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26/01/2010 | México - La reforma poética de Calderón

Sabino Bastidas Colinas

El presidente de México abre el debate para reformar el poder, con un proyecto que no resuelve nada y no entra al fondo.

 

En México se discute una vez más una reforma política. Desde hace más de 30 años ésta es una práctica cíclica, recurrente y estéril de la clase política mexicana. Una práctica ociosa, que nos quita tiempo y que generalmente no cristaliza en nada.

Pero ahora, quien detona el debate y quien motiva la discusión es el propio presidente Felipe Calderón, que decidió, a finales de 2009, enviar al Congreso un proyecto de reforma política. Nos hacemos varias preguntas: ¿es esa la reforma que necesitábamos? ¿Qué busca el presidente con su reforma? ¿Tendremos reforma política al fin? ¿Qué cambiará en México si se concreta la iniciativa del presidente?

Desde 1977, año en que se discute y aprueba la famosa Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, que elaboró el entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, la mayor parte de las reformas que construyeron la transición y permitieron la alternancia política en México se dieron en el terreno de la democracia electoral.

La discusión de la transición democrática avanzó y se centró en el sistema de partidos, los órganos electorales, los sistemas de votación, la equidad de las campañas, la financiación, los medios de comunicación y los medios de impugnación.

Sin duda avanzamos mucho en este terreno. Aunque quedan y quedaron, por supuesto, muchos asuntos pendientes e imperfecciones, podemos decir que el sistema electoral mexicano es aceptable y construyó un soporte institucional de confianza para todos los actores, en términos generales.

Pero no podemos decir lo mismo de la parte de régimen político. De la forma en la que se organizan y operan en el tablero los verdaderos factores reales de poder en una sociedad. De la forma como funcionan los órganos constituidos en democracia.

Las formas e instituciones del viejo régimen están casi intactas. Han tenido modificaciones marginales y casi siempre como consecuencia de los ajustes que provocaban las reformas al sistema electoral. El gran déficit de la democracia mexicana es que los ciudadanos realmente nunca discutimos en serio y a fondo el régimen político. No nos dimos con la democracia un nuevo régimen político.

Ni siquiera tuvimos una discusión seria en el Congreso que pusiera a debate el presidencialismo frente al parlamentarismo. No analizamos el diálogo entre poderes. Ni las formas de la democracia directa o semidirecta y su articulación con el sistema de representación. No discutimos el creciente poder de los gobernadores, ni garantizamos el funcionamiento de las 32 democracias locales. No debatimos sobre la construcción de mayorías estables y avanzamos muy marginalmente en el sistema de frenos y contrapesos. No elaboramos un correcto sistema de rendición de cuentas. Y no avanzamos en el desmantelamiento de los usos y los enclaves autoritarios del viejo régimen.

La reforma electoral, siempre urgente, postergó la reforma política siempre importante.

No nos adelantamos a pensar en el futuro y no tuvimos la capacidad de diseñar un nuevo gobierno para la democracia. Dejamos muchos huecos, tenemos muchos parches y hay muchos cabos sueltos.

No discutimos al empresariado de la democracia, ni el ejército de la democracia, ni las iglesias de la democracia, ni los gobiernos locales de la democracia, ni los sindicatos de la democracia, ni las burocracias de la democracia, ni a los campesinos de la democracia, ni tantos otros temas fundamentales en toda transición.

Los demócratas de la transición y los operadores de la alternancia, no advirtieron que la tarea no terminaba al momento de sacar al PRI de la residencia oficial de Los Pinos. Que con esa acción, el trabajo a penas comenzaba.

Los responsables de la construcción del nuevo régimen democrático no atinaron en la visión y la magnitud de la empresa. No entendieron que su trabajo consistía en construir un nuevo régimen político y de gobierno. No lo hicieron.

Ese es sin lugar a dudas el mayor defecto y el gran error histórico de los gobiernos de la alternancia. En diez años, de 2000 a 2010, los gobiernos de derecha que han encabezado el Ejecutivo de la alternancia, han sido incapaces de concretar una nueva forma de gobierno para la democracia y han sido ineficaces para desmantelar los enclaves autoritarios del viejo régimen que impiden consolidar la democracia.

Administraron el conflicto en lugar de enfrentarlo. Pactaron con el pasado en lugar de construir el futuro. No reconocieron a sus aliados y se equivocaron de adversarios. Leyeron mal la coyuntura y les dio miedo la realidad. Dejaron el statu quo y transigieron en los principios. En síntesis, les faltó, les ha faltado y les sigue faltando: visión de transición, visión de país y visión de futuro.

No es la primera vez que nos pasa. En 1910, a la revolución maderista le pasó algo muy similar. Francisco I. Madero, el gran precursor la revolución mexicana, se centra en la idea de sacar a Porfirio Díaz de la Presidencia. Su lucha es contra el dictador. Emprende una campaña, gana las elecciones y asume la Presidencia, con la ingenuidad de dejar intactos a todos los actores y todos los enclaves de poder del viejo régimen porfirista. Incluso gobierna con la misma Constitución de 1857, sin las virtudes y los amarres del dictador. El resultado es que no puede gobernar y su fracaso le costó la vida.

