El presidente Xi Jinping es un líder de un Estado comunista y chino, pero lo que no puede es pretender que ahora él se quiera convertir en el gran piloto de la travesía china. Xi Jinping tuvo un padre que fue una de las tantas víctimas de Mao Zedong durante la Revolución Cultural china. El actual presidente de China creció en un ambiente rural, fue un hombre que –como tantos millones de sus conciudadanos de esa época– tuvo que esconderse en el paisaje y no llamar la atención con tal de sobrevivir. Nunca se ha hecho ni el reconocimiento ni el balance de lo que verdaderamente significaron tanto la Revolución Cultural como el maoísmo para la generación china que le tocó vivir a los padres de Xi Jinping y de Deng Xiaoping.
Hoy, lo que es innegable es que hay dos Chinas: una antes
de Mao Zedong y otra después de la Revolución Cultural. Cuando Deng Xiaoping
decidió acometer la epopeya de dar de comer todos los días a lo que entonces
eran poco más de mil 100 millones de chinos que habían pasado desde hambre
hasta los brutales saltos hacia adelante del Gran Timonel, nadie, ni siquiera
el exmandatario chino, podía imaginar que tendría tanto éxito. En el
experimento de mantener en el más puro capitalismo el espíritu comunista que realmente
tiene China, la maniobra de Deng Xiaoping asombró a todo el mundo.
China ha despertado y todo parece indicar que, además de
que el mundo lo necesita, como proclamó el recientemente elegido por tercera
vez presidente de la República Popular China, lo que queda claro es que el país
necesita encontrar un camino de acomodo donde se acabe, finalmente, la escalada
sin límite en la que lleva mucho tiempo. Una escalada que consiste en
financiar, construir, dar y exponer diariamente la financiación del mundo en
función al gran sacrificio chino.
Cuando en 1979 Deng Xiaoping firmó la orden mediante la
cual se permitirá la creación de las zonas económicas especiales de China, no
era capaz de imaginarse que, con esa acción, no sólo estaba permitiendo la
creación de dos sistemas dentro de un mismo país, sino que además estaba
creando lo que era la mayor manifestación de tener un éxito integral. Un éxito
donde, por una parte, la gente comiera, que tuviera la capacidad de
desarrollarse y, por último, que por primera vez se pudiera exportar un sistema
de vida desconocido por el mundo y por los chinos hasta ese momento.
El crecimiento de China ha sido gradual. No hay que
olvidar que desde la Guerra del Opio hasta la actualidad –con la pérdida de
Hong Kong y todo lo que eso significó– la autoestima de los chinos siempre ha
sido ambivalente. China es un país hecho bajo el dominio que tuvieron durante
las diversas invasiones que sufrieron a lo largo de su historia. El sentimiento
de haber sido dominados –situación que tuvo su apoteosis en los siglos 19 y 20
durante la Guerra del Opio y sus implicaciones– en diversas ocasiones creó una
especie de complejo en la sociedad china. Durante la Guerra del Opio, la
emperatriz Cixí vio cómo China era recuperada para volver a ser ocupada y usada
por los extranjeros. Los chinos –al igual que los Boérs cuando iniciaron el
movimiento en Sudáfrica que buscaba detener la dominación extranjera– siempre
han tenido la necesidad de recuperar su orgullo y nacionalismo.
La china es una sociedad que, primero, tuvo a alrededor
de 700 millones de seres humanos trabajando como esclavos, buscando hacer más y
mejor todo lo que consumía Occidente. Después, poco a poco, y con una buena
administración, empezó a ahorrar y a planificar, sin caer en la trampa de jugar
o intentar dar la sensación de que lo que tenía que hacer era parecerse a los
demás. El yuan es una moneda que ha crecido sigilosamente en su valor hasta
convertirse en una moneda de reserva mundial, manteniéndose al margen del
Sistema Monetario Internacional y del Banco Mundial. Estas dos instituciones
dependen y se responden a sí mismas. Son instituciones que han ayudado a la
localización y explotación de la reserva de materias primas que tienen o han
tenido los países africanos o latinoamericanos.
