Comienza la cuenta atrás en Moscú. Nadie esperaba esta invasión. “Impensable”, escribí en Ctxt evocando las escenas de Budapest en 1956 como algo por completo descartado. Todo el mundo bien informado y con criterio lo decía a mediados de febrero.
Lo decían en Kíev el propio ministro de defensa y los más
agudos analistas ucranianos. Lo decía la razón. “Pensábamos racionalmente una
situación que desbordó el marco racional”, dice ahora con amargura uno de
ellos.
Sabíamos que algo “fuerte” ocurriría. Moscú ya anunció
“medidas técnico-militares” si Estados Unidos y la OTAN no atendían a su
exigencia de negociar un replanteamiento general de la seguridad europea y en
especial el insensato y provocador cerco militar contra Rusia acometido desde
los años noventa. Pero ni los ucranianos esperaban tanto.
-La guerra de Rusia en Ucrania repite el guión de las
guerras de agresión de los últimos años. Ocho años de bombardeo y rupturas del
alto el fuego en el Donbass, no justifican la actual invasión y el bombardeo
ruso. La violación del derecho internacional por parte de Putin no se justifica
ni aminora por las violaciones de ese mismo derecho de parte de Estados Unidos
y de sus aliados. Putin merece tanto castigo como en su día los Clinton, Bush,
Obama, etc. Sus mentiras, mitos y exageraciones, el “genocidio” de la sufrida
población rusófila del Donbass, la demencial consideración imperial sobre la
“artificialidad” de la nación ucraniana o el pretendido “nazismo” de su régimen,
están en línea con las “armas de destrucción masiva” de Sadam, el “genocidio”
de Kosovo o la agresión del Golfo de Tonkín. Víctima de la guerra y de las
sanciones son las poblaciones, la ucraniana, la rusa, y de rebote también la
europea, especialmente sus sectores más vulnerables.
Bombardear, invadir y cambiar regímenes es un crimen que
en Occidente conocemos bien. Lo llevamos practicando 200 años. ¿Tiene Rusia
capacidad, potencia y condiciones para emular los desastres de sus adversarios
en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, etc sin romperse ella misma? Lo veremos
pronto.
A corto plazo lo que suceda en el terreno militar
determinará la situación. La inferioridad militar ucraniana es tan manifiesta
como su superioridad moral. En las primeras horas del ataque Rusia destruyó el
grueso de la capacidad antiaérea ucraniana, comenzando por Kíev. Sin radares ni
medios de radiolocalización y con los aeropuertos dañados, el dominio ruso del
aire es completo, explica un militar ucraniano. “No queremos una lucha de
posiciones”, decía el general ruso Evgeni Buzhinski. Pero una cosa son tus
intenciones y otra que la realidad en el terreno te permita realizarlas. ¿Qué
pasa con el factor humano, con la pasión y la moral nacional, con la
disposición al sacrificio? Aquí gana Ucrania.
El avance ruso es lento, como esperando el
desmoronamiento del ejército ucraniano. Pero si éste desmoronamiento no se
produce, todo lo que no sea una “rápida guerra victoriosa” es un desastre para
el agresor. Es obvio que Rusia no ha hecho uso en los primeros días de su
potencia militar, como optando por una “guerra soft”. Para avanzar debe
incrementar esa potencia ¿Con qué consecuencias?
Incluso si la operación militar tuviera éxito como “corta
guerra victoriosa” y lograra controlar el país, imponer un nuevo gobierno
ucraniano a su gusto y medida en Kíev, reorganizar a su conveniencia el
territorio de ese país e imponer las condiciones de neutralidad y
desmilitarización deseadas, el resultado sería inestable. La huida de algunos
millones de ciudadanos hacia el Oeste del país huyendo de la invasión militar y
la incorporación de otros millones de ciudadanos de las regiones rusófilas del
Este, entre ellos los separatistas del Donbass, puede, efectivamente, cambiar
el cuadro étnico-político de Ucrania. Podrían crearse, por ejemplo, dos
Ucranias políticamente más homogéneas. Una al Este del rio Dniepr y “leal” a
Moscú, y otra abandonada por imposible al nacionalismo antiruso al otro lado de
esa línea… Nada de todo eso se vislumbra ni remotamente ni está garantizado a
la hora de escribir estas líneas, pero incluso en la hipótesis de que un
escenario de ese tipo pudiera hacerse realidad, el proyecto nacería muerto.
