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18/05/2006 | Primavera del 55 en aquella Argentina

Tomás Eloy Martínez

La memoria es arbitraria y ciertos recuerdos suelen desencadenarse porque sí. Una vez que se han instalado en la imaginación ya no quieren moverse y el único modo de librarse de ellos es contándolos. Casi toda escritura nace del tormento de algún recuerdo.

 

El año 1955, en que me tocó servir como soldado obligatorio un oficio que, por fortuna, ya no existe en la Argentina colimba, fue uno de los más caudalosos en golpes militares y acuartelamientos.

Los 50 reclutas de mi batallón pasábamos casi todo el tiempo encerrados en el Comando de la V Región Militar, donde había sólo 12 catres. Dormíamos en el suelo de las oficinas.

Septiembre fue el peor mes. Durante dos días nos ordenaron defender a Perón y al tercero nos pasaron al bando rebelde. No disparamos ni un solo tiro pero regresamos como héroes.

El gobierno de Perón se caía a pedazos desde junio. El 16 de septiembre, por fin, le dieron el golpe de gracia.

Esa noche nos ordenaron subir a un camión y partir con rumbo incierto. Éramos 30 soldados, cinco suboficiales, y llevábamos la consigna de defender al gobierno. Al caer la tarde llegamos a Graneros, en la frontera sur de Tucumán.

El teniente que estaba al mando nos hizo bajar junto a los cañaverales y ordenó que comiéramos unas galletas. Antes de seguir el viaje, uno de los sargentos gritó: "Viva Perón", y el teniente repitió: "Viva", pero en voz baja.

Acampamos a la orilla de unas salinas y, apenas amaneció, salimos a la caza de enemigos. A veces creíamos avistar patrullas que merodeaban por la blancura y nos lanzábamos cuerpo a tierra, al amparo de los camiones militares, acechando sus movimientos. El aire era blanco, quemado por unos puntos blancos que iban y venían como mariposas, y en el horizonte sólo había un resplandor liso y afilado. Tal vez pasaran por allí los enemigos, pero nadie quería acercarse a nadie en aquel infierno sin orillas.

A la noche siguiente, el teniente que nos guiaba oyó unas informaciones por radio e indicó que el batallón completo se pasaba, desde ese momento, al bando rebelde. Nos hizo subir al camión y emprender el regreso.

Una semana después de la caída de Perón, cuando pensábamos que ya todo había terminado, nos ordenaron formar fila en el patio con uniforme de fajina.

Uno de los oficiales ordenó que sacáramos del arsenal el armamento pesado y que nos preparásemos para un enfrentamiento. A mí me habían entrenado como artillero de una ametralladora de agua, que tosía 100 municiones por minuto, pero nunca la habíamos echado a andar.

Cuando supe que debíamos reprimir una manifestación de 2 mil obreros que avanzaban desde los ingenios hacia Tucumán, cantando la marcha peronista, sentí miedo. El odio de unos contra otros era tanto que esta vez, me dije, sólo podía terminar en muerte.

Salimos a eso de las dos de la tarde. Un sol húmedo y vigoroso nos hundía en el cuerpo las municiones y los arneses. Cada uno de los soldados debía de llevar encima 30 o 40 kilos. Estábamos a las órdenes de un capitán de aeronáutica ceñudo, retacón, que nunca se reía.

A las dos y media nos apostamos en un extremo del puente que separaba la ciudad de los ingenios de azúcar, y pusimos vallas en toda la estructura. El río se veía escuálido como siempre, y los ranchos de las orillas parecían vacíos.

Yo apronté mi ametralladora de agua y, al lado, otros artilleros hicieron lo mismo. Detrás, de pie, dos filas de infantes cargaban sus máuseres. Si los manifestantes franqueaban las vallas, teníamos orden de disparar.

"¿Matarlos?", preguntó uno de los reclutas, el zapatero Ruiz.

"Esa es la orden", respondió el capitán. "Si cruzan las vallas, tenemos que matarlos".

El sol subió, entre vahos de humos anaranjados, y el turbio olor de la melaza cayó sobre la tarde. Pasamos media hora en silencio. Las moscas zumbaban y se posaban sobre las armas.

De pronto, los vimos venir. Los 2 mil hombres aparecieron en la otra punta del puente con sus overoles de trabajo y sus alpargatas raídas. Llevaban machetes, palos, lanzas con cuchillos en la punta y, de a ratos, los alzaban en son de amenaza. Cantaban la marcha peronista, como nos habían dicho, pero al entrar en el puente algunos se pusieron a gritar: "¡La vida por Perón!".

El capitán ordenó que preparáramos las armas.

Los manifestantes avanzaron a paso rápido por el puente y antes de que pudiéramos darnos cuenta dejaron atrás las primeras vallas.

"¡Soldados, listos!", gritó el capitán.

En ese momento supe que no sólo yo sino ninguno de los soldados que estaban allí dispararía. Preferíamos ser fusilados antes que convertirnos en ejecutores de una matanza. Yo apunté mi ametralladora de agua hacia el cielo y los demás soldados hicieron lo mismo con sus armas. El capitán nos miró de reojo y tal vez comprendió, pero no hizo ningún gesto.

"Apunten", dijo, y por la mira vimos las nubes pálidas de arriba y las bandadas de pájaros.

Cuando llegaron a la mitad del puente, los manifestantes se abrieron en abanico. Los hombres se situaron en la retaguardia y pusieron delante a las mujeres y a los niños. No dejaban de cantar y gritar. A medida que avanzaban, cantaban con más fuerza. Dentro de poco los tendríamos encima.

El capitán vaciló un instante. Luego subió a un jeep, enarboló su pañuelo blanco y fue al encuentro de la muchedumbre. Lo vimos bajar, hablar con algunos de los obreros y señalar hacia nosotros. No sé qué les diría. Sólo recuerdo que al cabo de un rato la gente guardó los machetes y, dando media vuelta, empezó a desandar su camino.

Nunca volví a saber del capitán. Hacia 1970 echaron abajo el edificio del Comando y construyeron allí una playa de estacionamiento. Muchas veces he vuelto a cruzar el puente sobre el río que separa la ciudad de los ingenios tucumanos sin sentir ningún recuerdo.

Pero la historia siempre ha estado allí, esperando que alguien la contara. Estas líneas son el eco de ese llamado remoto.

Escritor argentino

©The New York Times Syndicate

El Universal (Mexico)

 


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