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29/01/2007 | Hitler y Stalin, cara a cara

J. Ors

Richard Overy analiza las semejanzas y diferencias entre ambos líderes y de sus estados en el libro «Dictadores»

 

Sus ambiciones hicieron imposible un pacto que habría sido «siniestro» para Europa y para el mundo: «Un entendimiento duradero hubiera sido posible», aseguró Hitler en febrero de 1945. Stalin fue más lejos: «Junto con los alemanes habríamos sido invencibles». Los dos dictadores coquetearon con la fantasía perversa de una cooperación conjunta cuyas consecuencias son hoy imposibles de calcular. Ambos erigieron el edificio de sus régimenes sobre cimientos semejantes y métodos parecidos.

Pero, a pesar de las similitudes, entre la URSS y el Tercer Reich existían suficientes divergencias. Hay quien rechaza la comparación de los dos líderes. Richard Overy no lo considera así, y aprovecha el magisterio del filósofo Tzvetan Todorov -que cree legítimo el paralelismo- para escribir «Dictadores» (Tusquets), un análisis de sus concomitancias y diferencias. Según el historiador inglés, la Primera Guerra Mundial aventó las semillas del totalitarismo en estas naciones. «Sin ese cataclismo, ninguno habría obtenido el poder supremo de los dos Estados», afirma en su estudio.


Odio y violencia

La contienda marcó la pauta de sus destinos: «Ambos habían sido vencidos. En cada uno de ellos el fracaso abrió las puertas del paisaje político». Y recuerda: «Stalin fue una criatura de la Revolución Bolchevique» y Hitler «se forjó a partir del desorden moral y material de la Alemania derrotada». La contienda marcó a la sociedad, pero también a los hombres, y dio pie a una cultura del odio y la violencia que propiciaron posteriores medidas, como la represión, las deportaciones o los campos de concentración. «La violencia era consustancial en la cosmovisión de los dos dictadores; era esencial para el sistema, no un mero instrumento de control, y se ejercía en todos los niveles de la sociedad», sostiene Overy.

El origen, la Gran Guerra: «Hitler y los ex combatientes que militaban en el Partido pasaron años expuestos a una forma de muerte que era angustiosa, directa y sangrienta». En el otro lado fue el yunque de la guerra civil que atravesó la Unión Soviética el que «ensangrentó a los líderes».


Ambas maquinarias poseían denominadores comunes: un culto a la personalidad que transformó «ambas figuras en versiones irreales de ellas mismas» y la idea de la guerra como fin «insoslayable de su misión política». Asimismo, ninguno era «un Estado parlamentario con todas las de la ley» y los dos difundieron la idea en su pueblo de una «meta lejana» por «la que valía la pena luchar» y sacrificarse. El mito de un enemigo interior (los judíos en el caso alemán y el traidor al sistema en el caso ruso) fue tan necesario para sus supervivencias como la aspiración a esa sociedad utópica con la que soñaron Hitler y Stalin.

Pero en el punto preciso en el que coincienden comienzan también las diferencias: «Stalin quería que el pueblo soviético construyese un futuro socialista en el que todas las personas serían iguales y felices. Hitler estaba empeñado en crear “el imperio de la raza superior” y quería que su pueblo la construyese a partir de la “mortandad de la guerra”». Los dos regímenes querían superar los valores difundidos y consolidados tras la Revolución Francesa y dar un paso más allá.


Para Overy, esto es fundamental y marca «los mecanismos que unían al pueblo y al gobernante, la congruencia en los objetivos culturales, las estrategias de gestión económica, las aspiraciones sociales utópicas y el lenguaje del régimen». En cambio, sostiene, les une «la distancia permanente que seguía habiendo entre el ideal y la realidad, y los instrumentos comunes que usaron para disimular las tergiversaciones de la verdad». El «cientificismo» es una de las características que destaca el historiador británico. «Había argumentos científicos debajo de la ideología y las aspiraciones sociales de ambos». Pero los puntos de partida son distintos: «El primer culpable fue el marxismo, con su visión de una utopía sociológica enraizada en la aplicación de la moderna ciencia económica y social».


«Especie pura»
El caso alemán parte de otro lado: «Se encontraban en las ciencias biológicas» que impulsó la «cosmovisión basaba en preservar la raza o nación como “especie” pura y exclusiva». Ninguno de los dos dictadores se habrían atrevido a encauzar sus despropósitos sanguinarios de no contar con un amplio respaldo. Overy es tajante: «Todas las dictaduras holísticas dependen de crear complicidad». Y sostiene: «Ambos regímenes eran populistas, nutridos por la aclamación y la participación de las masa». Y concluye: «Las dictaduras no pueden interpretarse sólo como sistemas de opresión, dado que tantos de los que participaron en ellas las veían de buen grado».

Adolf Hitler, pureza biológica
Según Overy, «la identidad nacional era un problema» para Stalin y Hitler. La diferencia entre ambos procede de las concepciones que defendieron. Para el Führer, «el Estado debía corresponderse con la nación o raza. La única función del Estado era proteger la pureza biológica de su población, elevar los niveles de conciencia racial y organizarse para rechazar otras naciones que se entrometieran en sus intereses vitales». Por eso afirma que el líder alemán «rechazaba toda idea de internacionalismo, por considerarlo enemigo mortal del verdadero Estado racial».

Joseph Stalin
El historiador británico subraya en su obra un carácter que marcó la concepción de nación en Stalin y Hitler: «Ambos eran “forasteros”. Stalin era un georgiano que adoptó a Rusia como patria política antes de la guerra y Hitler era un austriaco que, en 1914, prefirió luchar por Alemania a luchar por el Imperio de Habsburgo». La participación de Stalin en la teoría de nación fue «su aportación más importante». En palabras del líder ruso, «las naciones modernas eran fruto de una larga historia de mezcla racial. Se construían históricamente y no biológicamente».

La Razón (España)

 



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fecha
Título
03/09/2006|

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