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30/05/2012 | México: El PRI cabalga de nuevo

Álvaro Vargas Llosa

Se sabe desde hace mucho tiempo, pero sólo ahora que se va acercando la fecha empiezan (empezamos) los que nos fijamos en estas cosas a asumir la magnitud de lo que está por ocurrir en México. El 1 de julio, dentro de muy pocas semanas, a menos que algo imprevisto ponga los comicios presidenciales patas arriba, el PRI volverá al gobierno de México de la mano de un ex gobernador de 45 años, Enrique Peña Nieto, que promete un "cambio responsable".

 

¿Quién hubiera dicho en 2000, cuando Vicente Fox puso término a la hegemonía del PRI con una impecable victoria electoral que el entonces mandatario Ernesto Zedillo aceptó gallardamente, que este partido retornaría apenas 12 años después con todo el poder posible en democracia: el control de 20 estados, la mayoría de la Cámara de Diputados y la Presidencia de la República? Porque eso, precisamente, es lo que auguran los sondeos desde hace mucho tiempo. El PRI, que gobernó México durante 71 años y simbolizó lo peor de América Latina, volverá a Los Pinos, si todo sale como está previsto, mandatado por los electores.

Sólo el regreso del Partido Comunista en Rusia por la vía electoral podría superar en ironía democrática y en simbolismo histórico semejante cosa (no hace falta añadir las obvias diferencias).

Recuerdo bien el ambiente que reinaba en México en julio de 2000, cuando Fox ganó las elecciones, y en diciembre, cuando asumió el mando. En la toma de posesión, tanto nuestros anfitriones mexicanos como los invitados extranjeros creíamos estar asistiendo al fin del PRI en su expresión tradicional. Nadie pensaba que desaparecería, pero nadie dudaba que, en la etapa democrática y en el mundo global al que México se iba enganchando, ese partido quedaría reducido a proporciones normales y pasaría por un extenso purgatorio del que tardaría varios lustros en salir.

¿Ha cambiado el PRI? ¿Es Peña Nieto un vino viejo en odre nuevo o el producto y el jefe de un nuevo partido?

Es difícil dar respuesta a estas pregunta con certeza. Los mexicanos del PAN, el partido de centro derecha que ha gobernado durante los doce años democráticos, y del PRD, ese desprendimiento del PRI que hoy agrupa, en alianza con otras organizaciones, a la izquierda, están convencidos de que el PRI sigue siendo el PRI. Los independientes expresan una desconfianza semejante cuando se les pregunta su opinión. Y, sin embargo, los electores se inclinan por el regreso del partido que sigue suscitando tanto temor. Los últimos sondeos, según el resumen de Mitofsky, empresa muy respetada, alrededor de 45 por ciento de la intención de voto a Peña Nieto. Esto quiere decir que más de la mitad de los mexicanos no votarán por él, lo cual es congruente con la expresión mayoritaria de rechazo a que me refería. El sistema electoral no prevé una segunda vuelta.

Aun así, la ventaja que lleva Peña es notable. Andrés Manuel López Obrador, el líder de la alianza comandada por el PRD, roza el 24 por ciento, y Josefina Vázquez Motta, la líder del PAN, anda por 22 por ciento. Se puede decir, por tanto, que el candidato presidencial del PRI iguala la suma de sus dos grandes rivales. El esquema de los tres tercios que parecía insinuarse en la política mexicana se ha roto.

Si juzgamos al PRI por sus gobernaciones, el partido no ha cambiado. Sigue siendo esa maquinaria clientelista, parcialmente corrompida, astutamente manipuladora y disimuladamente autoritaria que fue siempre. Esa es la tónica en buena parte de las 20 gobernaciones que controla. Por si hiciera falta un recordatorio, en estos últimos días el ex gobernador de Tamaupilas, el priísta Tomás Yarrington, se ha visto envuelto en un escándalo tras la decisión de las autoridades jurisdiccionales de Estados Unidos de confiscarle propiedades que había adquirido en Texas con dinero obtenido mediante sobornos de narcotraficantes.

