Se dice que durante el juicio que la llevó finalmente al paredón, la doble agente H-21, al servicio de alemanes y franceses durante la Primera Guerra Mundial, y quien es mejor conocida como Mata Hari, soltó en voz muy alta una frase explosiva cuando era acusada de haber pasado por las camas de prácticamente todos los soldados involucrados en el conflicto: “¿Una ramera? ¡Sí! Pero una traidora, ¡jamás!”.
Al paso del tiempo, Mata Hari se convirtió rápidamente en un icono de la seducción con fines aviesos. Capaz de desplegar, sin pudor alguno, todos sus encantos y virtudes amatorias para obtener la información requerida por quienes pagaban sus servicios, hizo de sus tareas de espionaje un verdadero placer. En nuestros días, tal vez un aguerrido luchador empeñado en reivindicar la verdad y la libertad —tan zarandeadas por algunos— pudiera enfrentar en algún momento las sutiles y encantadoras embestidas eróticas de una mujer como Mata Hari. Pero de dos no. De eso se acaba de dar cuenta Julian Assange, el fundador de WikiLeaks.
Astuto, audaz, talentoso, parecía tener a la mano una respuesta brillante y contundente para enfrentar cualquier tipo de reacción del gobierno estadunidense luego de poner al descubierto los entretelones de la pestilente cloaca que habita éste último desde hace largos años. Pero tropezó con la piedra de su ego. Flacucho y desabrido, se supuso guapo y seductor, y cayó redondo en una de las trampas más comunes que tienden a sus enemigos los servicios policiacos no muy inteligentes de muchos países.
Assange se vio ingenuo y más o menos frívolo cuando, en el curso de un congreso realizado en Estocolmo en agosto pasado, se le acercaron dos chicas jóvenes y guapas, Anna Ardin y Sofia Wilen. Le coquetearon, lo invitaron a salir y luego a dormir con cada una de ellas. Seguro lo cubrieron de elogios por sus habilidades frente a la computadora, por sus nervios de acero, y le susurraron al oído que además era muy guapo y sexy, como hacía la eficienteMata Hari. Luego se fueron a la comisaría y le pusieron una denuncia por violación y acoso sexual. Pobre chico: esperaba que le salieran a la vuelta de la esquina un golpeador enmascarado, un asesino a sueldo o un piquete de policías que lo llevaran a prisión bajo cualquier pretexto. Pero no: como en las viejas películas de James Bond, que debe haber visto millones de veces, lo atraparon dos chicas que reciben su salario en la ventanilla de pagos de la CIA. Y ahora lo tienen donde querían.
La historia de Assange comienza a evolucionar así en los medios, salpimentada lo suficiente con los señalamientos a propósito de la participación de Anna Ardin en actividades de terrorismo al cobijo de la CIA. El método no contradice en lo más mínimo el espíritu violento y colonialista que anima las relaciones de Estados Unidos con el mundo entero. Más bien subraya su eficacia, si se tiene en cuenta que muchos en aquel país han caído en la misma trampa. Nada como la revelación de las intimidades de la vida erótica de las personas para criminalizarlas y minar su credibilidad.
Aunque, obvio, el modo no está del todo desmontado aún. Quizá pronto el propio Assange tenga en la mano los documentos que pongan en evidencia los recursos del gobierno estadunidense para manipular la justicia en buena parte del mundo de acuerdo con sus intereses. Incluso en su caso.
**Héctor Rivera.Profesor-investigador de la UAM-I
