Cuando en junio de este año se encontraron en Rusia los 32 equipos seleccionados para disputarse la Copa del Mundo, se había reunido lo mejor del fútbol internacional, pero también lo que resultaba una especie de pequeña y selecta ONU.
Porque de los grandes del
mundo sólo faltaban China y Estados Unidos, y de
los grandes del fútbol -los ganadores de la Copa desde
1930-sólo estaba ausente Italia, que no
clasificó. De los 32 equipos, 13 eran europeos, 8
latinoamericanos, 5 árabes o musulmanes, 4 asiáticos y 2 africanos.
Los 32 países ostentaban diversos pasados
históricos, culturas, razas, religiones, ideologías y costumbres,
pero estaban identificados por su pasión por el fútbol. Los acompañaban
nutridas hinchadas de compatriotas que, por su número y su fervor,
dieron a esta Copa una dimensión y una resonancia sin
precedentes.
Porque esos equipos en pugna eran también naciones
y pueblos, que vibraban al conjuro de su
patriotismo y de sus historias, que incluso los habían
llevado a enfrentarse en el campo de batalla a países con cuyos
equipos les tocaba ahora competir. Así, Alemania, Bélgica. Corea, Croacia,
Francia, Inglaterra, Japón, Polonia, Rusia y Serbia habían
participado, en bandos opuestos y en diversas formas, en las
dos guerras mundiales, mientras que Marruecos, Senegal y Túnez
habían sido colonias de Francia o España, y Egipto y Nigeria de
Inglaterra.
En nuestra región, el remoto episodio de la intervención
francesa en México y, más próximo, el de las Malvinas, que
enfrentó a la Argentina con Inglaterra, son otros ejemplos.
Pero esa pasión por el fútbol había valido también de ingrediente o
pretexto para desatar conflictos armados, como el que, conocido como "La
Guerra del Fútbol", enfrentó a Honduras y El Salvador en el proceso de
definición de su clasificación para la Copa de 1970.
Estas evocaciones no eran las que predominaban en
el ánimo de los equipos y sus barras, totalmente entregados, como estaban, a la
pasión del juego. Pero la geopolítica se coló en esta Copa cuando la FIFA, que
debía nominar siempre a árbitros y asistentes imparciales, cometió el curioso
error de nombrar árbitro a uno de Estados Unidos y, como sus asistentes, a uno
de Nueva Zelanda, uno de Canadá y otro de Estados Unidos para el partido de
Colombia contra Inglaterra, no obstante ser ésta la Madre Patria de los
Estados Unidos y también la de esos dos Dominios británicos, cuyo jefe de
estado es la Reina de Inglaterra. Y el árbitro estadounidense no tardó en
poner en duda su imparcialidad cuando -a más de sacar 6 tarjetas amarillas a
los colombianos contra 2 a los ingleses- cobró a Colombia un discutido penal y
se negó a verificarlo en el VAR, lo que fue decisivo para la victoria inglesa,
que, sin el supuesto penal, habría sido de Colombia por 2 a 1. Tal vez la FIFA,
porque no adivinó la capacidad de llegada de Croacia e incluso si la previó,
quiso refrescar las filas de los ganadores de la Copa con potencias mayores, y
así le abrió al fútbol británico el camino de la semifinal, que no sobrepasó
por su derrota ante Croacia, el Uruguay europeo con sus sólo 4 millones de
habitantes y sus 56 mil kilómetros cuadrados.
La Copa del 2018 reveló una vez más sus especiales
características: impredecible, como cuando el mundo vio caer en rápida sucesión
a Messi, Ronaldo y Neymar; multirracial, con jugadores de todos los colores en
un mismo equipo; y multinacional, como en el equipo inglés, de cuyos 11
jugadores 6 eran de ascendencia no inglesa. Pero, vista en su conjunto, la
Copa de Moscú dejó como saldo principal el desenlace histórico de la
vieja rivalidad entre el fútbol europeo y el latinoamericano, que ahora caía
vencido y eliminado por causas complejas, entre las que se mencionan los
perjuicios del individualismo, la exportación del talento y los millonarios
traspasos. No obstante, el creciente interés de los públicos
latinoamericanos por el fútbol, testimoniado en la presencia de decenas de
miles de sus hinchas en los estadios rusos y el apoyo político y material
que ello conlleva, parecerían augurar días mejores para el futbol latinoamericano.
