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04/09/2005 | ¿Es posible el cambio político deliberado?

Enrique Ghersi

El proceso de reformas económicas e institucionales llevado a cabo en América Latina durante la última década, es una de las experiencias de cambio político deliberado más extensas de la historia contemporánea.

 

Simultáneamente o con pequeñas diferencias de tiempo, todos los países del subcontinente, excluido Cuba, pusieron en vigor un conjunto de medidas que pretendieron poner fin al intervencionismo estatal y al desorden fiscal subsiguiente, dando paso a políticas de mercado y a la disciplina en las cuentas públicas.

Así, desde el Río Grande a la Patagonia, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor rapidez, y con mayor o menor coherencia, se produjo una masiva adopción de medidas tales como privatizaciones, equilibrio presupuestal, reducción arancelaria, reordenamiento tributario, liberación de precios y, desregulación que supusieron un notorio cambio en la dirección de la política económica latinoamericana y en los paradigmas ideológicos predominantes.

Tal vez la joya en la corona fue, sin embargo, la nueva política de seguridad social. Inspirados por los sistemas de capitalización individual desarrollados en Chile durante el régimen de Pinochet, diferentes gobiernos del área introdujeron una política de privatización de los fondos de pensiones que rápidamente se convirtió en un modelo de política pública no sólo exitoso sino popular. Empezaron Argentina y Perú y muy pronto siguieron muchos más, incluido México, al punto de haber convertido a las administradoras privadas de fondos de pensiones en el primer producto de exportación de una política pública latinoamericana en la historia 1.

Los resultados fueron dispares. Algunos países avanzaron más que otros. Inclusive, algunos retrocedieron. Chile, precursor de las reformas, lidera los resultados. Venezuela, en el otro extremo, involucionó al extremo de haber desmantelado lo que tímidamente trató de hacerse en tiempos de Carlos Andrés Pérez, llegando hasta ser amenazadas las libertades políticas con Hugo Chávez Frías.

En el medio, los distintos países exhiben distintos resultados: Argentina y Ecuador a la saga; El Salvador, Trinidad y Tobago y Perú, con notables progresos. En la ambigüedad de siempre -aunque no exentos de logros por su gran dinamismo industrial aunque no por su posición reformista- México y Colombia.

Se trata, pues, de un masivo proceso de reformas realmente notable, no sólo por su envergadura, prácticamente generalizada, sino por la oportunidad con que se produce y la simultaneidad con que se presenta.

Así, Latinoamérica pasó, en muy breve tiempo, de ser el continente del estatismo, la inflación y el estancamiento, a ser el de la inversión privada, el equilibrio monetario y el crecimiento.

Poco más de una década después, sin embargo, la situación parece haber cambiado radicalmente. Con la probable excepción de Chile -aunque también con sensibles retrocesos-, la práctica totalidad de los países latinoamericanos empiezan a desandar el camino, cuestionando las reformas aplicadas, en el mejor de los casos, o yendo francamente en sentido contrario, en el peor.

Una difundida sensación de fracaso predomina en la opinión pública continental. La clase política no parece dispuesta a seguirse jugando por un programa en el que probablemente nunca creyó y muchos de los burócratas que impulsaron los cambios parecen más cómodos disfrutando profesionalmente de ellos que empeñándose en defenderlos y, ciertamente, en profundizarlos.

Diversos autores que se han ocupado de esta paradoja se la han atribuido a una fatiga de la reforma 2, a la incoherencia ideológica 3, a la sobrevivencia del mercantilismo4, a errores de política económica5, a la insuficiencia de reformas institucionales6 o a la inexistencia de estado de derecho. 7

Aunque probablemente cada una de tales explicaciones tenga su parte de verdad, pues no hay fenómeno unicausal, diera la impresión de que se soslaya la discusión fundamental. A saber, en qué medida es posible el cambio político deliberado.

Las páginas que siguen son un intento por responder a esta pregunta y ofrecer una explicación acerca de las causas que den cuenta de este fracaso.

Una historia de múltiples fracasos

A lo largo de su historia, Latinoamérica ha sido un laboratorio de experimentos políticos frustrados. Podría afirmarse que ello ha sido así desde la conquista española, pues en sí misma ésta ha sido uno de los procesos de cambio político más complejos y duraderos de la historia de la humanidad.

Aunque los historiadores no se ponen de acuerdo en si la conquista fue una operación militar 8, una empresa económica 9, una aventura de cierta fe10 o, inclusive, una notable experiencia sexual 11, es difícil pensar que la conquista en sí tuviese un propósito deliberado en términos de ser un producto de gabinete intelectual. Más bien fue un proceso bastante espontáneo y competitivo en que diferentes grupos trataron de obtener y satisfacer sus propios intereses, colonizando y sojuzgando a las naciones nativas.

El punto de quiebre probablemente ocurre con el cambio dinástico del Siglo XVIII, cuando al caer los Austrias, tomaron el trono del imperio español los Borbones.

