Años atrás, el entonces presidente de Chile, Ricardo Lagos, decía que la globalización se dividía en dos bandos claramente establecidos: el de los globalizadores y el de los globalizados, vale decir, los que gozaban y los que sufrían la nueva internacionalización de las técnicas y de las finanzas.
Lagos se refería a países, por lo que acusaba a los más
desarrollados de no ser capaces de transferir los beneficios de la nueva
modernidad a los menos desarrollados. Pero con el tiempo se vio que si bien la
apreciación del mandatario trasandino era bien cierta, su interpretación era
más amplia de como él la percibía. En efecto los globalizadores y los
globalizados no son sólo países, sino que también dentro de las naciones más
desarrolladas se verifica esa división y cada vez con mayor intensidad.
La aparición de personajes estrafalarios como Trump,
Bolsonaro y en general la derecha racista europea, tiene que ver con ese
proceso. Con países donde el desarrollo, pese a seguir existiendo, se ha hecho
cada vez más desigual. Y donde las masas
que reaccionan, más que querer avanzar para superar las limitaciones actuales
mediante la ampliación de los beneficios a toda la sociedad, lo que proponen
para ello es retroceder, intentar volver a los tiempos donde estaban mejor.
Entonces la real grieta entre globalizadores y globalizados se convierte en una
falsa grieta, pero de efectos reales, entre globalización y nacionalismo. Entre
presente y pasado. Una utopía regresiva cuya imposibilidad de concretarse es
absoluta, pero que moviliza por doquier a las masas en todo el mundo. Como
querer volver al seno materno luego de haber salido de él, por temor a que el
crecimiento traiga aún más dolores que los que trajo haber dejado de ser uno
solo con la madre. Esa es la actitud psicológica actual de las grandes mayorías
con que medran los nuevos demagogos prometiendo el imposible retorno.
Algo parecido, pero en un contexto sustancialmente
distinto, previó en la década del 20 del siglo XX el filósofo español José
Ortega y Gasset con su gran libro “La rebelión de las masas”, donde
diagnosticaba que las masas populares se habían separado de las elites
liberales al no sentirse interpretadas o contenidas por ellas y que por eso
estaban construyendo sus propias sociedades, como la fascista y la comunista,
donde relegaban sus facultades en un tirano o un déspota, masificándose y
despersonalizándose.
Esa rebelión de las masas comenzó a frenarse cuando las
sociedades capitalistas liberales crearon los Estados benefactores donde
incluían en sus beneficios sociales a todo el pueblo, no solamente a sus
elites. Pero otra rebelión comenzó décadas después con la aparición del
neoliberalismo iniciado por Reagan y Thatcher.
Esta vez la interpretación intelectual de la nueva época
estuvo en manos de un continuador de Ortega y Gasset, también un conservador
liberal, llamado Christopher Lasch, que escribió en los años 90 “La rebelión de
las elites”, un libro brillante donde sostenía que a fin del siglo XX no eran
las masas las que se rebelaban, sino las elites que estaban construyendo un
mundo sólo para ellas mismas donde las grandes mayorías sociales no tendrían
cabida. Una enorme elite compuesta por mil millones de personas globalizadas,
ciudadanas del mundo, que, aunque inconscientemente, imaginaban poder hacer un
mundo a su imagen y semejanza pero donde el resto de los habitantes del planeta
eran dejados de lado. Progresismo para ricos, universalismo aristocrático, las
elites de la globalización convirtiendo en globalizados a todos los demás. Y es
debido a esa indiferencia de las elites que, en reacción, las masas postergadas
por la globalización votaron a Trump, porque era lo más alejado de esas elites
que hallaron.
Esta nueva etapa bien podría llamarse la de la “rebelión
de las clases medias”, aquellas surgidas al calor de la modernidad y los
nacionalismos que hoy están tan globalizadas culturalmente como todos, pero al
no recibir sus beneficios económicos y sociales odian la globalización.
En América Latina, salvo en Uruguay y Argentina, esas
clases medias se ampliaron de modo masivo a principios del siglo XXI con el
extraordinario aumento internacional de las materias primas demandadas
principalmente por China que también está desarrollando su multitudinaria clase
media. Lo que pasará en China está por verse (porque algo también pasará cuando
las clases emergentes que avanzan del campo a la ciudad sientan que tienen
derecho a una mayor participación en el crecimiento de ese país enorme) pero en
América Latina ya estamos viviendo los primeros resultados de la rebelión de la
clase media, que a diferencia de lo que se supuso en la primera década del
siglo, no tiene nada de ideológica (en esta misma sección, Rosendo Fraga
ejemplifica concretamente esta conclusión) ya que la reacción es tanto con las
elites de derecha (Chile, Colombia, Ecuador) como con las de izquierda
(Venezuela, Bolivia, Nicaragua). Porque todas las elites de cualquier signo
produjeron la desigualdad, el autoritarismo y la corrupción que impidieron
construir sociedades estructuralmente sólidas y modernas como para contener a
las nuevas clases sociales. Y ahora esas clases medias reaccionan en cada país
de acuerdo a las reivindicaciones que les adeudan.
La Argentina, por su lado, se asemeja y se diferencia de
lo que ocurre en el continente, con sus clases medias que culturalmente se
fueron forjando a lo largo de más de un siglo pero a las que cada vez les
cuesta más reconocer y reconocerse en el país que alguna vez edificaron a su
imagen y semejanza, entre otras cosas con educación y salud accesibles para
todos, dos de los principales reclamos que hoy exigen nuestros vecinos.
En la Argentina la grieta profunda que divide
universalmente a la humanidad también aparece a su modo. Y no nos referimos a
la ideológica.
En Estados Unidos las zonas costeras son las cosmopolitas
y globalizadoras, mientras que el interior del país es el aislacionista y
globalizado y así se distribuye el voto en contra y a favor de Trump.
En la Argentina esa división se observa entre la zona del
medio del país, más moderna versus el norte, el sur y el conurbano bonaerense,
mucho más atrasados.
Dos países bien diferentes que cualquier proyecto
nacional en serio debería ocuparse de transformar en uno solo a partir de
implantar lo más moderno en lo más atrasado.
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