Otro escenario donde el PRI ha mostrado sus viejos métodos es el Congreso. Desde hace 15 años, el poder está dividido en ese país gracias a que los electores no han querido dar al Presidente el dominio de la Cámara de Diputados. Ocurrió en la etapa final de Zedillo y, ya en plena democracia, durante los gobiernos de Fox y Felipe Calderón. En estos últimos dos gobiernos no fue posible hacer ninguna reforma importante en gran medida porque el PRI la impidió en el Congreso. En temas como el presupuesto fiscal y el sistema tributario, la legislación laboral y, sobre todo, el petróleo, el PRI frenó toda iniciativa importante impulsada por el gobierno.

También el PRD hizo lo suyo para frenar las iniciativas. Pero del PRD podía, por razones ideológicas, esperarse eso. No, en cambio, de un PRI que había iniciado con Miguel de la Madrid, allá por los años 80´, la apertura económica y que años después, con Zedillo, había llevado la globalización mexicana a niveles significativos. El PRI, si bien había seguido siendo una maquinaria política sofocante y corrupta, había hecho reformas económicas de bastante calado en sus últimos gobiernos. Llegó incluso a permitir, aunque de un modo algo tortuoso, la venta de propiedades comunales agrarias organizadas en torno al famoso “ejido”. Pero, a pesar de estos antecedentes, llevado por su vieja inclinación hegemónica, el PRI prefirió en la etapa democrática sabotear la modernización pendiente de México para frustrar a los gobiernos del PAN y acelerar el retorno al poder.

El lector se preguntará por qué, si esto es así, los electores premian al PRI dándole todo el poder que es posible dar en democracia (al que se suma el de los grandes medios televisivos: Televisa no esconde su apuesta por Peña Nieto). La respuesta a este interrogante es múltiple. La percepción de muchos ciudadanos es que en la primera administración del PAN Vicente Fox no supo negociar con el PRI ni crear un clima nacional favorable a las reformas, y que en la segunda, la de Felipe Calderón, la decisión de declarar la guerra al narcotráfico quitó todo fuelle al gobierno para iniciativas reformistas. Esto último con el agravante de que, 55 mil muertes después, todavía el gobierno mexicano está lejos de derrotar al narcotráfico. A pesar de los reveses sufridos por los carteles y del coraje con que Calderón ha combatido al crimen organizado y a la corrupción, el enemigo sigue vivo y coleando, y las instituciones altamente penetradas por él.

Cansancio, frustración por la falta de reformas, sensación de que si el PRI no gobierna nadie puede hacer cambios, es lo que lleva a un número no mayoritario pero sí suficiente de mexicanos a inclinarse por Peña Nieto. También han jugado un papel, por cierto, los méritos del candidato. Su juventud, su paso relativamente incólume por la gobernación del estado de México, donde viven 15 millones de personas, y su discurso de “cambio responsable” han ayudado a mitigar la desconfianza de un sector de ciudadanos. La imagen de renovación y glamour que proyecta (su esposa es una famosa actriz de telenovelas) han sublimado, si tal cosa es posible, al dinosaurio del PRI a ojos de muchos mexicanos.

En esta tarea han colaborado diligentemente los propios adversarios de Peña Nieto.

En el caso de Josefina Vázquez Motta, que ganó la nominación del PAN a pesar de no ser la candidata preferida de Calderón, el problema ha sido la enorme distancia entre los méritos profesionales de la economista y su impericia política. Una serie de anécdotas ilustran la accidentada campaña de la candidata, desde el hecho de que casi no llegó a la inscripción de su candidatura en el Instituto Federal Electoral por el tráfico vehicular hasta haber tenido que interrumpir un discurso a poco de comenzarlo por no contar con fuerzas físicas para seguir de pie, pasando por el lapsus que la llevó a prometer en un evento que reforzaría el lavado de dinero si llegara a la Presidencia.

En el caso de López Obrador, se trata de otro ejemplar antiguo del bestiario político mexicano: tan fosilizado, que, en comparación con este megaterio, el dinosaurio del PRI se ve joven. El PRD cometió el grave error de optar por el mismo candidato que ya en 2006 había mostrado un perfil muy intolerante al no aceptar su derrota ante Calderón y ofrecer un discurso ideológico más cercano al chavismo que a Lula da Silva. Hubiera debido nominar a Marcelo Ebrard, que como jefe del gobierno de la capital había dado muestras de ser un líder de izquierda moderna con potencial para ampliar la base de su partido.

