La relación se triplica si consideramos a los alcaldes, legisladores locales y gobernadores que han recibido amenazas, por lo cual se han visto obligados a reducir sus giras públicas o, de plano, a cambiar su lugar habitual de residencia. Es bien conocido que al menos una docena de alcaldes fronterizos viven a “salto de mata” y que algunos gobernadores hacen sus recorridos e inauguraciones en helicóptero o a través de videoconferencias.
Para los defensores de la estrategia oficial, el hecho de que media centena de autoridades políticas locales sean víctimas mortales o colaterales podría ser “estadísticamente no representativo” (incluido los secuestros de políticos como el de Diego Fernández de Cevallos). Sin embargo, ni en plena revolución armada de 1910, ni en la etapa de la lucha de facciones que se libró entre 1913-1917, ni en la lucha de caudillos y caciques que se mantuvo hasta entrada la década de los treinta, en ninguna de esta etapa del México bronco hubo un año con igual número de crímenes políticos o contra políticos.
El referente contemporáneo es, en todo caso, la Colombia de Álvaro Uribe, que hace cuatro años, en las elecciones intermedias de este país, 18 candidatos y políticos de diversa filiación (entre ellos, dos gobernadores en funciones) fueron ejecutados por bandas criminales. Lejos de amedrentarse, el entonces presidente colombiano lanzó una contraofensiva a las bandas del narco y a la guerrilla de las FARC (lanarcoinsurgencia colombiana), logrando hacer del tema de la inseguridad un tema central de la pasada campaña presidencial y convirtiendo esas mismas elecciones en un referendo ciudadano sobre su estrategia contra el crimen.
El impacto de los crímenes políticos o contra políticos es más cualitativo que cuantitativo. Transmiten un mensaje de extrema vulnerabilidad que de inmediato registra la ciudadanía. Y si este mensaje de extrema vulnerabilidad es acompañado por la impunidad rampante en nuestro sistema de justicia (de los 16 crímenes políticos de este año, sólo dos se han esclarecido), entonces tenemos que el mensaje para la ciudadanía de a pie es de extremo desánimo, desmovilización y miedo. “Si esto le pasa a los políticos, que se supone están protegidos, ¿qué podemos esperar nosotros?”.
El hecho de que la violencia criminal haya alcanzado ya a la clase política podría suponer que, ahora sí, una vez que el fuego ha tocado los Palacios locales de Gobierno, habrá oídos para el reclamo generalizado de cambio de estrategia en esta guerra que por extraviada, parece perdida.
Sin embargo, es previsible concluir que no habrá ni cambio de táctica ni de métodos. De entrada, las nuevas víctimas colaterales, los políticos abatidos durante los últimos doce meses, no son del partido en el gobierno. Esto abre la puerta a la sentencia de la doble muerte cívica: “Algo malo han de haber hecho, por eso se losechan”. El prejuicio, en lugar del debido juicio, ejecuta por partida doble a las víctimas políticas.
En segundo término, la estrategia no cambiará porque ello implicaría prescindir de los servicios de inteligencia e injerencia abierta de Washington en México. Nunca como hoy la seguridad pública y nacional del país había estado supeditada de manera orgánica y funcional a los objetivos y órganos de seguridad de Estados Unidos. Actualmente, parece tener más independencia operativa la policía estatal de Wyoming que los cuerpos de seguridad del Estado mexicano. Gracias a la ineficacia de una guerra improvisada, hoy operan en el país, al amparo de la Iniciativa Mérida, 16 agencias de inteligencia del gobierno de EU. A Washington no le conviene un cambio en este sentido.
Por último, el gobierno mexicano no cambiará el curso de esta guerra, porque es el único bordón político que lo sostiene y le genera todavía algo de legitimidad. Si bien cada vez disminuye la aceptación ciudadana en este rubro, el combate a la inseguridad sigue siendo el tanque de oxígeno a través del cual flota y sobrevive el gobierno federal. A tal grado que, en 2012, seguramente será la bandera de una campaña presidencial oficial que, desde ahora, se plantea como una elección plebiscitaria en torno al tema de la seguridad.
Por ello, por paradójico que parezca, la vulnerabilidad ciudadana y los crímenes políticos, lejos de detenerla, seguirán alimentando esta guerra sin fin.