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30/08/2006 | La nueva Bolivia de Evo Morales

Tomás Eloy Martínez

Hasta hace apenas un par de años era impensable que Bolivia tuviera un presidente indígena. Parecía, además, un país condenado a tener sólo dictadores presidentes efímeros.

 

El último, Carlos Mesa, un periodista de televisión bien intencionado pero sin experiencia, fue arrasado por los vientos de la ira pública en junio de 2005. El anterior, Gonzalo Sánchez de Lozada, del que Mesa había sido vicepresidente, impresionaba como un funcionario prestado por otro país para representar un papel en el que siempre anduvo perdido. Hasta hablaba el castellano con un indómito acento gringo. Pudo gobernar apenas quince meses. A mediados de octubre de 2003, una de las peores revueltas populares en dos décadas dejó una estela de 70 muertos y acabó con su gobierno.

Lo que quedaba no era siquiera un país, sino un espejo roto de fragmentos desiguales. Con caminos y rutas interiores que siempre han sido muy malos, a los bolivianos les costaba entenderse entre sí. Los separaban no sólo los nudos de la geografía sino también la cultura, la lengua, las honduras de la pobreza. A nadie se le habría ocurrido que un pobre entre los pobres podría ser presidente. Tampoco a Evo Morales, que se veía a sí mismo sólo como un dirigente sindical, cuya misión excluyente era defender la cultura de la coca, que en Bolivia es como el pan. En 1995 su nombre empezó a sonar durante la marcha a pie que los campesinos de El Chapare emprendieron durante cuatro semanas hacia La Paz, al grito de ¡Cahuachun Coca! ¡Wañuchun yanquis! (¡Viva la coca! ¡Fuera los yanquis!).

Por venir de donde viene, Evo sigue sin ser tomado en serio por las élites. A comienzos de 2002 fue expulsado del Parlamento, para el que había sido elegido como diputado por Cochabamba con casi el 62 por ciento de los votos. Esa expulsión, que el gobierno de esos años trató de justificar atribuyéndole la muerte de cuatro miembros de las fuerzas de seguridad, fue un exceso tan claro que le permitió a Morales consolidar su partido, el Movimiento al Socialismo, y convertirlo en una fuerza nacional. Perdió por un margen ínfimo en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2002, pero tres años más tarde ganó en la primera sin problemas. Su carrera es tan fulgurante como su fama. Ahora todos se preguntan qué hará con eso.

Ha desconcertado al mundo presentándose en su primera gira oficial vestido con una informalidad que no se habían permitido ni los cubanos. Su pulóver con dibujos andinos le dio una fama equívoca e instantánea tanto en Beijing como en Madrid, donde el Rey, confundido, le regaló una corbata. Esa reivindicación de sus orígenes es quizá un gesto trivial, pero revela que Evo está dispuesto a ser siempre él mismo.

El 1° de mayo cumplió una de sus más importantes promesas presidenciales: nacionalizó el gas y el petróleo, inició una nueva reforma agraria y dio los pasos necesarios para una transformación política que conceda los mismos derechos a todos los bolivianos. Los hidrocarburos, que durante décadas habían sido manejados de una manera u otra por intereses extranjeros, ahora dependerán por completo de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos, una empresa del Estado. Y los precios de exportación se fijarán a valores internacionales, lo que pone fin a la paradoja de que el país más pobre de Sudamérica esté subvencionando los precios de Brasil, que es casi cinco veces más rico.

Esas políticas pueden atribuirse los consejos de uno de sus ministros más talentosos, Andrés Sóliz Rada, un ex senador que trabajó en el diario La Opinión de Buenos Aires durante su exilio en los años 70, para quien está claro que si las nacionalizaciones no producen mejoras más o menos rápidas en la salud, la educación y las condiciones de vida de los campesinos y los mineros, el arduo camino recorrido por Evo habrá sido en vano.

Como sucede con casi todos los gobiernos latinoamericanos surgidos en esta década, la mano larga de Hugo Chávez ha tratado de influir también sobre los asuntos internos de Bolivia. El caudillo venezolano ha intentado sumar a Evo a su retórica antinorteamericana. Es innegable que Evo, al principio, sucumbió a su seducción. Pero hay diferencias profundas entre un presidente y otro. El antiamericanismo de Chávez es, casi siempre, un estrépito vacío, que puede resultar irritante para Washington, pero que en modo alguno afecta los negocios entre los dos países. Chávez sigue cumpliendo religiosamente con la cuota de petróleo que se ha comprometido entregar a los Estados Unidos, y sus 14.000 estaciones de gasolina llamadas Citgo -una subsidiaria de Petróleos de Venezuela- siguen vendiendo combustible barato en las ciudades norteamericanas, desde San Francisco a Newark, en New Jersey.

Además, lo que le importa claramente a Evo es recuperar para Bolivia la decisión sobre sus propios asuntos, que durante años dependieron de la voluntad del Departamento de Estado norteamericano. Hay en él una voluntad de reivindicar la soberanía nacional que merece aun el respeto de sus adversarios. Evo ha crecido desde los sótanos de la sociedad boliviana, y ha llegado a ser quien es por su propio esfuerzo, en elecciones democráticas que nadie discute.

La idea fija de Chávez, en cambio, es la acumulación de poder personal. Ha amenazado con seguir siendo presidente de su país hasta 2030, ya sea por elecciones o por las imposiciones de un referéndum.

Evo Morales, con su modesta chompa andina, está demasiado ocupado por resolver los problemas propios. Se ha mudado a San Jorge, la residencia de los presidentes en La Paz, y allí fija sus primeras audiencias a las cinco de la mañana. Trabaja en gobernar tanto como antes trabajaba en el cultivo de la coca. Todo indica que le interesa Bolivia más de lo que se interesa en sí mismo, pero todavía es temprano para saber si las buenas intenciones le bastarán para hacer historia.

Novelista y periodista argentino. Dirige el programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers. c.2006 Tomás Eloy Martínez.

 

20 minutos (España)

 


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