Es también un signo claro que la tendencia hacia populismos de izquierda en la región no ha calado en todas las latitudes.

Sin duda que en su éxito Uribe le debe mucho a su antecesor, el presidente Andrés Pastrana, ahora embajador de su país en Washington.

Esta observación podrá sorprender, ya que existe una percepción generalizada, especialmente en Colombia, que la gestión de Pastrana fue un fracaso, al entregarle como ejemplo una zona desmilitarizada a la guerrilla y no poder concluir un proceso de paz con ella. Sin embargo, en sus cortos cuatro años Pastrana logró sentar las bases del gobierno de Uribe al desenmascarar la guerrilla, mostrando que ésta no tiene un compromiso real de dejar sus negocios ilícitos como el narcotráfico o el secuestro para incorporarse a la vida política del país y competir por el apoyo ciudadano como fuerza democrática.

Al mismo tiempo, Pastrana logró internacionalizar el conflicto de Colombia, consiguiendo el valioso aporte de Estados Unidos y de Europa en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, como prueba central de la responsabilidad compartida que tienen los grandes países consumidores de drogas con aquellos países que sufren el flagelo de la producción y exportación de substancias ilícitas. Por último, con la ayuda externa Pastrana pudo renovar a las Fuerzas Armadas colombianas, depurándolas de sus vínculos con las autodefensas y fortaleciendo su capacidad profesional, redimensionando a su vez el papel que le corresponde a la policía y a las Fuerzas Armadas en el conflicto interno. Sin estos logros Uribe, al llegar a la presidencia después del fracaso de la negociación con la guerrilla, no habría tenido los elementos como para emprender la tarea de construcción nacional que ha emprendido.

Como bien lo demuestra su reelección, Uribe se ha ganado la confianza de una ciudadanía que ve un progreso importante en temas clave como son el esfuerzo por desmovilizar a los paramilitares, darle un impulso a la economía con un tratado de libre comercio con Estados Unidos, y buscar el fortalecimiento de la gestión del Estado en beneficio de aquellos ciudadanos que han quedado, como en muchos países de nuestro continente, rezagados por la pobreza y la injusticia.

Sin embargo, hay que advertir que un fenómeno como el de Uribe también tiene su lado negativo. Lo que vemos en América Latina es una demanda por líderes fuertes, honestos y capaces -y con razón-; las democracias incipientes requieren de mujeres y hombres con talento y dedicación al servicio público. Pero los líderes por sí solos no hacen la democracia y a menudo pueden ser dañinos para su consolidación. En Perú la ciudadanía también reeligió a Alberto Fujimori a la presidencia, líder que había derrotado el terrorismo de Sendero Luminoso, que logró revertir el deterioro de la economía, que emprendió innovadores programas de ayuda social y logró históricos acuerdos con sus vecinos.

Pero Fujimori gobernó con un desprecio por el funcionamiento de las instituciones democráticas como el Parlamento, el Poder Judicial y los partidos políticos. En el caso de Perú su gestión también se vio contaminada por grados de corrupción que llegaron a niveles inusitados.

Probablemente su mayor fracaso fue el de no poder configurar un partido político fuerte y coherente capaz de generar liderazgos nuevos y incentivar una política de diálogo con partidos afines y opositores en el Parlamento.

Lo preocupante del panorama político de Colombia, como así también el de Venezuela y Argentina, otros países donde presidentes cuentan con abultadas mayorías, es que la democracia se ha convertido en el gobierno del caudillo -sea de izquierda o derecha- y si aprendimos algo del trabajo del gran sociólogo alemán Max Weber, es que la autoridad personal y carismática es notaria por su grado de inestabilidad.

La tarea de Uribe en su segundo mandato es por sobre todo ver cómo puede contribuir a asentar un gobierno de instituciones donde los liderazgos personales, por muy importantes que sean, pasen a un nivel secundario.

Es así como tendrá que ver que el uribismo en el Congreso pase más allá de una coalición de líderes afines a su mandato, y que se puedan convertir en instrumentos para recrear un sistema de partidos coherente y fuerte e instituciones de gobierno a nivel nacional, estatal y local que garanticen el estado de derecho y una gestión eficaz de gobierno en beneficio de la comunidad.

En Chile el presidente Lagos acaba de dejar la presidencia con 70% de aprobación -pero pocos dudan que ha dejado a Chile en buenas manos no sólo por sus condiciones de líder, pero porque gobernó respetando y fortaleciendo el marco institucional del país.

Arturo Valenzuela es director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown. Fue consejero para América Latina en el Consejo de Seguridad Nacional durante el gobierno de Bill Clinton