Los líderes centroamericanos siempre han pensado que el istmo tiene una ubicación privilegiada para las grandes potencias. La angosta región es bordeada por un lado por el Pacífico y por el otro por el Atlántico con largas fronteras con México y Colombia. Y en parte, la ferocidad de las intervenciones estadounidenses, en especial la ocupación de Nicaragua en las primeras tres décadas del siglo XX y el control de Washington del Canal de Panamá hasta 1999, parece confirmar los supuestos. Sin embargo, para las superpotencias, Centroamérica y El Salvador han sido en buenos trechos de su historia, una región periférica.
Debido esa naturaleza periférica del país y el istmo, la
invasión de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) a Afganistán a
finales de 1979 influiría tanto en el devenir histórico de El Salvador. En
diciembre de 1979, las tropas soviéticas entraron al país asiático para
consolidar en el poder al gobierno pro Moscú de Afganistán. Con este hecho, la
Unión Soviética buscaba mantener el control de su “patio trasero”, con el que
compartía una frontera porosa. Dos años después, el nuevo presidente de Estados
Unidos, Ronald Reagan, colocaba a Centroamérica, y en especial a El Salvador,
al centro de su política contra el avance del comunismo. La teoría del dominó.
Entre la invasión de Afganistán y la emergencia de
Reagan, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) había vencido en una
insurgencia armada a la dictadura de la familia Somoza, que había sido por años
fiel aliada de Washington. Para 1981, la Nicaragua sandinista se encaminaba a
una lucha frontal con Washington, y su coqueteo con Cuba y la Unión Soviética
se intensificaba. Para Washington, El Salvador era como el Afganistán de los
soviéticos, una línea en la tierra que mantenía seguras sus fronteras e
intereses geopolíticos.
Los ochenta –específicamente los ocho años de Reagan en
la presidencia– fueron una excepción en la historia de EE. UU. con
Centroamérica. Una región que usualmente había sido un pie de página respecto a
la importancia que tenía frente a otros líderes hemisféricos, como México y
Brasil. En esos ocho años, Centroamérica, y en especial El Salvador, era la
metáfora que mejor explicaba la Guerra Fría entre la Unión Soviética y Estados
Unidos.
Debido a la fuerte influencia estadounidense cultural en
El Salvador, el periodismo salvadoreño se ha centrado en entender las pulsiones
detrás de las decisiones en materia de relaciones exteriores de Washington. Sin
embargo, muy poco se ha dicho sobre la influencia de los soviéticos en El
Salvador durante los esfuerzos revolucionarios de la guerrilla del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
A principio de 2007, como periodista de la desaparecida
revista Enfoque de la Prensa Gráfica, me pregunté sobre los fines y visiones de
la URSS sobre El Salvador entre 1979 y 1989. Después de publicar un reportaje
sobre documentos desclasificados del gobierno de Estados Unidos sobre monseñor
Óscar Romero –en los cuales se pueden leer las variopintas visiones sobre
Romero desde Washington– me pregunté si se podía escribir algo similar sobre
los soviéticos. El periodismo salvadoreño siempre había visto a Moscú desde el
prisma de Washington, pero nunca habíamos conversado con los protagonistas del
otro gran polo de la Guerra Fría: la URSS. Como periodista, no como un
historiador, traté de hilar lo más que pude una madeja que tenía muy pocos
hilos.
En 1981, el Departamento de Estado de Reagan había
publicado “los papeles blancos” en los que describía cómo miembros del Partido
Comunista Salvadoreño, encabezado por los hermanos Schafik y Farid Hándal,
habían ido a una gira por el mundo comunista para abastecer de armas a la
entonces joven guerrilla. Con este documento, Estados Unidos trataba de
construir una narrativa en la que amarraba al FMLN con los esfuerzos soviéticos
por expandir el comunismo. Esto le era fundamental a Reagan que contaba con mucha
oposición en el Congreso de Estados Unidos para incrementar la ayuda militar a
El Salvador.
Mi investigación inició con la búsqueda de documentos y
la lectura de libros sobre ese periodo. Encontré decenas de ellos en una
abandonada página de internet. Los mandé a traducir y confirmé la autenticidad
de estos documentos firmados por diferentes entidades del gobierno soviético.
En los documentos, se describía el camino de ese lote de armas estadounidenses,
que habían sido abandonados en Vietnam durante la guerra, que serían donadas al
FMLN y serían transportadas a finales de 1979. Para lograrlo, se habían usados
los partidos comunistas de varios países para transportarlas desde Vietnam a
través de Cuba, con dirección primero a Managua y después a El Salvador. En
abril de 1980, el Partido Comunista de la Unión Soviética acuerda ayudar a los
salvadoreños De acuerdo a múltiples fuentes del FMLN, las armas resultaron ser
inservibles para la guerra.
Ahora que miro esta investigación desde lejos, lo más
interesante no era describir un proceso de adquisición de armas, sino entender
las motivaciones que los rusos tenían en relación con El Salvador. Al margen de
la propaganda de Washington durante la Guerra Fría, que los pintaba como
agresivos contrincantes, los soviéticos que leí en los documentos y con los que
conversé eran complejos y contradictorios. Sobre todo en ese momento de la
historia en el que la Unión Soviética estaba en decadencia.