En Ucrania hay, o había, una clara reserva de opinión
favorable a una mejora de las relaciones con Rusia, a la neutralidad, el no
alineamiento con la OTAN, etc. El grueso de esa reserva rusófila se concentra
en el arco que va de Jarkov, al noreste, hasta Odesa, en el suroeste, pero todo
indica que el grueso de esa reserva se ha quemado a las 48 horas de la
invasión. ¿Por qué?
Con su invasión Moscú ha traspasado una “línea roja” que
supera la tradicional división identitaria y cultural del país. A lo largo de
los treinta años de independencia, una generación, se ha consolidado el
consenso de unos y otros alrededor de la soberanía nacional, por diferente que
sea la interpretación de ese hecho. La invasión ha atropellado ese consenso y
por tanto lo ha fortalecido. Por eso, incluso un “triunfo” de la invasión en la
parte del país menos hostil a Rusia será inestable. Es difícil que haya allá
una gran resistencia popular pero por escasa que fuera bastaría y sobraría para
determinar el carácter represivo del régimen que se estableciera. Ese régimen
no tendría base ni apoyo. Con su increíble torpeza imperial, Rusia ha
consolidado definitivamente una Ucrania hostil. En esas condiciones -y las
expuestas son las más favorables que podemos imaginar para esta triste y
criminal aventura – el contagio de la insurgencia y la inestabilidad en
Ucrania, tendrá consecuencias directas en Bielorrusia y en Rusia. Las
autocracias que se ponen en evidencia se desmoronan como un castillo de naipes.
¿Cuántos cadáveres de jóvenes soldados rusos en bolsas de
plástico están dispuestas a asumir las ciudades de Rusia? En 1999 Putin
resolvió ese mismo problema aplicado a la impopular guerra de Chechenia con
cuatro misteriosos atentados en ciudades rusas atribuidos a la guerrilla
chechena que ocasionaron centenares de muertos y convencieron a los rusos de la
necesidad de aplastar militarmente la revuelta chechena al precio que fuese
para evitar males mayores. ¿Qué recurso queda ahora si todo se hunde en las
ciudades rusas y las madres, los jóvenes, la sociedad en su conjunto, desafía
la narrativa patriótica del Kremlin y sale a la calle a protestar maldiciendo
el nombre del Presidente? Con la invasión de Ucrania iniciada el 24 de febrero,
el Presidente Putin abre la puerta a una quiebra de su propio gobierno en
Moscú.
En Bielorrusia esa quiebra ya ha tenido lugar, aunque no
se haya consumado. Tras las últimas y multitudinarias protestas registradas los
últimos dos años en Bielorrusia, su caudillo, Aleksandr Lukashenko, es un
cadáver político que puede vencer pero no convencer. Ahora le llega el turno a
Rusia. Vladímir Putin todavía no es un cadáver político pero la cuenta atrás ha
comenzado. A diferencia de Lukashenko, no dispone de un “hermano mayor” que le
salve. (Atentos a la conducta de China). El “escenario 1905” que hemos barajado
desde hace tantos años, está servido.
Aquel año la flota zarista fue hundida por los japoneses
en Tsushima, en el contexto del pulso que ambos imperios libraban por los
despojos de China. Todo el mundo daba por supuesta la victoria del Zar, pero
fue mucho peor que lo nuestro en Santiago de Cuba: el adversario era una
potencia no europea, seres “inferiores” (Nicolas II los llamaba “macacos”).
Aquella humillación sentó las bases de la primera de las tres revoluciones
rusas de principios de siglo XX. El Zar que gobernaba un régimen arcaico para
su tiempo sobre los tres principios de la secular doctrina moscovita
(autocracia, ortodoxia y espíritu popular) se convirtió en un cadáver político.
Los japoneses desacralizaron militarmente al zarismo, evidenciaron su
contradicción con los tiempos. Ahora los “macacos” son los ucranianos. Su digna
resistencia dinamita los aspectos inadecuados del nacionalismo ruso, por lo
menos tal como el Kremlin lo concibe. En la sociedad rusa, ni siquiera entre
los uniformados, hay entusiasmo hacia la guerra. La brecha entre sociedad y
poder, manifiesta en Rusia desde 2018 pero aún latente y pasiva, tendrá ahora
consecuencias prácticas. Perjudicados por las consecuencias de la tensión con
Occidente, los oligarcas ya murmuran contra el “capitalismo de Estado” de
Putin.
