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03/09/2006 | El misterio Graham Greene

J. Ors

Yvonne Cloetta, compañera durante 30 años del autor de «El americano impasible», desvela su doloroso proceso creativo.

 

Se conocieron en 1959 en Douala, Camerún. El volcán, que durante años había permanecido dormido, había entrado en erupción. Recuerda que aquellos días en África eran peligrosos, y que durante una conversación telefónica había dicho: «Si hay un hombre al que me gustaría conocer, ése es Graham Greene».

El encuentro fue revelador para los dos, que acabarían compartiendo algo más que una intensa amistad. Yvonne Cloetta confiesa: «Su fama es algo exterior. Yo no era consciente de esos aspectos. Lo que más me sorprendió fue su empatía, que lo ayudó a encontrar las palabras exactas que yo necesitaba oír. Esa noche tuve la sensación de haber encontrado un verdadero amigo, un hombre en el cual podía confiar».   

Un presagio que reconoce a la periodista francesa Marie-Françoise Allain en un libro de conversaciones, «Mi vida con Graham Greene» (Circe), en el que revive aspectos del novelista, como su sentido de la amistad, los viajes que hicieron juntos o, por supuesto, el oficio de la escritura. «La escritura era una terapia para él, algo que le era vital y necesario, y de lo que era muy consciente cuando decía: “Me pregunto cómo lo hacen quienes no escriben, ni pintan, ni componen música para lidiar con la vida”».

Greene reconocía «el proceso doloroso» que implica afrontar una cuartilla en blanco, pero cuando renunciar implicaba sentirse «infinitamente más nervioso y deprimido». Yvonne explica cómo se sentía durante la gestación de una novela: «El sufrimiento era verdaderamente físico. A mí me bastaba verlo cuando escribía durante todo un día y acababa con la cara pálida, los rasgos acentuados y los ojos enrojecidos por el agotamiento, para comprender el grado de concentración al cual se había sometido».

Una pequeña mota   

La propia Yvonne cedió a la curiosidad y, ante esa fatiga somatizada, un día no pudo silenciar por más tiempo la curiosidad y cedió ante una pregunta que ya resultaba inevitable: «¿Qué es lo que te parece particularmente difícil de una novela?». La respuesta es tan reveladora y algo inquietante: «Todo es difícil y todo es importante, pero lo más delicado es, a mi juicio, crear los personajes y darles vida, hacerlos realidad.

Al comienzo, un personaje no es nada más que una pequeña mota, una mota en la cual me concentro con tanta intensidad que después de dos o tres horas me lloran los ojos y tengo que dejar de escribir. Entonces la mota crece, se aproxima y poco a poco, con mucha lentitud cobra forma».  

Greene, cuenta Yvonne, jamás hablaba del libro que estaba escribiendo. Se encerraba con sus «criaturas», en su mundo interior, y no solía revelar ningún secreto. Una costumbre que, sin embargo, podía romper con comentarios humorísticos, como «es terrible pensar que a partir de ahora tendré que vivir tres años con un tal Charlie Fortnum».   

El grado de autoexigencia al que se sometía el autor de «El factor humano» era implacable incluso para él mismo y sumaba aún más dolor al proceso creativo: «Nunca estaba contento consigo mismo, y lo expresaba así: “Para un escritor, al igual que para un sacerdote, no existe el éxito. Siempre creo que podría haberlo hecho mejor, que debería hacerlo mejor”».  

Sin embargo, todo este agotamiento y esfuerzo era mejor que afrontar el bloqueo del escritor, una experiencia que Greene atravesó en algunas ocasiones: «Siempre le resultó tremendamente traumático», afirma Yvonne, quien aún lo veía «sentado en un sillón derrumbado, al borde de la desesperación». En una de esas crisis, que sobrevino de manera repentina y coincidió con la redacción de la última parte de una de sus obras más conocidas, «El cónsul honorario», se desesperó de semejante manera que llegó a decirle, en un arrebato: «Ahora puedo comprender cómo pudo Hemingway pegarse un tiro en la cabeza. Es la única salida».

La Razón (España)

 



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