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13/05/2016 | China - Los fantasmas del acero

Adrian Foncillas

China sigue creciendo a niveles que envidiaría casi cualquier otro país, pero un avispero de problemas lo estremece. El caso de las acereras ilustra la situación: un cambio en la demanda o en las políticas públicas convierte villas florecientes en pueblos fantasma y a cientos de miles de trabajadores en mendigos o migrantes. El costo humano y el ambiental es altísimo, y la inconformidad social aumenta. En sólo un año, por ejemplo, hubo casi 3 mil huelgas.

 

PEKÍN.- Liu trabajó 13 años en el mantenimiento de la maquinaria de esa acerera a la cual hoy mira con nostalgia mientras barre las calles de Tangshan. La fábrica dejó 4 mil desempleados cuando cerró, hace ocho meses.

Él recuerda el trajín constante de camiones y personal en unas instalaciones reducidas hoy a un herrumbroso y desértico conjunto de chimeneas, tuberías y edificios metálicos. Ahora apenas gana mil 800 yuanes (280 dólares) como empleado público de limpieza, menos del tercio de su salario anterior.

También tuvo que cerrar el pequeño restaurante que puso, pues el éxodo lo dejó sin clientes. “Espero que el sector prospere de nuevo, que suba la demanda del acero y abran nuevas fábricas. Yo ya estoy viejo para aprender otro oficio”, sostiene sin mucha convicción. “Aunque no creo que ocurra… ya no hay futuro en esta ciudad”, remata.

El epicentro mundial del acero es Tangshan –200 kilómetros al sur de Pekín–, una ciudad ligada al drama desde que el gran terremoto de 1976, el peor del siglo XX y el tercero de la historia, dejara 242 mil muertos y la convirtiera literalmente en ruinas: cayó 93% de sus casas.

Tangshan es conocida en el país como la “Ciudad Fénix” o “Ciudad Valiente”. Después de la tragedia, en 28 días se fabricó una locomotora y a los seis meses funcionaban 666 de sus 692 industrias. Las tareas de reconstrucción alimentaron el sector del acero, al cual la ciudad quedó ligada. El sistema se replicó en toda la provincia de Hebei gracias a los créditos baratos y a la demanda global. Ya en 2014 se producía aquí más acero que en todo Estados Unidos.

Tangshan era una de las ciudades más prósperas del país cuando llegó la tormenta perfecta: cayó la demanda global, se derrumbaron los precios del acero y Pekín aumentó los controles sobre las industrias contaminantes, a fin de conseguir un patrón productivo más sostenible.

Un paseo por Tangshan y alrededores revela decenas de fábricas abandonadas, negocios cerrados y pueblos fantasma. Apenas un chatarrero y un perro flaco se ven en las calles de Sifangzhuang, un poblacho cercano en cuyas paredes se amontonan los avisos que ofrecen prostitutas o documentos falsificados, a un lado de los carteles que avisan de viviendas en alquiler. “Dignifícate con el trabajo”, ordenan los caracteres verticales de la chimenea de la fábrica alrededor de la cual se levantó el pueblo.

Las fábricas trajeron la riqueza y se la llevaron. China, que genera la mitad del acero global, redujo 7.8% su producción en enero.

Aire que tiende a sólido

Hebei, de donde sale la cuarta parte del acero nacional, ya anunció el cierre, para 2020, de 240 de las 400 plantas actuales. Y detrás de esa medida está la urgente reforma al patrón productivo. Pekín lo ha intentado todo estos años para mejorar la calidad de su aire: ha alejado las fábricas del centro, levantado zonas verdes, estimulado el transporte público y limitado el privado. Todo ha sido inútil porque la contaminación llega del vecindario. Hebei, la provincia que abraza a la capital, tiene siete de las 10 ciudades más contaminadas de China.

El aire en Tangshan tiende a sólido, una neblina negruzca impide la visibilidad y la tos y la irritación de garganta aparecen a las pocas horas. La concentración de partículas PM2.5 –las más dañinas porque su pequeño tamaño les permite adentrarse en los pulmones y en el flujo sanguíneo– alcanzaba la semana pasada los 400 microgramos por metro cúbico, muy por encima de los 25 microgramos que aconseja la Organización Mundial de la Salud.

El cuadro parece dramático incluso para el llegado desde Pekín, pero los habitantes locales subrayan que el aire ha mejorado enormemente desde que las fábricas cerraron en cadena. Estremece pensar en la situación anterior. “Antes no podíamos colgar la ropa en el exterior después de lavarla porque se volvía negra y la teníamos que dejar dentro de casa”, recuerda un vecino del pueblo de Kuazicun.

El gobierno ha obligado a recortar la producción de las industrias contaminantes de carbón y acero de Hebei y ha enviado a inspectores para fiscalizar su cumplimiento. Esos recortes suponen también un menor crecimiento económico. No son meros apuntes contables: también suponen fábricas cerradas y despidos, sueldos menores y dramas humanos. Es el eterno debate en los países en vías de desarrollo entre la industrialización y el medio ambiente. El gobierno de la provincia lamentaba meses atrás el precio que estaba pagando en la lucha nacional contra la contaminación.