La derrota de Madero, producto de su ingenuidad, es el detonador del fracaso de la democracia y el origen de esa etapa convulsionada y violenta a la que llamamos la revolución mexicana.

Hay una gran distancia y muchas diferencias entre 1910 y 2010. Pero ambas experiencias tiene interesantes similitudes. La generación de la democracia y los autores de la alternancia del 2000, igual que Madero, se centraron en sacar a un grupo de la Presidencia; lo lograron, pero dejaron intactos a todos los actores y todos los enclaves autoritarios y de poder del viejo régimen.

Hoy los fracasos políticos no llevan a la muerte, pero sí a la derrota. No es de extrañar pues, que el PRI, el viejo PRI de siempre, el PRI que no ha cambiado nada, se encuentre nuevamente a las puertas del poder político.

Es en este contexto y con esta realidad que el presidente, Felipe Calderón, presentó una iniciativa de reforma política.

La iniciativa propone, de manera muy resumida, diez ideas: la reelección consecutiva de alcaldes; la reelección consecutiva de legisladores federales; reducir el número de integrantes del Congreso; aumentar el número de votos para conservar el registro de los partidos de 2% a 4%; incorporar la iniciativa popular; incorporar la figura de las candidaturas independientes; segunda vuelta en la elección presidencial; iniciativa de ley a la Suprema Corte de Justicia; iniciativas preferentes del Ejecutivo frente al Congreso; y facultad del presidente para presentar observaciones al presupuesto.

La iniciativa es una buena recopilación de propuestas. No está mal. En el fondo si la lee uno bien, no es un mal documento. Está bien escrita. Es un proyecto en el que, en cada una de sus partes, se nota un profundo conocimiento técnico de derecho comparado, del derecho constitucional y de la ciencia política. Pero, sencillamente, eso no es lo que necesitamos.

Es una reforma que tiene un solo defecto: adolece de una profunda ingenuidad. Podemos decir que más que una reforma política, es una reforma poética.

Una propuesta romántica, lírica, casi idílica de lo que verdaderamente necesita el poder en México. Es una propuesta fallida, frente a los poderes reales, una iniciativa que se queda muy corta ante la magnitud del rezago y ante las necesidades de una democracia naciente.

Dicho en fácil, es una reforma que no resuelve nada. Que no atina. Que no entra al fondo. Y que no corresponde con la verdadera agenda del poder en México.

La iniciativa debemos juzgarla por el contexto y por las necesidades que tenemos. Por el deber ser. Por lo deseable. Por el rezago y por la magnitud del salto que es necesario dar para sacar al país del pasmo, de la inercia y del letargo.

Vista así la propuesta de reforma de Calderón luce como un gran escopetazo cuando necesitábamos una reforma de precisión. Es una reforma que busca lo aceptable y lo políticamente correcto y que busca librar verdaderas batallas. Es un proyecto sin rumbo que parece carecer de un diagnóstico correcto. Es una iniciativa que no refleja un plan, ni una visión, ni un proyecto. Que no perfila una nueva forma de estructurar del poder político en México.

¿Cuál es la idea del Presidente? ¿Qué pretende Calderón? ¿Qué nudo clave del régimen político cree que resuelve con esta iniciativa? ¿Qué poder real enfrenta o toca? ¿Qué aliado nuevo construye? ¿Qué enclave autoritario desmantela o modera? ¿Qué cambio profundo aporta a la democracia?

¿De verdad cree el Presidente que la reelección de alcaldes y legisladores es la piedra de toque que cambiará los incentivos de la clase política? ¿De verdad cree que si son menos los legisladores habrá más acuerdos o será más fácil construir mayorías estables? ¿En serio se imagina que las candidaturas ciudadanas harán la diferencia, cuando los ciudadanos se enfrenten a las maquinarias profesionales de los partidos? ¿Cree que tenemos una gran urgencia en que la Corte tenga iniciativa legal? ¿Acaso piensa que con estos partidos, es momento de cerrar la puerta y elevar el umbral para conservar el registro? ¿Cree sinceramente que una iniciativa popular será tratada mejor en el Congreso y modificará el comportamiento de los legisladores?

Vaya, muchas de las propuestas son importantes, y pueden llegar a ser útiles. Con varias coincido y puedo coincidir. Pero que se entienda bien. El punto no es si esta iniciativa es buena o es mala. El punto es preguntarnos si es pertinente o no. La pregunta es si esta era la iniciativa de reforma que necesitábamos, después de diez años de alternancia. Y la respuesta es: no.

Estamos ante un proyecto que se queda corto, que no entiende y que no pretende en serio reformar el poder.

Estamos ante una iniciativa de reforma poética, de corte muy maderista, que sencillamente que no cambiará en nada, o en muy poco, el funcionamiento del poder real en México. El problema es que el tiempo se acaba y no reformar en serio se puede volver muy peligroso.

Sabino Bastidas es analista político.

El Pais (Es) (España)

 


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