-Llegados aquí hay que preguntarse ¿cómo ha podido el
Kremlin meterse en esto? ¿Cómo se explica tamaña torpeza? La enfermedad
imperial produce ceguera. Incapacidad para comprender los procesos históricos y
los movimientos sociales. Esa ceguera típica de las autocracias en crisis es
particularmente peligrosa en los imperios menguantes. Todas las potencias
coloniales europeas pasaron por ello en la segunda mitad del siglo XX. No
entendían aquellos movimientos de liberación nacional. Antes de apearse de sus
estatus coloniales y reconvertirlos en otras fórmulas imperiales de dominio más
modernas, las potencias europeas cometieron crímenes enormes en el mundo.
Francia guerreó en Argelia y dejó allá un millón de muertos. En Indochina
ocasionó otros 350.000. Inglaterra saldó con un millón de muertos y 15 millones
de desplazados la separación imperial de India y Pakistán. En Kenia la
descolonización ocasionó 300.000 muertos y millón y medio de recluidos. Hasta
la pequeña Holanda acaba de reconocer la factura de 100.000 muertos que causó
en su guerra colonial de cuatro años en Indonesia.
Y ¿qué decir de Estados Unidos gran patrón del bloque
occidental. Su declive imperial lleva décadas arrastrando consigo una guerra
permanente. Desde el 11 de septiembre de 2001 ha ocasionado la destrucción de
sociedades enteras, 38 millones de desplazados y 900.000 muertos, según el
cómputo más bien benigno de la Brown University de Estados Unidos (“Cost of
War”). Ese es el gran contexto de la actual sicología del nacionalismo ruso
instalado en el Kremlin. Rusia está pasando por estas patologías imperiales del
declive de la misma forma y choca en ellas con sus competidores imperiales que
le han acorralado en Europa. Estamos ante un choque entre imperios en un
momento dominado por el traslado de potencia global hacia Asia que les afecta a
todos. Occidente no sabe qué hacer con el vigoroso ascenso de China. El debate
en el dividido establishment de Estados Unidos es continuar con la contención
de Rusia o ganarse a esta para concentrarse en la contención de China. El
vicealmirante alemán destituido por pedir “respeto” a Rusia, justificó su
posición en la misma lógica: para concentrar mejor el fuego contra China.
Geograficamente situada entre dos imperios superiores a ella en todos los
parámetros, la UE y China, Rusia tampoco sabe qué hacer con los dilemas y
angustias de su declive.
En el Kremlin no se reconoce ni se comprende la autonomía
social, porque queda fuera de su radar. Como guía y receta solo se conciben las
relaciones de fuerza y los intereses de las elites imperiales adversarias. El
cálculo del Kremlin de que el adversario euroatlántico no se atreverá a adoptar
medidas militares y no irá más allá de las sanciones, es a la vez racional y de
alto riesgo. ¿Por qué arriesgar tanto? Porque Putin considera que Rusia se
enfrenta a un peligro existencial. “Ya no tenemos a donde retirarnos”, dijo en
enero. Se humilló a Rusia. Todo lo que Occidente favoreció allá desde el cierre
en falso de la guerra fría, contribuyó a favorecer una lenta redición de la
enfermedad imperial en Moscú. “Weimar en Moscú” fue un proceso lento e
inexorable. Y se veía venir.
“Rusia no será débil eternamente, ¿es que no se dan
cuenta para quien trabajan?”, advertía en 1996 Mijaíl Gorbachov, escandalizado
ante los planes de ampliación de la OTAN al Este. Agresivos estrategas de la
guerra fría como George Kenan, lanzaban la misma advertencia dos años después
desde Washington: “será el principio de una nueva guerra fría. Los rusos
reaccionarán gradualmente de forma negativa y eso influirá en su política. Me
parece un trágico error. No hay ninguna razón, nadie está amenazando a nadie.
Habrá una mala reacción de Rusia.”
En Moscú había que escuchar las conclusiones a las que
habían llegado analistas como Sergei Karaganov, presidente del principal
laboratorio de ideas ruso, el Consejo de Política Exterior y de Defensa.