Al mismo tiempo que iba estableciendo sus ejes
fundamentales de crecimiento y desarrollo, China invertía y creaba conquistas
tecnológicas como nunca antes siquiera pensó tenerlas. Huawei y el 5G son la
prueba. Contrario a los chinos, siempre me ha asombrado el hecho de que Estados
Unidos –siendo la principal economía del mundo y con todas sus capacidades
tecnológicas y de infraestructura– no hubiera sido capaz de construir un solo
tren de alta velocidad ni en su territorio ni en los aledaños. No sólo por lo
práctico que sería este transporte, sino porque también sería una manera de
demostrar que en América del Norte y en el hemisferio occidental también se
tiene la capacidad de emprender una infraestructura de ese tipo. También es
asombroso que, para poder competir con el enorme paso hacia adelante que supuso
el 5G de Huawei, realmente hay que hacer temblar todos los fundamentos del
comercio internacional. Y es necesario hacerlo para evitar que la inversión en
tecnología que han hecho los chinos les dé, entre otras cosas, una situación
hegemónica mundial.
A partir de aquí, ¿qué va a pasar con el mundo y con
China? Es evidente que los chinos –hasta aquí– no son aventureros. Lo cual no
quiere decir que asuntos como el de Huawei, que tiene mucho que ver con los
conductores y con los chips, finalmente se decida en torno a una mesa por la
invasión. De cualquier manera –como ha demostrado en su actitud con su aliado
Rusia o con su aliado Irán–, China tendrá mucha atención en cuidar o en tener
actitudes imperialistas. Sin embargo, lo que definitivamente los chinos no
harán será seguir los sueños locos de mandatarios como Vladímir Putin o de los
ayatolás iraníes. China entiende que su papel en el mundo radica en su
neutralidad y equilibrio frente a lo que significa darle al mundo una solución.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita soluciones. En ese
sentido, la potencia de China puede ser una garantía de que no haya demasiadas
aventuras en el aire. Pero también es verdad que, al mismo tiempo que se van
debilitando los demás, el excesivo protagonismo chino también nos coloca en una
situación peligrosa. Y es que, al final, nada más difícil de controlar que la
fuerza desmedida o fuerzas que no son capaces de sufrir balances en el entorno
en el que se encuentran.
Con Xi Jinping al frente empieza una nueva era. China no
puede seguir creciendo sobre la base de lo que los demás no hacen o no están
dispuestos a hacer. Los chinos necesitan encontrar y definir un sistema que
compense lo que tanto les costó aprender del mercado interno estadounidense y
empatarlo con su estrategia a futuro, tanto interna como globalmente. En
cualquier caso, nos quedan por delante unos años en los que va a ser demasiado
provocador intentar debilitar o quitarle la fuerza excesiva que aparentemente
tiene China. Mientras tanto, empezando por Estados Unidos –que son los que
tienen el mayor complejo y problema de controlar y dominar las relaciones
comerciales, financieras y de todo orden–, no hay que olvidar que ahora
viviremos un tiempo en el que los ajustes internos de las grandes potencias van
a definir el juego. En este sentido, la excesiva fuerza de China frente a los
demás es el mayor desafío y la mayor garantía de equilibrar el panorama
mundial.
Es conveniente no olvidar que lo que vimos el otro día
retransmitido mundialmente, cuando se movió a Hu Jintao y se le recusó de votar
–a pesar de que lo haría en contra y de su estado de salud–, fue una prueba
evidente de que, en cuanto se descuida, las peores formas de los regímenes y de
los países salen a flote. El presidente Xi Jinping es un líder de un Estado
comunista y chino, pero lo que no puede es pretender que ahora, ya que el Gran
Timonel cubierto por Mao Zedong, él se quiera convertir en el gran piloto de la
travesía china.