No cabe duda de que el próximo 15 de enero el señor Correa asumirá el cargo en las condiciones más difíciles posibles: no contará con ningún Diputado de su movimiento en un Congreso Nacional poco proclive a los cambios, y naturalmente a la defensiva con los anuncios de campaña de aporrear el tablero político.

Tendrá que gobernar un país hondamente agrietado, en el que cada grupo de poder se aferra por medios lícitos e ilícitos a sus particulares privilegios e inmunidades. Le tocará ser jefe de un Estado ya casi inexistente, totalmente cariado y corroído por las inestabilidades crónicas y acostumbradas. Un Estado que ya no se basa en la confianza y cuyas instituciones languidecen. El señor Correa, por otro lado, seguramente tratará de implementar un plan de gobierno aislante y nacionalista en momentos en que el mundo irreversiblemente se integra y se internacionaliza.

Tratará, así mismo, de luchar contra los grandes poderes a los que flageló durante su campaña electoral: los organismos multilaterales de crédito, la banca y las empresas 'transnacionales', por ejemplo. Todo lo anterior mientras, según ha ofrecido, convocará a una asamblea constitucional o constituyente que reorganice las estructuras políticas.

Hasta ahora la asamblea ha sido el caballo de batalla de la campaña del señor Correa. Sobre esto hay que tener en cuenta que una de las razones por las que vivimos en un Estado más o menos organizado es para evitar los abusos y las tentaciones de las autoridades. Todos los sistemas políticos occidentales (Ecuador incluido) están constituidos así: el Jefe de Estado tiene unas funciones políticas y el Legislativo (Congreso) tiene otras. De este modo se evita el atropello y la concentración del poder, dividiéndolo.

Por eso la Constitución ecuatoriana manda que cuando el Presidente de la República quiera reformar la Carta Política por medio de una consulta popular, esta consulta debe ser aprobada previamente por el Congreso. Lo contrario sería dejar todos los poderes al arbitrio de una sola persona, que es justamente lo que la Constitución quiere evitar. Igual lógica tiene convocar a una asamblea que redacte una nueva Constitución (la enésima), en lugar de la actual. Por forma que el señor Correa tendrá que contar y negociar con el Congreso Nacional, le guste o no.

Esas son las reglas de la democracia que el Presidente de la República está obligado a defender. Cuando el nuevo Presidente de la República tenga que lidiar con el Congreso y con sus antagonistas, veremos si la ciudadanía ha elegido a un demócrata o a un autócrata.

El nuevo Presidente deberá cargar la cruz de la juventud. Tendrá que probar que es lo suficientemente de izquierda como para no defraudar a sus seguidores y áulicos momentáneos. Tendrá que arreglárselas para no ser tan de izquierda como para no ahuyentar al dinero. Caminará sobre arenas movedizas.