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27/04/2010 | México - Violencia política

Ricardo Monreal Ávila

El asesinato de Rey Hernández García, dirigente estatal del PT en el estado de Guerrero, al salir de su domicilio en Ometepec, por un comando que utilizó armas de grueso calibre y con el modus operandi del crimen organizado, es un caso de gravedad extrema que ilustra cómo la violencia criminal está escalando y afectando por igual a ciudadanos de los más diversos ámbitos de la vida pública, en este caso, de la actividad política y de la lucha social.

 

El discurso oficial falsamente exculpatorio de que los criminales se están “matando entre ellos” y de que la gente inocente “son los menos”, cae por su propio peso en el caso de Rey Hernández, al que sólo faltaría que las autoridades judiciales lo remataran con el discurso de que “fue un ajuste de cuentas entre bandas enfrentadas”. Como tal fue el epitafio que se pretendió escribir sobre las tumbas de los 16 jóvenes estudiantes de Ciudad Juárez, los dos estudiantes de posgrado del Tec de Monterrey (Jorge Mercado y Javier Arredondo), los niños Bryan y Martín Almanza, acribillados en un retén militar en Tamaulipas frente a sus padres, los estudiantes de la sierra de Durango que iban a recoger sus becas escolares y tantos otros casos que no han trascendido a la opinión pública, porque la “explicación” de que eran “delincuentes” permite a la autoridad encubrir su propia incompetencia y claudicar de su responsabilidad elemental de perseguir y castigar a los responsables de tan arteros crímenes.

El asesinato de Rey Hernández se suma a la lista de por lo menos 53 líderes sociales y militantes de partidos de izquierda que han sido ultimados en el presente sexenio y de los cuales no se ha resuelto ni uno solo. ¿Alguien recuerda el asesinato de Juan Antonio Guajardo Anzaldúa en noviembre de 2007, dos veces alcalde de Río Bravo, ex candidato al gobierno del estado de Tamaulipas y dos veces diputado federal, ultimado por denunciar la infiltración del narcotráfico en la vida política de su estado? ¿Cuántos responsables han sido detenidos por el asesinato del líder del Congreso del estado de Guerrero y dirigente perredista local Armando Chavarría Barrera, ocurrida hace ocho meses al salir de su casa de Chilpancingo, igual que Rey Hernández? ¿Cuántos de los 20 individuos armados con armas largas y uniformes de la AFI que ultimaron a toda una familia de perredistas el 5 de julio del año pasado, cuando iban a votar en Michoacán, han sido detenidos? ¿Dónde están los autores materiales e intelectuales del asesinato de Beatriz López, representante del Gobierno Legítimo de AMLO en Oaxaca, presuntamente ordenado por un cacique priista local, en abril del año pasado? ¿Ya fueron capturados los asesinos del candidato a diputado federal suplente del PRD, Gustavo Bucio Rodríguez, ultimado por un comando en Nueva Italia, Michoacán? ¿Ya se esclareció la desaparición hace casi cuatro años del empresario marmolero y candidato al Senado de la coalición Por el Bien de Todos, Francisco León García, en la región de la Laguna? Nada de nada de nada.

Como nada de nada de nada presentan las investigaciones contra periodistas muertos o desaparecidos, los feminicidios en Ciudad Juárez y en el Estado de México, los niños de la guardería ABC, los estudiantes de Salvárcar en Chihuahua y toda la gama del 96 por ciento de los asesinatos del orden común, de tipo social o de índole político, que quedan en la más absoluta impunidad en este país.

Esta impunidad es el combustible de la ingobernabilidad. El asesinato de Rey Hernández, de no ser esclarecido oportunamente y de no ser castigados los responsables, podría ser el inicio de una escalada de violencia política en el resto del país, ahora que en 15 entidades federativas están en curso procesos electorales para renovar a sus autoridades locales. Son más de seis mil candidatos a diversos cargos, desde gobernadores hasta alcaldes, pasando por diputados locales, que podrían convertirse en presas fáciles del crimen organizado o de cualquier otro grupo delincuencial.

La violencia política es el último escalón de la ingobernabilidad. Después de ella sigue la anarquía del México Bronco. La Colombia de la década de los 80 debe ser uno de nuestros referentes. Los asesinatos de dirigentes opositores locales y de candidatos a alcaldes y gobernadores en provincias dominadas de facto por los grupos del narcotráfico y la guerrilla, abrieron el paso a los asesinatos de candidatos a la Presidencia de la República. Ese no debe ser nuestro camino.

Ya se habla de la posibilidad de cancelar elecciones en regiones dominadas por la violencia. La gente no quiere participar siquiera como representante de casilla. Hay temor y zozobra. Dejar pasar el crimen de Rey Hernández será abrir la puerta al reino de la violencia política. Y esta sería la lápida que terminaría por sepultar nuestra novel democracia electoral.

ricardo_monreal_avila@yahoo.com.mx

Milenio (Mexico)

 


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