Más allá del culto a la personalidad, del exacerbado narcisismo que exhala cada gesto presidencial, el sustento emocional del socialismo del siglo XXI es la soberbia, la desmesura implícita en el carácter demiúrgico del proyecto revolucionario. Contrario al individualismo liberal que ve en la sociedad un poder de autogeneración y autoorganización producto de la agregación, pero exterior a cada individuo, los socialistas, al igual que los monárquicos y los reaccionarios, ven el orden social como resultado de una voluntad, como el producto maleable de una consciencia superior. Inflados como dioses o demonios, los revolucionarios se consideran capaces de borrar la historia y recrear el mundo.

En lugar de concebir que las instituciones, las leyes y el orden colectivo son, Ferguson dixit, "el resultado de las acciones de los hombres pero no de sus propósitos", la empresa revolucionaria se atribuye una inteligencia especial que le permite moldear una novel cultura y recrear, nada menos, que un nuevo ser humano.

Lo único que garantiza la independencia, la libertad y el respeto de los derechos humanos, es la autonomía del orden colectivo, la concepción de la sociedad como efecto de composición, como resultado de la interacción entre individuos que está, a su vez, fuera del alcance de la voluntad de cualquiera de ellos. Superando el racionalismo constructivista de los franceses, de Robespierre y de Rousseau, los chavistas han decidido jugar a demiurgos desconociendo, no sólo las pocas instituciones significativas que han perdurado desde nuestro más remoto pasado colonial sino abocándose a un peligroso proyecto de ingeniería social para transformar las estructuras mentales y los rasgos fundamentales de nuestra personalidad modal. También Pol Pot y los Khmer Rojos modificaron el orden político territorial de Camboya, mudaron ciudades y eliminaron la moneda a cuenta de formas de producción colectivas para el beneficio de toda la sociedad. ¿Qué resultó?

acaprile@ucab.edu.ve