Hasta entonces, de forma por demás compatible con la estructura institucional de un imperio multinacional y multicultural, los Austrias habían mantenido una gran descentralización que permitía la plena vigencia de las costumbres locales y respaldaba instituciones seculares.12 Así, unidos por el vértice a la estructura política, sus inmensos territorios mantuvieron una autoridad legítima en medio de una notable prosperidad. América Latina no fue ajena al proceso, no obstante ser el derecho indiano un producto legislativo deliberado y no un proceso consuetudinario como lo era el propio derecho castellano y, qué no decirlo, las demás tradiciones forales de los distintos reinos españoles unidos en la corona de los Austrias.13

Aunque historiadores de la evergadura de Geoffrey Parker 14 han dejado en claro que Felipe II no tuvo un proyecto en el manejo de su política internacional, en el sentido de un modelo racionalmente elaborado a ser impuesto a la realidad, no se puede dejar de matizar la idea pues por lo menos las Ordenanzas de 1573 fueron un intento de convertir en norma jurídica el idealismo de Bartolomé de las Casas. Posteriormente, la experiencia de las misiones jesuitas en Paraguay parece sugerir, además, algún intento precursor en ese sentido. 15

Con el advenimiento de los Borbones llega el racionalismo cartesiano a América Latina y empieza lo que podría considerarse el primer programa de cambio político deliberado, masivo y -ciertamente- fracasado que conoció nuestro continente.

En efecto, las reformas borbónicas trataron de introducir orden en el aparentemente caótico sistema administrativo de sus antecesores.

Para el efecto, renunciaron a los datos que proporcionaba la realidad y pretendieron imponerle un diseño elaborado deliberadamente, fuertemente influido por el racionalismo cartesiano por entonces denominado afrancesamiento. 16

Así, la Corona suprimió la autonomía económica efectiva que las Indias habían logrado en el siglo anterior, sometiéndola al control de una administración profesional pagada con recursos públicos que, importando al modelo de organización estatal francés, estuvo sintetizada en la figura del intendente por oposición al viejo corregidor de indios.

“Se crearon 44 de ellas y sus límites y capitales constituyeron el precedente más operante de los que tendrían luego las jóvenes naciones independizadas. En las funciones del intendente surgen por modo explícito y claro un quehacer que la autoridad regia había respetado siempre delegar: el gobierno en la amplia franja de atribuciones mediaba entre el virrey y el corregidor”.17

El resultado de las reformas borbónicas es ampliamente conocido. Provocaron una oleada de convulsión social que se tradujo en crisis política con la revolución de Túpac Amaru. Podría decirse sin exagerar que fueron una causa remota de los procesos de emancipación y ulterior independencia americana. 18

Una segunda oleada de reformas masivas se produce al poco tiempo, durante el proceso de independencia y creación de las nuevas repúblicas americanas. Fue el constitucionalismo.19

Influido por la experiencia norteamericana y la Revolución Francesa, el constitucionalismo latinoamericano trató de crear países racionalmente, dotándolos de una estructura institucional diseñada deliberadamente por sus autores. Así en base a la legitimidad tradicional, se construyeron repúblicas independientes sobre lo que habían sido las Reales Audiencias Virreynales, al punto de que -con excepción del Perú que las tenía en Lima pero también en el Cuzco desde la reciente por entonces revolución de Túpac Amaru- cada nuevo país ocupó exactamente el territorio de cada audiencia. 20

Lastrada por el racionalismo y la ingenuidad, la segunda ola de reformismo en Latinoamérica fracasó. Las constituciones no representaron nunca la estructura jurídica de nuestros países. Fueron simples documentos revolucionarios que contenían los programas políticos de los grupos que se disputaban el poder.

Así, a lo largo de nuestra historia a cada golpe de estado ha seguido una reforma constitucional por la cual el grupo triunfador ha pretendido consolidar su poder y convertir en obligatorio su proyecto político. De esta forma, las constituciones latinoamericanas no son un límite al poder, sino su reflejo.

“La defensa de la constitución fue un reclamo constante de los líderes revolucionarios que habrían enlazado sus acciones políticas con la causa popular. Su imagen era la de defensores de la ley, no la de rebeldes sin ninguna base legal. En otras palabras, ellos se veían así mismos como los seguidores de la constitución y acusaban más bien al gobierno de turno de ir en contra de la ley. Las reformas revolucionarias actuaban según la mentalidad jacobino-caudillesca, que rechazaba la interpretación de la constitución como un mero cuerpo de normas legales”. 21

La tercera ola de reformas que atraviesa el continente ocurre con los procesos de codificación a partir de mediados del Siglo XIX. Influida por el Código Napoleónico, la clase política latinoamericana pretendió modernizar a sus países introduciendo la codificación para el efecto. Sin embargo, y no obstante lúcidas voces opuestas como las de Juan Bautista Alberdi 22, no codificaron las costumbres ni siguieron las instituciones preexistentes, sino que, descartándolo todo por anticuado y bárbaro, recurrieron a la importación de legislaciones. 23

Ello impidió, a la postre, que se gestara un auténtico estado de derecho en el continente. Siendo un instrumento del cambio social deliberado, la ley no representó a la sociedad sino a sus gobernantes. Como bien recalca Rodolfo Vásquez, “no todo estado con derecho es un estado de derecho”. 24

Así, no obstante una legislación vigente, la población sencillamente no la obedecía, creándose una brecha cada vez más profunda entre el derecho y la realidad. Ello nos ha llevado a sostener anteriormente que en América Latina no tenemos estado de derecho sino estado de legalidad. 25

Ante el poco éxito obtenido mediante las codificaciones, muy pronto vino la ciencia al rescate y la siguiente gran oleada de reformas fue la del positivismo, desde 1870 hasta 1930, por lo menos.

