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16/08/2006 | La crisis del presidencialismo

Diego Valadés

La crisis política que afecta al país se atribuye sólo a un diferendo entre dos personajes que disputan por el poder. El problema, empero, es más profundo: atañe a la vieja institución presidencial mexicana.

 

La caduquez de nuestro presidencialismo ha sido señalada desde largo tiempo atrás. Por esta razón se propuso una reforma del Estado que, entre otros aspectos, diera una nueva dimensión a la presidencia y al congreso, y estableciera una relación de mayor simetría entre ambas instituciones. Sin embargo prevaleció la inercia, conforme con la consigna conservadora según la cual "si nada pasa, que nada pase".

La apariencia sugería que todo siguiera igual. No se tuvo en cuenta que una función de los analistas consiste en advertir con oportunidad el deterioro de las instituciones, antes de que se haga ostensible a través de crisis.

La crisis actual tiene varios componentes: los desequilibrios en las relaciones sociales; el desprestigio de algunas instituciones democráticas básicas, como los partidos; la supervivencia de un presidencialismo arcaico, y algunos errores en el sistema electoral. Estos factores se combinan, en proporciones variables, aunque queden ocultos por la estridencia de lo cotidiano.

Es una paradoja que no hayamos aprendido las lecciones de la campaña. La retórica de la intransigencia, que contribuyó al desenlace que hoy padecemos, no ha menguado. Por el contrario, se ha intensificado. No haber cambiado algunas reglas del poder, propició una campaña muy ácida y franqueó las puertas a la inestabilidad electoral. Ahora es posible decir algo peor: de sostenerse la añeja estructura presidencial y de no temperarse los ánimos, se abre el camino a la inestabilidad institucional.

Al margen de los asuntos de coyuntura, el problema electoral está asociado a la disputa por el poder en un régimen que sigue siendo personalista. Las causas aparentes evitan que advirtamos la presencia de una crisis estructural. Mientras no la diagnostiquemos, estaremos curando un infarto con bicarbonato. Por eso he sostenido que, resuelva como lo haga el Tribunal Electoral, la crisis seguirá, a menos que demos pasos efectivos que lleven oxígeno al sistema constitucional.

A reserva de examinar en otra ocasión el posible contenido de un nuevo pacto constitucional, veamos ahora quién puede iniciar una acción en ese sentido.

En otras circunstancias sería una tarea para el presidente, pero su capacidad de convocar a la conciliación está limitada por haber prescindido de la neutralidad política. Otra instancia serían los partidos, pero presentan dos problemas mayores: su descrédito público y las divisiones internas. En cuanto a los gobernadores, no es deseable que se integre un consejo de barones que auspicie el feudalismo de la política mexicana. Queda una opción institucional: el Congreso, cuya legitimidad nadie ha cuestionado.

Estamos a pocas semanas de que se integre una nueva legislatura. Muchos de sus miembros son experimentados y tienen establecida entre sí una interlocución práctica. En términos generales la virulencia de la campaña presidencial no involucró de manera directa a los futuros representantes de la nación porque muchos de ellos no se vieron obligados a hacer campaña, y cuando la hicieron, dejaron las animosidades en sus respectivos distritos y estados. Además, a lo largo del tiempo se ha desarrollado una cultura parlamentaria que ahora puede fructificar, pues lo necesario es eso: parlamentar.

La asunción de una tarea constructiva en el seno del Congreso contribuiría a la distensión y brindaría una oportunidad para mostrar que, más allá del presidencialismo personalista, hay una institución funcional cuya intervención podría traducirse en un nuevo consenso.

La cultura presidencialista nos habituó a permanecer expectantes mientras otros generaban y resolvían problemas, como si los sucesos nos fueran ajenos. Ahora, la intensidad de los acontecimientos exhibe la inoperancia de ese presidencialismo arcaico y nos conduce a un desenlace de ingobernabilidad. Esta no es una opción aceptable. Por eso los representantes de la nación deberán examinar las múltiples formas posibles para imprimir una nueva racionalidad al ejercicio del poder. La solución para los accidentes de la democracia no está en la fuerza de unos ni la inmovilidad de otros; está en la aptitud para renovar las instituciones.

El Congreso tendrá la posibilidad de erigirse como una instancia de equilibrio político; la paz del país dependerá de que sepa hacerlo con oportunidad.

diegovalades@yahoo.com.mx  

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

El Universal (Mexico)

 


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