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06/02/2007 | Somalia rota. El olvido que mata

Alfonso Armada

Viniendo de las áridas tierras del norte de Somalia, la aparición de un río que se demora en cerrados meandros y de un insólito manto verde anuncia la Mesopotamia del Cuerno de África, entre los ríos Juba y Shebeli, la franja donde se alzan las ruinas de Mogadiscio (bajo las que sobreviven algo más de un millón de almas), y Jowhar, nuestro destino.

 

El piloto de la avioneta blanca de nueve plazas que despegó de Nairobi con el alba echa un vistazo a la pista de tierra. No hay moros en la costa. O los moros son amigos. No hay otra forma de llegar a Somalia que en vuelos «humanitarios». O, si se prefiere la aventura y se dispone de una cartera abultada, contratando los servicios de los grandes camellos del «qat», hierba anfetamínica que nutre la dieta diaria de miles de somalíes. Tres vehículos todoterreno de Médicos sin Fronteras con discreta escolta armada esperan en el «aeropuerto». Osman, el jefe de seguridad de MSF, confirma con un «walkie talkie» que el bimotor de hélices puede aterrizar. Él es toda la torre de control.

Emprendemos el camino de Jowhar tratando de evitar los vestigios de la pomposa Carretera Imperial, trazada cuando Roma volvió a gozar de «piccolo» imperio africano y en Mogadiscio tenía su paseo del Lido frente al Índico, con mansiones blancas, buganvillas, alcohol y «dolce far niente» para la burguesía colonial. Hoy no queda apenas asfalto y los vehículos motorizados prefieren los blandos arcenes de tierra a la lepra de asfalto y gravilla. Campesinos de vuelta a casa, mujeres cargadas como en toda África, pastores de vacas y cabras no demasiado escuálidas y algún carro tirado por un jumento avanzan a duras penas por la ruta Imperial que pasa entre cañaverales, arbustos y charcas donde los nenúfares han vuelto a florecer. Tres días más tarde, mientras en Addis Abeba el presidente de Etiopía anuncia una paulatina evacuación de las tropas que invadieron Somalia y le dieron la puntilla a la Unión de Tribunales Islámicos, un convoy de 23 camiones cargados hasta los topes de soldados etíopes pasará camino de la martirizada capital.

Las últimas noches de enero han sido como una plaga cuasi bíblica: grillos, saltamontes y mantis parecen brotar de la tierra y llover del cielo. Pero la estación seca avanza y somalíes y expatriados confían en que los insectos vuelvan a ser tan comedidos como las salamanquesas, las serpientes y los sapos. A las siete y media de la mañana el sol ya lo enciende todo y, como en «Canción triste de Hill Street», en la sede de MSF se pasa lista. Bajo un cobertizo y en torno a dos mesas cubiertas por vivas telas, y a la vista de los madrugadores que ya recorren las polvorientas calles de Jowhar, se hace recuento de situación y de tareas.

En torno a Marcos Ferreiro, jefe de misión, que teclea en su ordenador las nuevas que le van proporcionando Osman y Mohamed Hassan, a quien todos llaman «Dottore», recién llegado de Mogadiscio, se sienta su equipo. Intervienen matronas y enfermeras, nutricionistas y el administrador: dos mujeres somalíes (Abde y Halimo), tres españoles (Andreu, Noelia y Xisca), una chilena (Malu) y una japonesa (Ruriko). Es la primera paradoja que uno se encuentra cuando deja el miedo en casa y se interna en Somalia, al menos orillando Mogadiscio, donde la muerte es más barata y frecuente que en Jowhar. La vida sigue. No todo está perdido. La desesperación no da de comer. Ni cura.

No hay Gobierno, pero el mercado de Jowhar está bien surtido de alimentos de primera necesidad, y su laberinto techado para aliviar del ardiente sol somalí está bien provisto de las maravillosas telas que hacen todavía más esplendorosa la belleza natural de las somalíes. Una joven vendedora de limones parece salida de una estampa impresionista; otra, de una película de la «nouvelle vague» francesa: ofrece un atado de ejemplares del «International Herald Tribune» de tan «sólo» un mes de antigüedad. Bordeando el río, llegamos a la antigua azucarera construida en los años treinta del siglo pasado por el duque de los Abruzzos y a Dottore le come la nostalgia por los «buenos días perdidos. Esto era el paraíso». Trabajó de médico en Jowhar (ahora lo hace en las ruinas de Moga), y junto a la azucarera, al final de la jornada, en el club se jugaba al billar, se bailaba... Hoy, las vértebras de hierro de la fábrica parecen el espectro de Somalia.

Política del clan

El olvido mata, y así ha sido durante los últimos 16 años en Somalia, tras la voladura de la feroz dictadura de Siad Barre. El país se partió en mil pedazos, con «señores de la guerra» repartiéndose los fragmentos y haciendo del clan, el sub clan o el sub sub clan una condición más imperecedera y valiosa que la de somalí. En el clan se nace, no se elige. Sin autoridad, la sanidad y la educación se las tragó el desierto. Somalilandia se declaró independiente. Es la única región del país que funciona y donde la paz no es espejismo. Puntlandia se proclamó región autónoma.