Conversé con dos hombres que venían de distintas
procedencias dentro del establishment soviético: Kiva Maidanik, académico y
miembro del Partido Comunista de la URSS, y Nikolai Leonov, segundo a cargo de
la agencia de Inteligencia de la Unión Soviética (KGB) y uno de los más
influyentes estrategas soviéticos en Latinoamérica. Leonov es amigo personal de
Raúl Castro, conoció al Ché Guevara en México en los cincuenta y fue traductor
al español de presidentes soviéticos en sus viajes a la región. Un documental
sobre Leonov acaba de ser publicado y en él, habla de su trabajo como el primer
encuentro entre el liderazgo soviético y Fidel Castro en 1960.
Mientras Leonov era parte de la argolla soviética del
espionaje, Maidanik era un profesor de Historia del Instituto de América
Latina de Moscú. Hablaba un español perfecto, y había sido suspendido del
partido a finales de los ochenta. Maidanik era un revolucionario que aspiraba a
una participación más profunda de los soviéticos en las luchas de liberación de
las Américas. La gente que lo conoció describía a Maidanik como un
revolucionario testaurado que retaba a la burocracia soviético en su timidez
para abrazar a los revolucionarios salvadoreños. Era un internacionalista que
observaba con celo el rumbo “nacionalista”, como lo llamaba, de la URSS. Su
relación con Schafik era personal. Hándal conoció a su esposa Tania Bichkova,
quien fue traductora del salvadoreño, a través de Maidanik y fue así como se
convirtió en el principal interlocutor para los visitantes del FMLN que iban en
delegación “oficial.”
Leonov me dijo, en una entrevista sostenida en un
exclusivo barrio de La Habana, que había conversado con Hándal una dos o tres
veces a mediados de los ochenta para explicarle la poca fe que la URSS le tenía
al FMLN: “Schafik, miro calva la situación. No les sucederá igual que
Nicaragua. Ustedes son más ricos que Nicaragua y, además, se ubican demasiado
cerca de los Estados Unidos, tanto que ellos pueden enviar a su Ejército”.
Hándal renegó.
Leonov es un amante de la revolución cubana, pero su
postura era que la URSS más que escéptica de las revoluciones en la región era
pesimista. Calificó a la revolución sandinista como una “revolución
abandonada”. “En el KGB dividíamos los archivos de Latinoamérica en dos: una
categoría para todos los países de la región y otra solo a Cuba,” aseguraba.
Maidanik buscó a Leonov en 1985 a pedido de Hándal. Para
entonces, la guerra para el FMLN se había entrampado: el ejército salvadoreño
había podido resistir a una guerrilla que buscaba -en gran medida- una
insurrección popular como la sandinista y, al mismo tiempo, la elección del
democristiano Jose Napoleón Duarte como presidente de El Salvador, le había
dado credibilidad internacional al sistema político salvadoreño. En 1984,
Duarte le había ganado una elección al fundador de ARENA, Roberto D’Aubuisson,
al que Washington había cancelado un visado y tenía una multitud de detractores
en el establishment de Washington por sus lazos con los escuadrones de la
muerte.
En Estados Unidos -para 1985- Reagan ya había podido
romper el escepticismo del Congreso respecto a aumentar la cooperación militar
a El Salvador. La ayuda militar a San Salvador llegaba al ritmo de un millón de
dólares por día. Para romper ese balance, Hándal quería que la URSS le diera a
la guerrilla misiles tierra aire, teniendo en cuenta la superioridad aérea del
ejército salvadoreño sobre el FMLN. Leonov, que entonces era el subdirector de
la KGB, aseguró que propuso la donación de misiles al más alto nivel, pero que
su pedido fue rechazado. Maidanik culpó directamente a Mikhail Gorbachev, el
entonces presidente de la URSS que liberalizó la economía soviética y el
sistema político a través de dos procesos llamados perestroika y glasnot, entre
1985 a 1991. Gobarchev se quería deshacer de cualquier influencia en
Centroamérica para disminuir la tensión con Washington. Leonov reconoce que en
los ochenta los soviéticos no tenían mucho interés de tener presencia en El
Salvador. El centro de la política de la URSS era China y Afganistán.
Cuando conversé con Maidanik, reconocí una sensación de
que los soviéticos habían abandonado a sus camaradas en El Salvador; mientra
que para Leonov, la revolución salvadoreña nunca tuvo futuro. Al final, la de
Leonov estaba más cerca de lo que sucedió a finales de los ochenta: la URSS
decidió abandonar cualquier pretensión de provocar a Washington en
Centroamérica y trató de evitar la implosión de su sistema político. La
superpotencia se enconchaba en sí misma. Si bien para Reagan El Salvador era un
terreno estratégico en su geopolítica, para la URSS, solo era un pie de página
que se fue convirtiendo en molesto dolor de cabeza entre más se agudizaban sus
crisis domésticas. Al final la URSS colapsó, y Rusia entró una crisis de
gobernabilidad a principios de los noventas.
La historia de la URSS en El Salvador deja una moraleja
que puede aplicarse en la actualidad a la relación de El Salvador con súper
potencias como China y Rusia. Si bien puede haber interés de China y Rusia de
provocar a Estados Unidos al acercarse a El Salvador, al final, para esas
naciones Estados Unidos representa una relación crucial que no vale el desgaste
que El Salvador puede traer. Así pasó con la URSS y puede ser igual en la
actualidad.
**Ricardo Valencia es profesor asociado de Comunicaciones
en Fullerton, la universidad estatal de California. Twitter: @ricardovalp.