En efecto, durante ese lapso de tiempo la mayoría de los países latinoamericanos experimentaron el furor del positivismo, según el cual mediante el conocimiento científico y su aplicación a la realidad sería posible solucionar todos los grandes problemas nacionales desde la ignorancia y la incultura hasta la pobreza y el abandono. Inspirados por la idea de progreso, los positivistas impulsaron la masiva reforma económica e institucional que más podría parecerse a la que hemos vivido en la última década.

Así, la historiadora Marta de la Vega llega a sugerir que la historia política latinoamericana no es sino la oscilación entre el cambio deliberado y el no intencional, entre el positivismo y el evolucionismo, entre Comte y Spencer. 26

No obstante su amplia difusión, de México con Gavino Barreda y Porfirio Diaz a Brasil con Perreira Desa y Botelho de Magalhaes, pasando por Venezuela con A. Ernst, Cuba con Andrés Poey y Chile con Victoriano Lastarria, el positivismo fue adoptado eclécticamente. Ni la ortodoxia que propugnaba Pierre Laffite con su nueva religión para la humanidad, ni la heterodoxia de Emile Littré que pretendía modernizar la sociedad mediante la ciencia. Fue un positivismo más bien ecléctico en el que lo retórico predominó sobre lo filosófico y se predicaron modernizaciones parciales de la sociedad latinoamericana a través de una particular interpretación de lo científico. 27

Un caso particularmente curioso en esta oleada fue el del Perú en el que, no obstante los tardíos esfuerzos de Javier Prado, excepcionalmente el positivismo no tuvo mayor influencia en el manejo de la cosa pública.

La siguiente oleada de reformas fue la lógica continuación del positivismo -la modernización por la ciencia- pero de signo intervencionista y estatista. Se pasó, así, de la idea de progreso a la idea de que el poder del estado es el motor del progreso, como bien señala Nisbet.28 Identificando la ciencia con el socialismo en sus diferentes matices, las clases políticas latinoamericanas a partir de 1930 recurrieron al estado como agente de la modernización hasta fines de siglo, en que agobiado por la inflación y la crisis fiscal, así como por la violencia política y la ilegitimidad social, el estatismo hubo de dar pie a la última oleada de reformas que nos ocupa. 29

Independientemente de su contenido y de su particular contexto histórico, no podemos desconocer que todos estos intentos de modernización fueron bastante notables. No podría acusarse de inactividad o indolencia a la clase política latinoamericana. Es evidente, que ha intentado introducir cambios profundos en su sociedad probablemente guiada por buenas razones, aunque siempre infructuosamente.

Este fracaso sistemático es el que merece nuestra atención. Desde una posición ideologizada, podríamos tender a considerar que tal o cual programa -ora liberal, ora conservador, ora socialista- ha fracasado porque su contenido estaba equivocado, pero sucede que fracasaron todos por igual. Desde una postura aun más extrema podríamos negar todo valor al rechazo que la realidad ha hecho del reformismo en nuestra historia y creer incluso que su fracaso se ha debido a que ni los liberales ni los conservadores ni los socialistas que los pusieron en práctica eran realmente liberales, conservadores ni socialistas.30

Sin embargo, ninguna de tales explicaciones parece realmente concluyente. El que por igual hayan fracasado todos los reformadores en la historia latinoamericana debe llevarnos, en realidad, a una discusión más profunda. Lo que todas estas reformas intentaron es introducir deliberadamente en nuestras sociedades cambios políticos en un determinado sentido. Luego, lo que debemos analizar verdaderamente es si es posible ese tipo de cambio político deliberado en la sociedad y, de serlo, tratar de establecer bajo qué condiciones funciona y bajo qué condiciones fracasa.

Los límites del cambio

Siendo la sociedad un fenómeno complejo, en el cual el orden es producto no deliberado de la cooperación extendida de centenares de millones de individuos cada uno tratando de satisfacer su propio y particular interés31, es claro que el cambio político deliberado de toda una sociedad es imposible.

Así, Escohotado acierta cuando dice que: “No identificado ya con lo simple y permanente, sino con lo múltiple, temporal y complejo, el orden experimenta por todas partes el embate de la incertidumbre, que ahora ya no se reduce al punto de vista del observador y contagia de raíz a lo observado”. 32

La teoría sugiere que no se dispone de toda la información necesaria para el efecto33 ni de los medios para practicar un cambio comprehensivo34 ni es moralmente aceptable, habida cuenta de que supone un conculcamiento de la libertad. 35

Un cambio comprehensivo de la sociedad sólo es posible mediante un proceso espontáneo de evolución cultural. Pero sucede que, a diferencia de la biológica, la evolución cultural tiene sus rasgos propios. “La evolución biológica se refiere al proceso de selección y la consiguiente eliminación de las especies menos aptas por las más aptas. En el caso de la evolución cultural, se están seleccionando normas y no especies, y lo que es más importante, la fortaleza de los más eficientes se transmite a los relativamente más débiles, como una consecuencia no querida y, en algunos casos, no buscada ni deseada”. 36

La pregunta está, entonces, en si es posible copiar y enseñar reglas particulares una vez que éstas han sido descubiertas o lo que Victoria Curzon-Price llama producir deliberadamente el cambio en el margen. 37

Para entender a cabalidad el concepto, debemos explicar, en primer lugar, en qué sentido se usa el término “margen” y, en segundo, qué se quiere decir cuando se habla de “cambio político en el margen”.

