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10/02/2006 | ¿Choque de civilizaciones?

Michel Wieviorka

Un puñado de dibujos publicados en un diario danés a principios del otoño del año pasado acaba de incendiar -cuatro meses después- Oriente Medio y desencadenar actos de violencia, así como una cifra impresionante de manifestaciones de protesta.

 

En el seno de los países occidentales, las primeras reflexiones y debates giran en torno a una cuestión elemental, que reviste los rasgos de una contradicción: entre los valores laicos, la herencia de la Ilustración y el derecho a la libre expresión por una parte, y el respeto por lo sagrado, lo religioso (que plausiblemente profanaron las caricaturas en cuestión) por otra parte. Por lo demás, el debate reviste aspectos variables según el contexto de cada país.

En realidad -y desde cualquier prisma desde donde se mire- se trata de un asunto lamentable, de consecuencias desastrosas. Consideremos, en primer lugar, el caso de los países árabes musulmanes, sobre todo aquellos donde suscita las reacciones más violentas -en especial, Siria-, donde priman la falta de democracia, de salidas políticas a las expectativas de la población, sumida ampliamente en la privación o la pobreza; donde, asimismo, la protesta suele ser ahogada en sangre; donde proliferan también las caricaturas cuando de lo que se trata es de dar rienda suelta al odio antisemita: se trata de los lugares donde las movilizaciones a gran escala revisten un carácter más espectacular. Lo cierto es que dan pie a que los dirigentes políticos afiancen su posición e incluso renueven si cabe lazos con su propio pueblo a expensas de Occidente y, si se presenta la ocasión, de los judíos. Añadiré que proporcionan una distracción en relación con circunstancias vitales sociales y políticas insoportables; transforman el déficit social y político en expresión de odio contra Occidente. Tal vez permiten, por ejemplo en el caso concreto de Siria, que sus dirigentes vuelvan a tomar las riendas de su propio país..., como también de Líbano, donde su posición se había debilitado un tanto aunque sólo sea como consecuencia de la investigación sobre el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri. Digamos pues que en esta tesitura la religión -elemento azuzado o exacerbado- no es exactamente el opio del pueblo, sino más bien su bebida alcohólica. Y cabe pensar que si hubiera más democracia en los países mencionados, habría asimismo más capacidad reflexiva, más capacidad para pensar de manera distanciada y objetiva; más sentido del humor, también, y mayor distanciamiento, incluyendo a quienes reaccionan en materia de símbolos religiosos. Pero, por el contrario, presenciamos un fenómeno paradójico: la movilización de gran número de personas y su radicalización extrema ¡precisamente para protestar contra unas caricaturas algunas de las cuales les acusan de ser partidarios de la violencia!Del lado occidental, el panorama no es mucho más alentador. Porque lo cierto es que las caricaturas en cuestión destilan cierto grado de provocación y alusiones vagamente racistas y parecen traducir la idea de que se puede blasfemar en materia religiosa si se trata del islam, es decir, de una religión de minorías que suelen sufrir los efectos de la dominación o la prepotencia social, al menos en Europa. La idea, también, de que dado que el islam está en guerra con Occidente, es legítimo y justo caricaturizarlo. La libertad de expresión, en este caso, se blande por quienes defienden sin matices las caricaturas en cuestión -como un absoluto sobre el que no cabe transigir en ningún caso- sin caer en la cuenta de que se enarbola contra una religión minoritaria, sostenida y apoyada por una población que por lo general suele verse maltratada y ser objeto de actitudes racistas. Los países occidentales -cada cual desde sus propias convicciones y cultura política- disponen de un arsenal jurídico para encarar debidamente, dado el caso, los excesos en los medios de comunicación..., pero se encuentran sin recursos e inermes porque el mismo enfoque es imposible cuando las críticas se expresan en el extranjero. La globalización, en este punto, hace irrisorios los procedimientos y métodos políticos y jurídicos previstos en el marco de los estados nación.

Y así es como un episodio de menor rango -la publicación de unos dibujos de manera un tanto destacada- se convierte en fuente de debates, tensiones, violencias geopolíticas..., incluso en el seno de los distintos países, tanto del mundo musulmán como del occidental. Desde todos los puntos de vista, el asunto viene a subrayar un grandioso déficit del factor político. En los países musulmanes, porque la violencia callejera reemplaza a la democracia; en Occidente, porque no se sabe muy bien qué hacer y se oscila pues entre el rigor y la prudencia. Y todo ello, con carácter general, mientras los sucesos de que somos testigos parecen señalar en dirección a enfrentamientos crecientes.