Todo lo cual nos devuelve a la pregunta de si el PRI seguirá siendo el PRI con Peña Nieto. Es probable que en lo político lo siga siendo, con las limitaciones que la democracia le impone hoy. Pero está menos claro lo que pueda ocurrir en el campo de las reformas. Peña ha hablado de una reforma fiscal y tributaria, una mayor flexibilidad en la legislación laboral y una apertura al capital extranjero en materia energética (lo que requerirá una reforma constitucional para la cual será necesario el voto de dos tercios del Congreso).

Todo esto es lo que el PAN ofreció y no pudo hacer en el gobierno, y que en el “establishment” mexicano, con excepción del PRD, se piensa ahora que es indispensable. Por la ausencia de dichas reformas, la economía mexicana perdió aliento y competitividad en la última década, creciendo a una tasa promedio de 2 por ciento al año, muy por debajo del resto de América Latina. Aunque muchas empresas que se fueron a China están volviendo por el encarecimiento del clima de negocios en ese país y, una vez pasado lo peor de la crisis estadounidense, el contagio negativo del vecino norteño se ha reducido, la percepción es que México no va a crecer si no rompe los nudos gordianos que todavía atan su economía. Ello incluye el viejo tema tabú del petróleo: por culpa del monopolio estatal de PEMEX, la producción de petróleo de México, uno de los diez mayores productores del mundo, ha caído 10 por ciento en los últimos ocho años.

Si Peña gana, tendrá, según las encuestas, mayoría parlamentaria para muchas de esas reformas, con la posible la excepción de la modificación constitucional, que dependerá del (desmemoriado y generoso) respaldo del PAN. Lo que no está claro es que si el propio PRI respaldará a Peña, su líder. El discurso del candidato no ha venido acompañado de muchos apoyos explícitos de peso en el partido. En tiempos del viejo PRI, el Presidente de la República era también el reyezuelo de su partido. En este escenario democrático, no hay garantía alguna de que el PRI -sus congresistas, sus gobernadores, sus corrientes sociales- se alinee con un eventual empeño reformista de Peña.

Mucho dependerá del mandato con que acceda al poder Peña Nieto. En las última semanas sus porcentajes han caído un poco a medida que han sucedido dos cosas (la última encuesta de Mitofsky le daba menos de 40 por ciento aun cuando el resumen de varias le da más). Primero, la irrupción de Gabriel Quadri, un candidato independiente que tuvo un excelente desempeño en el primer debate presidencial y parece haberse granjeado simpatías. Su discurso moderno, más bien liberal y altamente crítico de todos los partidos, ha conseguido cierto eco. No sabemos aún si esto puede traducirse en un surgimiento repentino y desproporcionado, en desmedro de Peña. Lo otro es el crecimiento de López Obrador. Nadie cree seriamente que AMLO puede ganar, pero la erosión paulatina de Josefina Vázquez ha ido concentrando en el candidato del PRD buena parte del voto “anti PRI”. En días recientes ha habido manifestaciones estudiantiles y de activistas que se hacen llamar “los enojados”. También han proliferado campañas contra el candidato favorito en las redes sociales. La más notoria ha sido “Yo soy 132”, una página web en la que 131 estudiantes que habían abucheado a Peña en la Universidad Iberoamericana respondieron a las descalificaciones públicas hechas luego por el candidato.

Todo parece concentrarse por ahora, sin embargo, en el Distrito Federal, que desde hace años es un bastión del PRD. Si bien da la impresión de que esta reacción juvenil contra el PRI ha ayudado a López Obrador ha alcanzar el segundo puesto, no necesariamente tiene una traducción nacional.

Faltan unas seis semanas para las elecciones. Serán una prueba de resistencia para Peña. A estas alturas, las tiene ganadas y sólo una serie de errores graves, o uno de esos “extraños” que hacen a veces los electorados latinoamericanos, como ocurre en el mundo de la hípica, podrían hacer que el pan se le queme en las puertas del horno.

Diario Exterior (España)

 


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