El término “margen” es utilizado en el sentido que se le atribuye en la teoría económica a partir de los trabajos de Menger, Jevons y Walras 38, como la unidad adicional de algo cuyo valor es tomado en cuenta preferentemente por los agentes económicos.

Así, se habla de utilidad marginal, pero se habla también de costo marginal. “Esto implica que se ha de comparar la utilidad que se obtiene de consumir una unidad adicional del bien con su precio con la utilidad que se obtiene de consumir una unidad adicional de otro bien en relación con su precio”. 39

Simétricamente, entonces, el cambio político marginal sería la unidad adicional de reforma política que puede introducir en la sociedad.

La introducción de este concepto en la teoría económica, llamado comúnmente la revolución marginalista precisamente por ello 40, es considerado uno de los éxitos eminentes en el desarrollo de tal ciencia.

El cambio en el margen no consiste en adoptar culturas ni importar leyes. Debe ser un esfuerzo por crear una estructura institucional competitiva que permita la libre circulación del conocimiento disperso para, en base a la interpretación de la realidad económica y social de nuestros problemas, descubrir en ella los fundamentos de la libertad.

“… la ciencia dedicada al estudio de los procesos de evolución cultural nunca podrá producir o controlar racionalmente la futura evolución de los acontecimientos, debiéndose limitar a poner de relieve porqué vías las estructuras de índole compleja comparten mecanismos de corrección que, aunque sin duda condicionarán al futuro acontecer, nunca eliminarán su condición de impredecible”. 41

La imposibilidad del cambio deliberado de toda una sociedad no debe interpretarse como un argumento en contra de todo cambio deliberado. Nada en la teoría ni en la práctica lo sugiere.

Por el contrario, además de que una buena parte de la doctrina -incluido el propio Hayek- 42 se dedica a proponer reformas políticas concretas, la propia realidad ofrece ejemplos de exitosos cambios políticos deliberados, algunos muy recientes como el chileno.

Lo que está en discusión, en realidad, es el grado con el que el cambio deliberado es posible. Y en esta materia nuestra postura es que el cambio comprehensivo de toda una sociedad no puede llevarse a cabo deliberadamente. Ello no significa que un cierto tipo de cambio deliberado no sea posible, a condición de que no pretenda racionalmente afectar a la sociedad como fenómeno complejo. Luego, compartimos la posición de Victoria Curzon-Price en el sentido de que el cambio político sólo es posible -y compatible con el orden social extendido- cuando es un cambio en el margen 43, aunque -como veremos luego- con una importante limitación.

El concepto de cambio deliberado en el margen es exactamente opuesto al de cambio comprehensivo que hemos venido discutiendo. Significa que “Los economistas interpretaban la ley como un gigantesco mecanismo de precios que estimula o desalienta la asignación eficiente de recursos escasos. Pues la ley, en último análisis intenta normar en el fuero externo decisiones individuales, siempre hechas “al margen” de su utilidad para el sujeto que las toma, de comprar o vender, ahorrar o invertir, emprender o abstenerse, dentro de la organización de la división del trabajo, tanto más según respectivas ventajas comparativas cuanto más libremente competitivo sea el mercado. La ley así puede convertirse en un intruso que distorsione la libre formación de los precios”. 44

Sin embargo, para que funcione el cambio político deliberado, no basta con que sea en el margen. Es necesario un requisito adicional que lamentablemente no ha sido advertido por la teoría, incluida la propia Curzon-Price precursora, como hemos dicho, del marginalismo político.

En efecto, el cambio en el margen tiene que analizarse asociadamente con el problema del costo de la legalidad que es, en nuestro concepto, un problema indebidamente soslayado.

Probablemente sí sea posible algún grado de cambio político deliberado, pero a condición de entender su más profunda limitación: el costo de la legalidad. Dicho en otras palabras, el cambio político deliberado en el margen sólo es posible si el costo de la ley que lo introduce es menor que el beneficio.

Uno de los más notables errores de las ciencias económicas y jurídicas es haber ignorado que el derecho es costoso. Los economistas lo consideran, por lo general, como una condición constante. A su turno, los abogados ignoran sencillamente el problema.

Sucede que el derecho no es neutral. Cuesta a quien lo cumple. Luego es, preciso distinguir dos dimensiones en el concepto de costo, desde el punto de vista de la elección individual.

La ley, instrumento predilecto del cambio político deliberado, no es gratuita. Es costosa en términos de tiempo e información. Si el costo de cumplir la ley excede a su beneficio, las personas no la van a cumplir aunque fueran las normas particulares que creemos nos van a llevar a la prosperidad. 45

Desde una visión neoclásica, podríamos decir que el costo de la legalidad es igual a la cantidad de tiempo e información necesaria para cumplirla. Desde una visión subjetivista, en cambio, podríamos sostener que es la oportunidad sacrificada para cumplirla. Pero en ambos casos, queda claro que la legalidad cuesta algo, independientemente de la legalidad misma.

