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01/02/2007 | Fidel: El Coma andante

Claudio Uriarte

Ese humor triste de los cubanos sugiere que no habrá un gran estallido popular tras la muerte del líder, seguido del derrocamiento de la nomenklatura del Partido Comunista, la explosión de elecciones libres y el retorno triunfal de los cubanos de Miami con las alforjas repletas de billones de dólares para invertir en su país.

 

Durante las largas y opresivas cuatro décadas y media de su verborrágica tiranía tropical, Fidel Castro se habituó a ser llamado por su pueblo como "el Comandante". Pero en los últimos años, con la salud, el andar y el hablar cada día más frágiles y torpes del hombre del eterno uniforme verde oliva, el humor popular escanció las sílabas del título para llamarlo "el Comaandante". El coma andante.

En la reciente "celebración" de su octogésimo onomástico, donde fue entusiastamente visitado y abrazado por el presidente venezolano y notorio antisemita Hugo Chávez, ese operetístico oficial (uno diría más bien "zumbo", como en Argentina suele despreciarse a los suboficiales gritones, sabelotodos, prejuiciosos e ignorantes), que denomina "socialismo " a lo que en realidad es un creciente fascismo de izquierda, las cámaras de la TV registraron a Fidel como lo que realmente es ahora: un patético anciano en pijamas de hospital, el rostro desencajado y los ojos irradiando rayos de terror a la muerte. Rumores de cáncer terminal rodean a quien sería el último dictador de América Latina, tras la muerte del chileno Augusto Pinochet, aunque de todos modos no debe quedarle demasiado tiempo. Aunque quién sabe. En los primeros años ´90, a la zaga de la caída en dominó de todos los regímenes del "socialismo "real" en Europa del Este, se publicó un libro con el título "Los días finales de Castro". Estamos en 2007, y el Partido Comunista sigue gobernando Cuba.

¿Hay algarabía y festejos anticipados en las calles de La Habana? No. ¿Hay, por el contrario, una desolación y una tristeza incontrolables? Tampoco. El pueblo cubano se ha acostumbrado mansamente a la ausencia de su líder máximo en todos los actos oficiales, del mismo modo que antes se había acostumbrado a su omnipresencia. Es ese mismo pueblo dulce, pero cansado, que antes de hablar del "Comaandante" ya había inventado otros chistes tristes, resignados, como cuando la caida de la URSS y el fin de sus subsidios obligaron a entreabrir la puerta un poco a la iniciativa privada, y de "socialismo" se pasó a hablar se "sociolismo". Pero, fiel a su staliniana paranoia, Fidel no tardó en cerrar también esa puerta, como también lo haría con las lucrativas concesiones que le dejaban la instalación de lujosas cadenas españolas de hoteles en Cuba. No fuera que el pueblo alternara demasiado con extranjeros que sabían lo que eran la libertad, la democracia... y la prosperidad. Toda su dictadura fue un rosario de oportunidades perdidas, como la estúpida decisión de romper con Estados Unidos, echar y expropiar a las clases empresarias (es decir, las que generan riqueza y dan empleos), instalar fábricas checoslovacas para procesar materias primas que no existían en Cuba, destruir la agricultura cubana por medio de una ignorante campaña de erradicación de cultivos, enviar al Che Guevara en una inverosímil misión de instalar el socialismo en Congo (y luego en Bolivia), despachar tropas cubanas al Africa para sostener a la facción gobierno prosoviética en la guerra civil de Angola y prohibir los "paladares", modestos restaurantes para turistas en casas de familias que buscaban de este modo superar un poco las patéticas realidades de los sueldos fijos y del racionamiento. El colmo de esta serie de tragicomedias se vio en años recientes, cuando el presidente dedicó largas horas de un discurso público a exaltar las virtudes de ahorro energético de la olla arrocera (a la que antes había denostado)... en un país que se encuentra a 90 millas de la Norteamérica de Microsoft y de Bill Gates.

Ese humor triste de los cubanos sugiere que no habrá un gran estallido popular tras la muerte del líder, seguido del derrocamiento de la nomenklatura del Partido Comunista, la explosión de elecciones libres y el retorno triunfal de los cubanos de Miami con las alforjas repletas de billones de dólares para invertir en su país. Ese sería el "happy ending", ¿no? Pues me temo que no ocurrirá. Porque una dictadura tan larga, persecutoria y estéril como la de Castro generalmente tiene un solo éxito: romperle la columna vertebral a su nación. Pese a la existencia de valerosas organizaciones de derechos humanos en la isla (que la izquierda, ¿qué raro, no?, no registra nunca), de disidentes que son puestos en libertad cuando llega una delegación de congresistas norteamericanos y regresados a la cárcel cuando los congresistas norteamericanos se van, Cuba carece de una verdadera sociedad civil. Las únicas actividades lucrativas son la prostitución (que Castro se había envanecido de haber erradicado) y el narcotráfico internacional. Los únicos éxitos son la alfabetización total (para que todo el pueblo pueda leer diarios oficiales tan informativos y objetivos como Granma, Juventud Rebelde y los discursos completos de Fidel Castro), y la medicina, que suele funcionar, en misiones internacionales de buena voluntad en todo el mundo, para que los extranjeros se queden pensando: "Algo bueno debe tener el gobierno de Fidel Castro, después de todo".

Entonces, el pueblo se habitúa a las desgracias, a las arbitrariedades, al arresto, la tortura, la muerte y los súbitos e inexplicados cambios de línea ideológica del "Número Uno". En Europa del Este, el desplome de los regímenes fue tan fácil porque, debajo de la opresión garantizada por la Unión Soviética, la gente seguía siendo lo mismo: se reunía, iba a la Iglesia, e ignoraba olímpicamente una línea ideológica en que ni siquiera sus líderes creían. Eran comunismos cínicos. En Cuba, en la aislada Cuba, en cambio, la tiranía se hizo carne. Para peor, cuando las cosas parecían realmente mal, llegó Chávez, enriquecido por el petróleo, para sustituir los subsidios que solía conferir la antigua URSS.

Esa melancolía cubana sugiera que no habrá revolución, aunque quizás sí una tímida reforma. Raúl Castro, hermano menor y sucesor dinástico del Gran Dictador, probablemente bajará los decibeles de paranoia de Fidel, llamará a intelectuales, disidentes y otros representantes sociales a unas larguísimas conversaciones que desembocarán en la total vaguedad y hasta es posible que intente formar con ellos una especie de Gran Partido de la Reconciliación Nacional. La nomenklatura seguirá gobernando a Cuba. Y los turistas seguirán maravillándose del socialismo mientras sorben sus mojitos en el bar favorito de Ernest Hemingway.

Diario Exterior (España)

 


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