Lv Wangchen, de 55 años, resume la tragedia. Fue prejubilado en noviembre de la empresa Ruifeng, uno de los gigantes de la región, después de 10 años vigilando la cinta transportadora del combustible. Se define aturdido, inseguro, solo. Su mujer le abandonó poco después porque no ganaba lo suficiente. “Era un trabajo muy estresante. La cinta funcionaba las 24 horas y no podías perderla de vista ni un segundo. Si había algún fallo, te reducían el sueldo. Pero la gente sin cultura como yo disfruta ganando dinero, no necesita más”, señala. Lv conoce el trabajo duro. En su Dongbei natal (las provincias frías del noreste) talaba árboles y sólo en los últimos años les proporcionaron sierras eléctricas. El sector del acero despuntaba en Tangshan e hizo las maletas. Ahí pasó sus mejores años, con un sueldo razonable, vivienda suministrada por la empresa e incluso un huerto con el que combatía el estrés. Hoy alquila un cuchitril con apenas una tetera, el típico kang de la China rural (una cama bajo la que circula el tímido calor que genera el hornillo de cocina), una figura del Dios de la fortuna Caishen al que cada día pide ayuda y un póster del presidente chino, Xi Jinping. La indemnización de la fábrica se le ha ido en su nuevo negocio: un pequeño puesto en el mercado local para vender la fruta que se apila en cajas en su fría vivienda. Apenas gana unos 40 yuanes diarios (6.2 dólares) y, a sus 55 años, sabe que necesita un nuevo plan. “No sé qué hacer. Todos estamos igual. A muchos nos han abandonado nuestras esposas. Nos reunimos de vez en cuando y pensamos posibles salidas. Algunos queremos irnos pero no sabemos dónde y tenemos miedo de ir a cualquier sitio y que nos engañen, que no nos paguen los salarios”.

La gestión de las masas de parados como Lv supone un reto enorme para Pekín. El gobierno ha anunciado el despido de 2 millones de trabajadores en las industrias del acero y el carbón y otros cinco o seis en las paquidérmicas empresas estatales, que por su ineficiencia y sobreproducción son conocidas como empresas zombis. Eso son muchos chinos ociosos y disgustados, sumados a los que han perdido sus ahorros en las turbulencias bursátiles. Occidente lleva 30 años pronosticando apocalípticas e inminentes escenas de caos social que barrerán al Partido Comunista del poder. Es aún improbable, pero es cierto que la gravedad de la situación preocupa.

China creará 10 millones de puestos de trabajo urbanos y multiplicará los fondos para subsidios y formación de desempleados para que el paro no supere 4.5%. Lo anunció el primer ministro, Li Keqiang, en la apertura de la reciente Asamblea Nacional Popular (el Parlamento chino), quien subrayó que el bienestar de esa masa social es prioritaria para el gobierno. Li pronosticó un crecimiento económico para el próximo año de “entre 6.5 y 7%”, lo que supondría un nuevo mínimo en el último cuarto de siglo. Pero lo que desvela a Pekín no es la mediática cifra del Producto Interno Bruto (PIB) que preocupa a los mercados internacionales, sino la estabilidad social. La gravedad de unas décimas más o menos palidece ante un panorama de conflictos cotidianos.

El pasado año hubo 2 mil 774 huelgas en el país, el doble que el anterior, según la organización China Labour Bulletin, que desde Hong Kong monitoriza los derechos de los trabajadores del interior. Una cadena de cierres de fábricas aterroriza a los gobiernos locales, últimos encargados de salvaguardar la estabilidad social que exige Pekín. Muchas fábricas deficitarias han seguido abiertas con ayudas públicas en el pasado, pero el crédito barato se agota.

El gobierno central y los provinciales dedicarán grandes sumas en los subsidios de desempleo, pensiones y cursos de reciclaje laboral, señala por correo electrónico Scott Kennedy, sinólogo del Centro de Estudios Internacionales Estratégicos. “Y continuarán argumentando que esas pérdidas de trabajo son una parte natural de la transformación económica de China que deberían ser entendidas como razonables por todos, incluidos los directamente afectados. El argumento ha sido aceptado por la mayoría de los chinos y creo que es improbable que la agitación laboral se traduzca en protestas sostenidas o un movimiento más amplio”.

Scott apunta al problema añadido del capital. Los bancos acumulan créditos de compañías en crisis que no podrán devolver, señala. “Sólo 2% de esos créditos son considerados malos, pero un porcentaje desconocido y mucho mayor de ellos son problemáticos”, añade.

China ya afrontó entre 1997 y 1999 una dolorosa reconversión de las empresas públicas, una herencia del modelo maoísta, que dejó a decenas de millones de trabajadores sin su bol de arroz de hierro (como se alude en China al sueldo bajo pero seguro del Estado). Aunque hubo entonces más desempleados que los que se presumen ahora, la convicción de los derechos laborales ha cambiado. Los chinos, que durante milenios soportaron la explotación y los excesos con estoicismo confuciano, ahora se levantan, protestan y organizan huelgas.

La ley laboral china se aprobó en 2008, cuando la economía crecía y era necesario atajar los habituales desmanes hacia los trabajadores. La normativa asegura unos derechos equiparables a los países desarrollados (aunque falla la supervisión a menudo) y el salario mínimo se ha disparado en la última década. Pero el aterrizaje económico ha generado las dudas de si China se lo pueda permitir en el contexto actual. Guangdong, la provincia de las manufacturas y la más afectada por la crisis, ya ha advertido que no aplicará este año la subida salarial prevista. Los empresarios e incluso el ministro de Finanzas, Lou Jiwei, calificaron la ley de poco flexible.

“Hay signos de que los gobiernos de la nación y los regionales se están volviendo más proempresario y existe el peligro de que algunas de las protecciones que hoy disfrutan los trabajadores sean erosionadas mientras Pekín intenta estimular una economía ralentizada”, señala por email Geoffrey Crothall, de la China Labour Bulletin.

Proceso (Mexico)

 



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