De un lado, la noción de costo evoca una evaluación personal y subjetiva acerca de la importancia que se atribuye a una carga, en función de una expectativa de beneficio. De otro, el concepto es más un resultado que una expectativa y está referido al pasado antes que al futuro.

En el primer caso, el concepto es relativo a un hecho ideal que influye en la elección del individuo. En el segundo, a un acontecimiento de la realidad influido por la elección del propio individuo. En el primer caso, a la lógica de la elección; en el segundo, a un problema de contabilidad.

Las decisiones vienen determinadas por experiencias subjetivas. Sin embargo, se reflejan objetivamente en resultados verificables y cuantificables que, a su vez, actúan como fuentes de información respecto de las nociones subjetivas.

En lo que se refiere al tema de este artículo hay que advertir que si bien el concepto de costo de la legalidad se refiere más a la acepción subjetiva, su evaluación proviene tanto de operaciones subjetivas cuanto de resultados objetivos. Por ende, las aproximaciones sistemáticas al tema pueden hacerse a través del concepto subjetivo -examinando las conductas hipotéticas, posibilidades y perjuicios resultantes- y a través del concepto objetivo -examinando cuánto ha costado la legalidad a quien ya realizó una elección-. En este caso, sin embargo, el resultado que se obtenga, si bien será más fácil de cuantificar, no necesariamente reflejará el proceso individual de la lógica de la elección, sino los resultados de ciertas experiencias individuales frente a la legalidad.

Estas mediciones, siempre y cuando no se confundan con la noción subjetiva del costo de la legalidad, pueden dar una idea aproximada de lo que sucede a nivel de la decisión individual y, de hecho, una más exacta de la experiencia confirmada de algunos individuos de la sociedad.

Esta experiencia realizada, a su vez, forma parte inicial de la información que los individuos pueden reunir para formarse una noción de lo que cuesta la legalidad. Ella crea una especie de acervo social de información, conocimiento, intuiciones y emociones respecto de la legalidad. Puede transmitirse directamente, mediante amigos, paisanos u otros. También indirectamente, a través de la mediación de profesionales, tales como abogados o contadores, que precisamente tienen por función acopiar todo este acervo informativo.

Podría insinuarse que hay también una relación entre niveles de ingresos y estos dos tipos de fuentes de información. En efecto, las personas de menores ingresos tendrán probablemente una mayor proclividad a recurrir a primos, amigos o parientes, mientras que las personas de mayores ingresos acudirán a profesionales. Esto se explica porque las satisfacciones alternativas a sacrificar para recurrir a un amigo o pariente son menores que las comprometidas al contratar a un mediador profesional.

Sin desmedro de las precisiones advertidas, es necesario tener en cuenta dos elementos adicionales. El primero es el carácter global del costo de la legalidad. El segundo, la función de los precios.

De manera contraria a lo que podría suponer un esquema simplista, los individuos frente a la legalidad no entran en detalles ni consideraciones mayores. La aprecian en su conjunto, por su onerosidad agregada y por su dificultad total. Las decisiones personales frente al derecho no están perfectamente discriminadas. Antes bien, dependen de una serie de consideraciones como conocimiento, información o disponibilidad de asesoría. Algo así como un carácter común engloba los diferentes componentes del costo de la legalidad en un bosque de cargas que asusta más que cada uno de sus árboles.

La gente puede tener nociones no siempre exactas respecto de estos costos. Algunas personas pueden estar más aventajadas en la comprensión de uno u otro de sus componentes. Pero, sin duda, será muy difícil que entren a evaluar detallada y detenidamente cada uno de los trámites y procedimientos, a fin de determinar el costo que ellos impliquen monetaria o no monetariamente, compararlos con los beneficios inherentes a tal decisión y finalmente hacer una elección personalmente satisfactoria. A esto podemos llamarle carácter global del costo de la legalidad.

Así, pues, cualquier individuo que quiera invertir sus recursos, tiempo y conocimiento en una actividad deberá evaluar a grosso modo, por un lado, lo que puede costarle cumplir con las obligaciones legales, y, por otro, lo que puede obtener de la ley a cambio de ese cumplimiento.

Por supuesto, la opción que el individuo escoja no supone una evaluación exacta ni rigurosa de las cargas legales pero sí una intuición genérica en torno a lo que ellas representan respecto de su actividad o respecto de lo que está dispuesto a hacer.

Si su disponibilidad de recursos (dinero, trabajo, tiempo y conocimiento) es elevada, será probable que tenga más que ganar con el acatamiento del orden legal establecido.

Si, en cambio, su disponibilidad de recursos es limitada, será muy probable que tenga más que ganar actuando al margen de la ley. Aunque aquí hay otro factor a considerar: la imposibilidad absoluta de realizar una actividad dentro de la ley. Un caso particular de esta situación es aquél en el que un individuo sencillamente carece de todo conocimiento respecto de los requisitos de la legalidad. Esto significa, simplemente, que su capital humano es excesivamente escaso con respecto de los requerimientos legales, situación que si se toma agregadamente, puede sugerir la existencia de un costo social elevadísimo resultante de una discriminación legal contra las personas de menores recursos.