Furibundo liberal-occidentalista en los años noventa, era lo que entonces se
definía en Rusia como un “demócrata”: un intelectual deseoso de integrarse en
la “civilización”, perfecto dominio del inglés y admirador del modo de vida
americano. Karaganov se transformó gradualmente en un “patriota” nacionalista
receloso de Occidente. El 17 de febrero, una semana antes de la invasión
resumía así su posición:
“Frecuentemente, el sistema de relaciones internacionales
cambia a base de una gran guerra o de una serie de guerras. Evidentemente, la
guerra no es el mejor escenario, pero el dilema que tenemos ante nosotros es
bastante simple: si continuamos en el actual sistema, por ejemplo asumiendo
pasivamente la ampliación de la OTAN a Ucrania, la guerra será inevitable. Mis
colegas del Consejo de Política Exterior y de Defensa y yo, ya llegamos a esa
conclusión en 1997-1998. Dijimos que si legitimábamos la ampliación de la OTAN,
Ucrania entraría en ella y como resultado vendría la guerra. Un cuarto de siglo
después vemos que todo apunta hacia ahí. Por eso, nuestro enunciado consiste en
buscar medios para lograr un sistema de seguridad justo y duradero en Europa
que evite un conflicto militar. Queremos cambiar el sistema sin una gran
guerra, pero no descarto una pequeña guerra o una serie de guerras locales” (…)
“Ahora disponemos de fuertes recursos. En 2003 se decidió crear una nueva
generación de armas estratégicas hipersónicas. Llevamos a cabo una efectiva
modernización, relativamente barata, de nuestras fuerzas regulares. En Siria las
entrenamos. Las dos cosas nos permiten ahora mirar al mundo con tranquilidad
desde el punto de vista de nuestra seguridad y comenzar, con firmeza, a darle
la vuelta a las normas que nos impusieron, a nosotros y al mundo, en los
últimos treinta años”. A la pregunta por los objetivos de Rusia en Ucrania,
Karaganov respondía así en aquella misma entrevista del 17 de febrero: “en
primer lugar impedir la ampliación de la OTAN y la militarización de Ucrania.
Digan lo que digan, no tenemos planes para conquistarla. Otro asunto es que ese
país tenga pocas posibilidades de mantenerse como Estado a largo plazo.
Seguramente Ucrania se desintegrará lentamente y a partir de allí la historia
dirá: no excluyo que parte de ella se una a Rusia, otra a Hungría y otra a Polonia
y que otra parte pueda mantenerse formalmente como un Estado independiente
ucraniano”.
En su mensaje del 21 de febrero Putin enumeró algunos de
los riesgos que Ucrania representaba para Rusia; la doctrina militar adoptada
en marzo de 2021 “completamente orientada a la confrontación con Rusia y al
objetivo de implicar a países extranjeros en un conflicto con nuestro país”, la
“presencia permanente de contingentes de la OTAN en Ucrania con la excusa de
maniobras”, la “integración del sistema de mando del ejército ucraniano en el
de la OTAN”, la millonaria dotación de Estados Unidos a Ucrania en armas,
munición y preparación de especialistas”, el mando de “consejeros extranjeros
sobre las fuerzas armadas y servicios secretos ucranianos”, la “modernización
de la red de aeropuertos para que puedan recibir contingentes militares
aerotransportados en breves plazos así como el futuro despliegue en ellos de la
“aviación táctica” de la OTAN y medios de observación electrónica “que
permitirían a la Alianza controlar el espacio aéreo ruso hasta el Ural”.
Putin definió entonces el uso de sanciones contra Rusia
como algo inevitable, “en la medida en que Rusia fortalezca su soberanía e
incremente la potencia de sus fuerzas armadas”. “Independientemente de la
situación en Ucrania, los pretextos para imponernos sanciones se encontrarán, o
se fabricarán, de todas formas” dijo. “El objetivo es claro: frenar el
desarrollo de Rusia y eso lo hacen sin necesitar de pretexto alguno, únicamente
porque existimos y porque nunca renunciaremos a nuestra soberanía, intereses
nacionales y valores”. La guinda la puso en vísperas de la invasión, el propio
presidente de Ucrania, Vladimir Zelenski, al declarar públicamente que “Ucrania
tiene la intención de dotarse de sus propias armas nucleares”. Resumiendo: una
amenaza existencial para Rusia y la inevitabilidad de una gran guerra si no se
actúa militarmente para prevenirla aunque sea con una guerra pequeña.
Verdadera o exagerada, realista o demencial, poco
importa: esa es la percepción real y la mentalidad que ha determinado la
conducta del Kremlin. Si se quiere entender la situación, algo que la espiral
belicista no siempre desea y la propaganda mediática impide, hay que empezar
por tomarse todo esto en serio. En ello nos va la vida, en el sentido más
literal de la expresión, pues ese es el discurso de una superpotencia nuclear
acomplejada. Esta “Rusia de Weimar” nunca habría llegado aquí sin su Versalles.
¿Repetirá Occidente el error intervencionista cuando llegue la quiebra del
régimen de Putin?.
***(Publicado en Ctxt)