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24/10/2007 | Los medios en la democracia

Lorenzo Córdova Vianello

Las democracias son regímenes políticos que se fundan en la igualdad y en la libertad políticas. La primera supone el igual reconocimiento de la titularidad de derechos políticos a un gran número de individuos —los ciudadanos— sin discriminaciones. La segunda implica considerar a los individuos como sujetos autónomos, es decir, capaces de tomar decisiones por sí mismos sin que se vean coaccionados por algún tercero.

 

En las democracias representativas, ambos principios se traducen en el derecho-poder que tienen los ciudadanos de participar libremente en la elección de sus representantes (primera fase del procedimiento democrático), quienes los sustituirán en las siguientes etapas, donde se discuten y determinan las decisiones políticas. El papel de los ciudadanos, así, es el de libremente orientar el sentido de su voto, elegir a sus representantes y dar seguimiento a la vida y a los acontecimientos políticos para que, en la próxima elección, puedan determinar de manera informada —y, por ello, libre— su futuro sufragio.

Lo anterior, por elemental que parezca, constituye el punto de partida para poder reflexionar el papel que cada actor político y social juega al interior de los sistemas democráticos y, de manera particular, los medios masivos de comunicación.

El rol particular que éstos juegan —fundamentalmente la radio y la televisión, que son canales que tienen un alcance y penetración infinitamente superior a los medios escritos— es importantísimo, pues constituyen el principal conducto a través del cual los ciudadanos reciben la información sobre su entorno político y cuentan con elementos para juzgarlo. En ese sentido, un medio de comunicación que no informa oportuna y verazmente, que distorsiona y manipula las noticias, resulta disfuncional para la democracia, pues impide que el ciudadano tenga a su disposición elementos ciertos y suficientes para poder orientar sus posturas políticas y, de cara a las elecciones, su voto.

Para decirlo en breve, un ciudadano desinformado o mal informado es un ciudadano que no puede ser plenamente libre, pues su juicio sobre la realidad está distorsionado. Por ello la responsabilidad de quienes son los conductos para la comunicación es enorme.

En las semanas recientes, durante la discusión de la reforma constitucional en materia electoral, hemos visto el ejemplo más emblemático, y a la vez grotesco, de lo que puede significar la manipulación de la información por parte de los principales concesionarios de la radio y la televisión en la defensa de sus intereses. Debe quedar claro que el disenso es clave en las democracias y nadie puede pretender que sobre los asuntos públicos existan visiones únicas u homogéneas; eso sería, simple y sencillamente, abrir las puertas a controles autocráticos y autoritarios de las conciencias. Pero una cosa es eso y otra el manejo arbitrario y burdo de la información para conseguir o defender intereses particulares.

Para que una democracia funcione es necesario que los ciudadanos tengan frente a sí un sano pluralismo de los medios y en los medios de comunicación. Ello supone, consecuentemente, que cuenten con alternativas reales de dónde abrevar la información y, por ende, no existan monopolios (ni duopolios) informativos, por un lado; y que al interior de cada uno de ellos exista el reflejo de las distintas posturas políticas e ideológicas, para que el juicio sobre los problemas sociales no sea inducido.

Eso, para algunos defensores de los intereses creados, significa atacar la libre empresa y la libertad de expresión. Pero olvidan que esas dos libertades, al menos en el contexto democrático, no son ni pueden ser absolutas, sino que deben ser matizadas y ponderadas con las libertades y derechos de los demás y que, también, deben ser ejercidas responsablemente.

Países que nadie podría acusar como antidemocráticos así lo han reconocido y garantizado en sus reglas constitutivas. En España, por ejemplo, una sentencia histórica de su Tribunal Constitucional ha establecido que, dado que la formación de una opinión pública bien informada es condición de la democracia, y que en la formación de esa opinión los medios electrónicos juegan un papel central e insoslayable, es indispensable garantizar que la información que éstos proporcionen sea veraz, cierta y objetiva.

Nadie pretende coartar la libertad de un comunicador de expresar sus opiniones —esa sería la antesala del autoritarismo—, pero tampoco puede permitirse que las opiniones particulares (o corporativas) sean presentadas como información que, por su propia naturaleza, debe ser neutra.

Eso es algo de lo que, en el difícil proceso de consolidación de nuestra democracia, todos deberemos hacernos cargo responsablemente. De ello depende que esa tarea sea completada exitosamente.

Investigador y Profesor de la UNAM

20 minutos (España)

 



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