Entonces, el costo de la legalidad no es una medida exacta ni particular, sino imprecisa y global. En 1946 Thirlby escribió que el costo “no es objetivamente describible… es una cosa que existe en la mente de quien toma decisiones antes de que su curso comience y que puede haber sido vagamente aprehendida…”. 46

Así como el costo de la legalidad tiene un carácter global, su evaluación implícita también puede estar incorporada en el mecanismo de los precios.

Recuérdese que los precios, como se sabe desde los trabajos de Menger, Böhm-Bawerk, Mises y Hayek 47, tienen entre sus cometidos principales transmitir información acerca de los valores relativos de bienes y servicios en una sociedad. Expresan no sólo lo que el bien o el servicio representa subjetivamente para las personas involucradas, sino también su relación con la estructura institucional. Por ende, contienen una evaluación automática del costo de la legalidad. De hecho, lo incorporan, porque al expresar el costo de oportunidad de la utilización de los recursos lo hacen en relación a la estructura legal vigente. 48

Dicho de otra manera, en los precios de los terrenos debidamente urbanizados o de las casas formalmente edificadas o de los productos legalmente expendidos están incorporadas alícuotas correspondientes al costo de la legalidad. Así, el mecanismo de los precios es el gran evaluador impersonal del nivel de costos impuestos por la legislación.

La doctrina jurídica tradicional ha tendido a considerar que la ley es un elemento neutro o gratuito que se introduce en la sociedad de manera tal que ordena, como por arte de magia, todas las cosas o relaciones humanas. Inclusive, criterios tradicionales más superficiales han llegado a suponer que es posible convertir en leyes de cumplimiento obligatorio cualquier cosa que aprueben los propios legisladores.

Ocurre, sin embargo, que tal gratuidad no existe. Antes bien, el cumplimiento de las leyes y reglamentos implica una serie de costos y beneficios sobre los ciudadanos que deben observarlos. De acuerdo con Carbonier, esto puede conducir a que la ley quede neutralizada por su propio costo de realización.49 En efecto, las personas que quieran disfrutar de los beneficios de la legalidad deberán asumir los costos involucrados. De no estar en condiciones de hacerlo, puesto que se ha encarecido por encima del nivel sufragable la disposición a cumplir con la ley, sencillamente no podrán aprovechar el sistema legal. Y, paradójicamente, éste habrá quedado neutralizado porque habrá dejado de ser útil para los individuos.

La ley, al estipular la consecuencia jurídica para un supuesto de hecho, proporciona información a tener en cuenta al momento de decidir. Le dice a la persona qué requisitos debe cumplir, con qué protección cuenta, qué tributos lo gravan, y a qué consecuencias ha de atenerse. En suma, revela cuál es el costo que se debe sufragar si es que desea disfrutar de la legalidad y cuál es su beneficio.

Entonces, el costo de la legalidad, en el sentido en que lo entenderemos, es la noción genérica de todos los componentes y cada uno de ellos, en forma conjunta o separada, con los cuales y por los cuales se realiza una decisión con respecto de la legalidad de una actividad. Así, pues, el costo de la legalidad es la apreciación individual de todo aquello que es necesario hacer o no hacer para disfrutar del amparo y protección del régimen legal.

En este contexto, es preciso destacar, que así como el mercado es un mecanismo costoso en el cual no pueden tomarse todas las decisiones económicas, la ley es también un mecanismo costoso que sólo abarata las transacciones cuando el costo de su cumplimiento no excede al de estas últimas. Si Veljanovski considera los costos de transacción como los costos de usar el mercado 50, el costo de la legalidad bien podría ser definido como el costo de utilizar la ley.

No obstante, hay que advertir que si bien los costos de las transacciones dependen de la naturaleza de éstas, el costo de la legalidad depende mayormente del proceso por el cual se genera la ley y de las características que tiene. Por lo tanto, se encuentra mucho más relacionado con los procesos políticos y legislativos vigentes en los diferentes países que con las características del mercado mismo.

De esta manera llegamos a una de las conclusiones fundamentales de la ley entendida como uno de los mecanismos del derecho para reducir los costos de transacción: su carácter instrumental. La ley es, en realidad, sólo un medio puesto a disposición del individuo para elegir. Luego, al obedecerla persigue sus propios objetivos y no los del legislador. Por consiguiente, toda modificación legal que se haga altera los medios a disposición de las personas, tergiversa el mecanismo de información o modifica el tiempo de las decisiones, pero no puede cambiar los fines de los individuos ni su tendencia a aplicar sus capacidades, escoger sus acciones y determinar sus preferencias de acuerdo con sus propias escalas de costos y beneficios.