Moscú presentó también novedades que, en su momento,
parecieron capaces de resquebrajar el tradicional predominio de las grandes
potencias futboleras y alterar la relación con las emergentes.
En efecto, fue creciente el número
de casos en los que los equipos del Tercer Mundo ganaron o
empataron con los equipos del Primer y el Segundo Mundo,
de los cuales el más resaltante fue el triunfo de México sobre
Alemania, el campeón del mundo. Pero también destacaron los
partidos ganados de Uruguay-Rusia,
Brasil-Serbia, Nigeria-Islandia,
Perú-Australia y, por cierto, el Croacia-Inglaterra.
Cabe mencionar también los partidos empatados por los
países tercermundistas, tales como el Irán-Portugal, Costa Rica-Suiza y
Marruecos-España. Y estas situaciones, que levantaban la autoconfianza de los
países emergentes, tuvieron un aliciente adicional en lo que podría llamarse
la solidaridad regional.
Porque el apoyo de las barras tercermundistas se
volcó siempre en favor del equipo que de facto las representaba en
la cancha, así no fuera el propio. Y no hubo latinoamericano
que no sintiera como suyo el triunfo de México sobre Alemania, que
otro país del grupo emergente –Corea del Sur- terminaría de eliminar.
Pero, pese a sus denodados esfuerzos, los
equipos de la región
fueron cayendo uno a uno en el proceso. La prematura
eliminación del Perú -que subestimó el partido con Dinamarca- fue seguida por
la de los otros países latinoamericanos, al punto de que al término
de los Octavos de Final sólo quedaban en pie Brasil y Uruguay, que
finalmente serían también eliminados.
Y vale recordar que entre los hechos
históricos que encuadraron esta Copa, figuraba la
agorera circunstancia de que la ciudad en que se
decidió la suerte del Perú –Ekaterimburgo- fue también el escenario
del exterminio de la familia imperial rusa, cuando el 17 de julio de 1918 -hace
exactamente cien años- el Zar Nicolás II, la Zarina, sus cuatro hijas y el
Zarevitch Alexei, de 12 años de edad, fueron asesinados a balazos por sus
captores en el sótano de la casa en la que los tenían recluidos. Nadie
quiso recordar en esta Copa tan trágico episodio, o fue instruido
para no hacerlo, por comprensibles razones.
La eliminación de los ex-campeones Argentina, Uruguay y
Brasil convirtió finalmente a la Copa Mundial en un Campeonato Europeo, en
el que sólo competían equipos de ese Continente, mientras los
latinoamericanos debían contentarse con sus espectaculares éxitos iniciales y
con la imagen de su fraterna solidaridad, expresada mil veces en el fervor
compartidos de sus barras. Y en ese terreno, el Perú ocupó un puesto de honor y
se hizo acreedor del aprecio y la simpatía de los miles de
hinchas rusos y extranjeros que abarrotaron los hermosos estadios en
que se disputó la Copa, y que expresaron en muchas formas su
admiración por el rendimiento del equipo peruano, la labor de su
entrenador y el apoyo masivo del país. Un apoyo que integró al Perú como no lo
había sido antes y que le devolvió el orgullo en su
equipo y su fe en el futuro del fútbol peruano. Una fe que se vio reforzada por
la general acogida que mereció la vuelta del Perú al campeonato
mundial.
Pero en el recuento de los merecimientos, debe
inscribirse también, y en primer lugar, el unánime reconocimiento de los países
participantes a Rusia, por su impecable organización de la Copa 2018, aún en
sus más remotas ciudades. Un éxito mundial que compartieron tres mil millones
de aficionados, pero del que estuvo excluido Donald Trump.
Moscú podría ser el punto de quiebre entre dos épocas del
fútbol mundial, con una nueva camada de jugadores más jóvenes, con técnicas
innovadoras y más sedientos de fama y de gloria, y
también el preludio de otra Copa, que pudiera contar ya con la
presencia de China y, tal vez, hasta con la de Estados Unidos. Y,
por supuesto, con la del Perú, si mantuviéramos el esfuerzo, la disciplina y la
dirección que nos condujeron, con todos los títulos, a esta del 2018.
* Carlos Alzamora, Exembajador del Perú en los Estados
Unidos.