Estamos lejos de disponer de un arsenal de recursos y procedimientos susceptibles de ayudarnos a contrarrestar tales descarríos. Los países musulmanes no conocen la democracia, que Turquía practica como caso de excepción. Los países occidentales dudan a la hora de institucionalizar aceleradamente al islam en su propio seno; desconfían de las políticas de reconocimiento de las diferencias identitarias y tienden a contraponer los valores universales del derecho y la razón a los particularismos culturales que se expresan en el espacio de la vida pública, en tanto que deberían aprender a conciliar ambas realidades. El conflicto palestinoisraelí, la guerra de Iraq o las tensiones a propósito de Irán y su programa nuclear dan fe de las carencias de las mediaciones políticas supranacionales.

A principios de los años noventa del siglo veinte, mientras la caída de la URSS inauguraba una nueva era planetaria, el politólogo norteamericano Samuel Huntington proponía una visión del mundo que podía parecer a contra corriente. En efecto, allí donde el pensamiento dominante insistía en la globalización económica y desarrollaba la imagen de un capitalismo sin fronteras y de dinámicas económicas sin trabas, allí donde numerosas voces consideraban que íbamos a presenciar la victoria de los mercados y del liberalismo, allí donde también ciertas voces, en la estela de Francis Fukuyama, asociaban esta imagen a la de la diseminación generalizada de la democracia como único futuro posible de una humanidad en adelante fuera de la historia, Huntington, por su parte, se interesaba por la cultura anunciando al hilo de su argumentación un choque de civilizaciones. En la obra en la que desarrolla esta idea (expresada antes en forma de artículo en 1993) alude especialmente al choque entre el islam y Occidente. Los atentados del 11-S del 2001 otorgaron una formidable actualidad a su tesis y la política de George W. Bush pareció darle la razón en numerosas ocasiones. ¿No se ha enzarzado Occidente, bajo el liderazgo de Estados Unidos, en una guerra que se enfrenta un día al terrorismo de Bin Laden, otro el belicismo de Saddam Hussein y, al cabo, el mismo enemigo que mejor parecería definir el término islam?

Lo cierto es que hasta la fecha se han alzado numerosos argumentos frente a esta idea de un choque entre islam y Occidente. El terrorismo de Al Qaeda no es más que una forma de islamismo, especialmente radical, pero el islam suele distanciarse tanto de su violencia como de su concepción del islam. Saddam Hussein fue un dictador laico y no un líder musulmán, y la guerra contra él no constituía un compromiso de las potencias aliadas con Estados Unidos contra el islam. Además, ¿cómo decir de Occidente que choca con el islam siendo así que existen -en el mismo seno de numerosos países occidentales- minorías musulmanas a menudo significativas y que no se reconocen a sí mismas en la imagen de una guerra antioccidental?

Pese a todo, en muchos países occidentales el islam es percibido por sectores amplios de la sociedad como una amenaza -interna y externa-, de manera que la idea de un choque con él funciona en muchos aspectos como una profecía que se autorrealiza, de acuerdo con el famoso teorema del sociólogo W. I. Thomas popularizado por otro sociólogo, Robert Merton, en un artículo sobre la predicción creadora: "Cuando la gente ve ciertas situaciones como reales, son efectivamente reales en sus resultados y consecuencias". Es decir, a fuerza de hablar sobre la cuestión y anunciarla, a fuerza de proceder como si el choque de civilizaciones fuera una realidad bien presente, se hace de él -efectivamente- una realidad. Se dice, por ejemplo, que el islam es incompatible con los valores de las democracias occidentales hasta el punto de que parece que ha de execrarlas e imprecarlas inevitablemente. En cierto modo, el asunto de las caricaturas viene a reforzar esta profecía: si por una parte Occidente no ha sabido gestionar un asunto de rango tan secundario, por otra parte y dejando que se enciendan las multitudes en tierras del islam, sus dirigentes juegan con fuego y podrían acabar dando la razón a Samuel Huntington.

 

M. WIEVIORKA, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París
Traducción: José María Puig de la Bellacasa

La Vanguardia (España)

 


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