De acuerdo con Hayek, en todos los casos en que la coacción sea evitable, el único efecto de la ley consistirá en alterar los medios a disposición de los individuos, pero nunca en determinar sus propios propósitos.51 Luego, el vínculo de sujeción que se estima inherente al imperio de la ley sólo es tal luego de un análisis racional de costos y beneficios realizado por los individuos. De manera que, si efectuada esta evaluación resulta que las leyes no sirven a los intereses particulares, se habrá establecido una demanda de medios jurídicos alternativos para servirlos. En este contexto, la ley empieza a perder vigencia social y se recurre a otras fuentes del derecho, como la costumbre, en busca de normas útiles para reducir los costos de transacción. Sin embargo, por carecer estas fuentes alternativas del mismo nivel de exigibilidad que la ley, se incrementa adicionalmente el grado de incertidumbre de las transacciones económicas.

Es claro, pues, que cuando el costo de la legalidad se eleva a un punto tal que es insufragable por la mayoría de la población, no reduce sino que encarece las transacciones. Es más difícil entrar al mercado y seguir dentro de él, por cuanto cada una de las operaciones que se realice incorpora cargas proporcionales a la incidencia de las leyes. Por ejemplo, al establecerse, un conjunto de requerimientos legales a fin de contar con terrenos y viviendas, se establece también una carga sobre todas las transacciones que se produzcan sobre tales bienes, de manera que se debe observar lo prescrito a fin de poder gozar de los beneficios de la legalidad.

Esto es precisamente lo que ocurre con las reformas económicas, sea cual fuere su signo. Ellas tienen que aplicarse a través de leyes. Luego, si éstas tienen un costo de observancia que excede al beneficio estimado por las personas llamadas a cumplirlas sencillamente no se cumplirán.

Con ello queremos postular la hipótesis de que, independientemente de las características propias de cada reforma política o económica que quiera efectuarse y que suponen sus propios costos y beneficios que ha estudiado brillantemente el Public Choice, 52 estas reformas tienen costos y beneficios adicionales derivados de la nueva utilización de la ley como el mecanismo de su aplicación social.

Esos costos y beneficios son de tal magnitud que, prescindiendo de lo acertado y erróneo de las reformas en si, si el vehículo legal es inidóneo -en el sentido de tener mayores costos que beneficios- las reformas económicas sencillamente no funcionarán.

Tal vez sea esa una explicación al fracaso general del reformismo latinoamericano: todas las reformas a lo largo de nuestra historia se han hecho sin pensar en la imposibilidad de que la ley sea un instrumento de cambio social deliberado, cuando su costo excede a su beneficio.

Lo importante en cada caso, es entender que la existencia de una legalidad excesivamente onerosa no necesariamente supone que las actividades dejen de llevarse a cabo sino que se trasladan de un mercado a otro: de la formalidad a la informalidad. Dado el carácter instrumental de la ley, ésta no es más que un mecanismo de información por el cual los individuos pueden advertir la cantidad de recursos que les representaría gozar de la protección del Estado para el desarrollo de su actividad. Por consiguiente, como la gente tiende por naturaleza a hacer lo más barato y evitar lo más caro, el cumplimiento de la ley está sujeto a que ella tenga menores costos que beneficios; puesto que las personas al evaluarla persiguen cumplir sus propios objetivos y no los del Estado ni mucho menos los de las autoridades.

Entonces, si el costo de la legalidad es tal que resulta insufragable o bien supera los beneficios de las transacciones, la gente opta por quedarse fuera, es decir, deserta hacia la informalidad.

Sin embargo, con respecto a la legalidad, el carácter subjetivo e inaprehensible del costo se hace más evidente e importante por cuanto intervienen de manera crucial consideraciones no monetarias, o, al menos, no directamente monetarias, como la seguridad, el prestigio, el miedo o la potencial protección de la ley.

La historia de América Latina está plagada de esos ejemplos fallidos. Somos occidente desde hace 500 años. Hemos sido gobernados directamente por Europa 300 de ellos. Hemos adaptado y adoptado su cultura. Hemos importado sus leyes, pero no funcionan.

¿Por qué?. Porque, habida cuenta del ingreso percápita de los latinoamericanos, el costo de la legalidad resulta insufragable.

Por ejemplo, en el Perú nuestro Código de Comercio es el Código de Comercio español -incluidas las erratas- de 1898. El Código Penal de 1924 era el Código Penal Suizo de 1900. El Código Civil del 84 es el Código Civil Italiano de 1942, mutatis mutandi.

Si la legalidad es costosa en términos de tiempo e información, puede que para españoles, suizos e italianos -habida cuenta su ingreso percápita- sea posible cumplir con tales leyes, pero no lo es para los indios milenarios de los Andes.

Esto no es casual. Los liberales nos hemos pasado la vida cometiendo este error. Desde Bentham 53, que redactó un proyecto de legislación penal para Venezuela y cuyo diseño se utilizó para construir la vieja penitenciaria de Lima, a René David 54, que redactó el Código de Etiopía -cual émulo de Julio Verne- sin salir de su atelier en París.

En la sociedad contemporánea, la ley es el vehículo del cambio político deliberado. Si los gobernantes quieren introducir un cambio en la sociedad, sea éste comprehensivo o marginal, no tienen otro vehículo para hacerlo que a través de la legislación. Estemos frente a un gobierno dictatorial o democrático o, dentro de éste en un régimen presidencialista o parlamentarista, en cualquier caso, la tentación común ha sido la misma: pretender gobernar a través del derecho como si fuera un instrumento aséptico mediante el cual era posible aplicar cualquier iniciativa política en base al poder monopolizado por el estado.