De allí proviene el presidente del Gobierno Federal de Transición, Abdullahi Yusuf, uno de los más despiadados «señores de la guerra»: la gran esperanza de Occidente después de haber sido aupado al poder en Mogadiscio con las tropas de la archienemiga Etiopía y la vitola de Washington, que apostó por los «señores de la guerra» para combatir a la Unión de Tribunales Islámicos, acusados por la CIA de cobijar a terroristas de Al Qaida. En la semana de Navidad, una fulgurante ofensiva etíope puso a los islamistas que habían creado el primer atisbo de orden en 16 años en desbandada. Se ha vuelto de golpe al reino de los clanes y los «señores de la guerra» que han devorado ya a dos generaciones de somalíes.

Si Paquita la del Barrio supiera de Halimo Mohamed Haji, casada, 55 años, nueve hijos y marido en casa («tumbado en la cama. No trabaja. Cuando llego tarde, todavía me grita»), le dedicaría una de sus canciones sobre la inveterada inutilidad del «sexo fuerte». Aquí, en Somalia, le sobrarían ingredientes: las mujeres son las únicas que no han hecho la guerra, las que raramente mastican «qat»: «Hemos cuidado de las casas, hecho el trabajo, alimentado y educado a nuestros hijos, y sufrido violencia y violaciones». Son ellas las que han impedido que los somalíes desaparecieran del mapa. Presidenta del Grupo de Mujeres de Jowhar, fundado en 1995 «para hacer frente a los desórdenes tras el colapso del Gobierno», Halimo no se plantea lanzarse al ruedo político: «Mientras las armas estén tan a mano como los tomates no hay nada que hacer».

No hace falta tirarle de la lengua: «Estamos un poco hartas de los hombres de Somalia». Y de una «cultura» que incluye el maltrato, y la ablación e infibulación de las niñas: «Es una prueba de virginidad que exigen los hombres». Contra esa «tradición que viene de los faraones» lucha el Grupo de Mujeres, que recibió con esperanza a las Cortes Islámicas «hasta que empezaron a prohibir la música en la radio y cerraron los cines. Había más seguridad, pero menos libertad». No tienen mucha confianza en el nuevo Gobierno impuesto por Addis Abeba. Aunque Halimo reconoce que es «mejor un mal gobierno que ningún gobierno», cifra su resquemor en un refrán somalí: «Cuando dos elefantes se pelean es la hierba la que sufre».

Pero no son los somalíes amigos de quedarse cruzados de brazos. Tras los saqueos que entre 1991 y 1992 desmantelaron el país, varios vecinos de Jowhar crearon, con el apoyo de Unicef y la Unión Europea, la cooperativa Farjanno («canal del cielo»). Gracias a ellos, buena parte de Jowhar tiene agua corriente. «Los clanes destruyeron todo. Farjanno quiere demostrar que es posible trabajar juntos como somalíes, dejando de lado el clan de cada uno», proclama su presidente, Unsheye Ahmed Anoder, rodeado del consejo de ancianos: su junta directiva. Fruto de ese espíritu es el colegio que depende de la cooperativa y en el que estudian 650 niños y niñas de entre 7 y 19 años, que comparten aulas. Aunque todas llevan pañuelo (azul, amarillo, verde, según la edad), son pocas las que se velan el rostro. Mientras se combate en Mogadiscio, 90 kilómetros al sur de Jowhar, las clases están a pleno rendimiento. La mayoría se imparten en inglés.

El país se hizo con una mala reputación de hierro tras la desastrosa operación —altruismo a punta de fusil— que la ONU y EE. UU. desencadenaron a comienzos de los noventa, que se llevó por delante la vida de 113 soldados de la paz (18 estadounidenses) y más de 7.000 somalíes, costó más de 7.000 millones de dólares (por cada dólar en ayuda, se gastaron 10 en el despliegue militar), pero sobre todo acabó condenando al país al limbo de las regiones intratables del globo, cebando la idea del «nuevo barbarismo», de una incorregible sociedad clánica (tribal).

Como dice Itziar Ruiz-Giménez en «Las “buenas intenciones”», un libro sobre el humanitarismo emprendido con más pólvora que magnolias, la comunidad internacional «convirtió a los “señores de la guerra” en los principales y casi únicos actores políticos», y sobre todo reforzó «cierto imaginario colectivo que subsiste en Occidente que ve a las sociedades africanas como pueblos sin capacidad para gobernarse, como sujetos pasivos a la espera de salvación y no como agentes de historia con capacidad de decidir cómo quieren solucionar sus problemas».

Nuruddin Farah, acaso el más reputado, y libre, de los escritores somalíes (ahora en la diáspora), anota en las últimas páginas de «Secretos», su espléndida novela, ambientada en vísperas del hundimiento colectivo, cuando el régimen dictatorial, y Nonno, el sabio abuelo del protagonista, están a punto de expirar: «Con la visión disminuida —dice—, mis esperanzas de que Somalia sobreviva a los desastres son nulas. Como yo, que estoy en mi lecho de muerte… ya está acabada.

Es una tragedia que el país que tantas generaciones han luchado por construir se esté destruyendo pieza por pieza ante nuestros propios ojos invidentes. Maldición, me he quedado ciego por no hacer caso de las señales de advertencia. Nuestro pueblo no ha prestado atención a los signos que auguraban la catástrofe inminente. Yo estoy acabado. Nuestro país está acabado. Te aconsejo que hagas con tu vida lo que puedas».

ABC (España)

 


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