Lo primero que salta a la vista es que tal autoridad presidencial, casi constantemente, ha sido exorbitante en nuestro sistema político, tanto durante regímenes constitucionales, cuanto –con mayor razón- en épocas de gobiernos de facto. Por lo demás, desde 1983, primero Raúl Alfonsín y mucho más Carlos Menen, dispusieron de todos los atributos que le corresponden al presidente de la Nación, incrementados, en el segundo caso, por las reformas a la Constitución, incorporadas en 1994. Eduardo Duhalde también ejerció tales atribuciones.

En consecuencia, la “pérdida” de autoridad presidencial parece endilgarse a Fernando de la Rúa. Claro que se omiten, en tal supuesto, algunas causas de tal “perdida”. La más importante es que de la Rúa, fue elegido presidente con el apoyo de una alianza política, lo que ha sido muy poco frecuente en nuestro país. Tal alianza, que fue acompañada por el sufragio popular, no soportó la situación de crisis que se suscitó en la Argentina de 2001 y 2001. Es por lo menos paradójico que quienes propiciaron la reforma constitucional (peronismo y radicalismo) con el objetivo de dar estabilidad a los gobiernos acusados de hiperpresidencialismo, propiciando formas pseudos parlamentarias, hayan sido quienes socavaron la autoridad de de la Rúa, traicionándolo y borrando con el codo lo que habían escrito con la mano. Esos mismos señores celebran, ahora, la recuperación de la autoridad presidencial. ¿En que quedamos? ¿Es buena o mal la “autoridad presidencial”?

¿Por qué que es “la autoridad presidencial”, distinto de lo que la Constitución y las leyes, le encargan al titular del Poder Ejecutivo Nacional?

En el análisis de quienes celebran su recuperación, de modo confuso, parece que esa autoridad es igual a protagonismo. El presidente, dice muchas cosas, propone otras, hace algunas, reta a sus ministros, arremete contra quienes no piensan como él, se pelea con dignatarios extranjeros, pronuncia frases altisonantes y como consecuencia de ello sale en los diarios, en la radio y en la televisión. Comete además, muchos desaciertos, tales como ignorar a la oposición, doblegar la voluntad de legisladores y gobernadores, con procedimientos irregulares, presionar a los jueces y otros acciones semejantes. Eso si, todo eso lo hace con “autoridad”, mandando, gritando, comportándose como un patán. Y parece, a la luz de los análisis eruditos de politólogos y políticos que, con esas maneras y formas se ha “recuperado” la autoridad presidencial.

¡Zarandajas! No se ha recuperado nada. Se ha perdido la legalidad, el equilibrio de los poderes del Estado, las buenas maneras.

Hay que terminar con los lugares comunes, tales como que para progresar necesitamos un líder, que, como si fuéramos todos tarados, nos diga que hay que hacer para crecer en libertad. O que es necesaria una persona que encarne e interprete la voluntad popular. Y que esa voluntad, así encarnada, puede y debe hacer lo que le plazca.

¡Mentiras! Hay que hacer todo lo contrario. Hay que cumplir las leyes, los procedimientos establecidos en la Constitución, los derechos por ella garantizados. Los superhombres, los caudillos, los iluminados, han sembrado la historia de dolor y miseria.