Hayek denomimó “constructivismo” a esta idea equivocada 55. Con este término trató de denotar la metodología ingenieril que pretenciosamente adoptan quienes quieren transformar sus sueños y pasiones en realidades sociales y de connotar la dramática separación existente entre los hechos y las pretensiones políticas.

Incurrir en constructivismo supone, entonces, creer que es posible acuñar la sociedad mediante un molde diseñado racionalmente; es decir, un constructo. Esta creencia es una falacia. No es posible diseñar racionalmente el cambio social. Este es un producto espontáneo de la evolución cultural. No es posible utilizar la ley para tal propósito porque ella sólo se cumple cuando la gente se beneficia de hacerlo. Poco importa que se trate de un estado democrático o autoritario. La diferencia puede ser demasiado sutil. Todo estado es democrático y autoritario simultáneamente, aun en los casos más extremos. La verdad es que ni siquiera interesa si el ciudadano participa o no en el proceso de su creación: obedece la ley si le conviene, subjetivamente hablando. Si, por el contrario, la ley es muy costosa, no la cumple y deserta hacia la informalidad.

Si examinamos separadamente lo que sucede con cada una de las fuentes del derecho, advertiremos claramente el problema. Consideremos solamente la ley y la costumbre, generalmente reconocidas como las fuentes principales.56 En ambos casos, las personas que quieren servirse de ellas a efectos de regirse por sus normas, debe tener en consideración los costos y beneficios de cada una. Así, si el costo de regirse por la ley excede a su beneficio, la persona en cuestión se desplazará hacia la costumbre y viceversa, en función de su propia y particular escala de valores.

Esto nos ha llevado a sugerir, que existiendo en toda sociedad diferentes proveedores de normas, las fuentes del derecho tienen un carácter competitivo y no existe tal cosa como una jerarquía de normas. 57

Pero no sólo es costoso el derecho, sino que esos costos se reparten asimétricamente. Siendo subjetivo el valor, dos personas iguales no tienen el mismo costo para obedecer el derecho, se trate éste de la costumbre o de la legislación.

North y Miller sugieren que ese costo podría ser, además, inversamente proporcional al ingreso de la población.58 Es decir, a un mayor ingreso, un menor costo de cumplir con el derecho. A un ingreso menor, por el contrario, no mayor.

Habida cuenta de que, como hemos dicho, el costo de la legalidad puede definirse en términos de costo de oportunidad, como la alternativa sacrificada para cumplir con el derecho, la observación antes mencionada aparenta ser correcta.

Luego, no sólo es costoso el derecho, sino que también ese costo afecta más a los pobres que a los ricos. Esta observación tiene importantes repercusiones cuando se habla de política económica que no deberían soslayarse, pues muchas de las políticas supuestamente dirigidas a favorecer a los pobres pueden ser en realidad la causa de su perdición.

En conclusión, siendo el derecho costoso y a su vez siendo ese costo inmensamente proporcional al ingreso de la población, todo cambio político estará limitado: sólo podría ocurrir marginalmente y a condición que la legislación que lo introduzca tenga costos menores que sus beneficios.

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26. Cf. Vega, Marta de la. “Evolucionismo vs Positivismo”. Monte Avila Editores Latinoamericanos. Caracas. 1998.

27. Cf. Vega, Marta de la. Ob. Cit. Pp. 128-29.

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46. Citado en Buchanan, James. “Cost and Choice”. Chicago: University of Chicago Press. Midway Reprint. 1967. Pág. 31.

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48. Cf. Torres López, Juan. “Análisis Económico del Derecho”. Madrid. Ed. Tecnos. 1987. Pág. 21.

49. Cf. Carbonier, Jean. “Derecho Flexible”. Para una Sociología no Rigurosa del Derecho. Ed. Tecnos. Madrid. 1974.

50. Cf. Veljanovski, Cento. “The New Law and Economics”. Research Review. Oxford: Centre for Socio-legal Studies. 1982. Pág. 53.

51. Cf. Hayek, Friedrich August. “Derecho, Legislación y Libertad. Unión Editorial. Madrid. 1978. Tomo I. Pp. 177-181.

52. Buchanan, James y Gordon Tullock. “El Cálculo del Consenso”. Espasa Calpe. Madrid. 1980.

53. Bentham, Jeremy. “Codification Proposal Adressed by Jeremy Bentham to all Nations Profession Liberal Opinions”. 1822. London.

54. David, René. “Commentary on Contracts in Etiopia”.

55. Hayek, Frederick August. “Derecho, Legislación y Libertad”. Unión Editorial. Tomo I. Madrid. 1978.

56. Cf. Vallet de Goitizolo, Juan. “Estudios sobre las Fuentes del Derecho y Método Jurídico”. Editorial Montecorvo. Madrid. 1982.

57. Ghersi, Enrique. “El Carácter Competitivo de las Fuentes del Derecho”. En Advocatus Nº 8. Lima. Pp. 261-272.

58. North, Douglas y Roger Leony Miller. “Análisis Económico de la Usura, el Crimen, la Pobreza, etc.”. Fondo de Cultura Económica. México DF. 1978.

El Cato (Estados Unidos)

 



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