronuncia una sentencia condenatoria (nótese que más del 90% de los veredictos en Rusia son condenatorios).

En cualquier punto del proceso, la causa puede ser suspendida si el rebelde entra en razón y pide clemencia. La memoria genética de los rusos sobre el gulag , los fríos siberianos y las torturas ponen a cada sospechoso manso como una seda.

El mayor problema del poder eran los grandes empresarios. Los funcionarios sobornables no podían resistir ante los gruesos paquetes de dólares y cesaban la persecución. Los empresarios se veían en Rusia por encima de la ley hasta el caso de Yukos. El Kremlin tenía que mostrar quién mandaba en casa. El proceso ejemplificador contra Jodorkovski fue realizado en las mejores tradiciones de la época estaliniana. Y el mundo de los negocios no se levantó en su defensa, prefirió ponerse de acuerdo con el poder en lugar de arriesgarse.

La corrupción, cuya principal causa es la falta de libertad del tribunal, comenzó a aumentar. ¡Paga o te verás en la cárcel! Así entendieron las nuevas reglas de juego los empresarios.

Parecía que todos los enemigos internos habían sido vencidos. Pero el FSB trajo una nueva noticia: las organizaciones no gubernamentales son financiadas desde el extranjero. Sus patrocinadores son las fuerzas occidentales que quieren minar la estabilidad y la seguridad del país. Ellos, con ayuda de las ONG, preparan una nueva revolución naranja, esta vez en Rusia. Esto es algo que no podían permitir de ninguna manera.

Los silovikí recibieron la tarea de estudiar los posibles canales por los que podía entrar la amenaza naranja en Rusia. Se eligieron tres direcciones de acciones preventivas:

1. Fortalecer las mismas instituciones de fuerza, aumentar sus presupuestos.

2. Crear, a iniciativa del Kremlin, organizaciones sociopolíticas que imitasen los ánimos opositores; son necesarias para reunir en torno a sí a las masas de descontentos y dirigirlos con ayuda de líderes salidos de "entre los suyos".

3. Cortar las fuentes de financiación de las organizaciones con potencial naranja. Para ello se preparó una nueva ley sobre las ONG que les prohibía obtener becas de fundaciones occidentales.

La política exterior de Putin también cambió su curso. Surgió el modelo geopolítico de "paraguas". Su esencia es la siguiente: hay países-paraguas -Rusia, EE UU y la Unión Europea- entre los que se desarrolla una aguda competencia. Esta lucha se arropa con hermosas palabras sobre la democracia y la libertad. Pero de hecho todos aspiran a la hegemonía, a debilitar a los rivales.

Después de la desintegración del "gran paraguas" que era la URSS, algunos países se convirtieron en "traidores" y se pasaron al campo enemigo. Al salir de la influencia de Rusia, se apresuraron a dirigirse hacia la UE y la OTAN. La Rusia de los años noventa, mientras era débil, los dejó libres con facilidad. Pero ahora han llegado tiempos nuevos.

La élite putiniana, que ha restablecido el Estado fuerte, se ha puesto como objetivo devolver a Rusia el estatus de gran potencia. Y una gran potencia, según la lógica de los silovikí, no puede aceptar tranquilamente las humillaciones. Los países bálticos humillaron a Rusia al ingresar en la UE y la OTAN. También la humillaron Georgia y Ucrania, al desear lo mismo. Polonia humilló a Rusia al apoyar a los naranjas. Todos estos países se convirtieron en enemigos del régimen de Putin. Y todos ellos deben ser castigados. Ya que los fuertes no perdonan las ofensas. Así piensan los silovikí. ¿Tiene Rusia un arma con la cual puede castigarlos? ¡Por supuesto! Sus recursos energéticos. Este invierno, Rusia mostró cómo, jugando con los precios del gas, puede obtener fines políticos.

La dura y consecuente política de Putin, que condujo al restablecimiento del Estado autoritario, no despertó indignación, sino el apoyo de los rusos. Cansados de las dificultades y las incomprensibilidades de la democracia, el pueblo respiró aliviado al sentir de nuevo sobre su hombro la paternal mano del amo. El pueblo no sabía cómo vivir en democracia. Pero comprendía cómo vivir en condiciones de autoritarismo. Más aún cuando surgieron muchas cosas nuevas, buenas. En lugar de colas, la abundancia. En lugar de la cortina de acero, la libertad de movimiento. Surgieron elecciones con alternativa. Muchas cosas positivas. Y éstas se relacionaban directamente con nuestro humilde y encantador presidente.

Entre la población rusa está muy extendida la opinión de que el régimen soviético, en general, no era malo. Sólo que había que corregirlo un poco. Y el presidente Putin ha realizado este sueño popular. Devolvió el Estado ruso tradicional, basado en la autocracia, que existía desde hace mil años. Pero lo modernizó. Acabó con la principal debilidad del sistema soviético: la ineficacia de la economía planificada. Hace ya cuatro años que Rusia tiene un crecimiento económico que ronda el 7% anual. El torrente de inversiones extranjeras se hace cada vez más voluminoso. La oposición, que en los primeros años del régimen de Putin parecía tener mucha influencia, se ha roto cual pompa de jabón.

Sí, la modernización autoritaria comenzada por Putin ha triunfado. ¿Pero qué ha traído a los rusos? ¿Estabilidad? ¿Orden? ¿Elevación del nivel de vida? ¿Disminución de los pobres y sin trabajo? Sí. Si antes los soviéticos miraban con envidia la abundancia occidental, ahora los mismos rusos han comenzado a consumir impetuosamente. Los rusos viajan por el mundo descubriendo nuevos modos de vida, nuevas cocinas, nuevas diversiones. La empresa privada se desarrolla y exige perfeccionar la legislación. Necesita un arbitraje normal, jueces independientes. La gente que trabaja en compañías privadas forma la clase media, que paulatinamente adquiere propiedades. Los hijos de los nuevos rusos van a estudiar al extranjero. Ya no son lo que fuimos nosotros, hijos de la URSS, acomplejados y pobres.

Por muy malas que sean las elecciones rusas, la gente elige. Por muy malos que sean nuestros tribunales, recurrimos cada vez más a menudo a ellos para defender nuestros derechos. Por autoritario que sea el Estado ruso, la sociedad, a pesar de todo, camina hacia la democracia.

El Pais (Es) (España)

 


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