Según Transparencia Internacional, cada familia paga 300 pesos en sobornos para asegurar un lugar a sus hijos en las primarias y secundarias supuestamente gratuitas, afirma el análisis “Robando al futuro. Corrupción en el salón de clases”, solicitado por el Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación, la UNESCO y la SEP.

En el país, los padres pagan en total más de 102 millones de pesos al año en “cuotas especiales” en dinero o en especie, a cambio de papeles o de la inscripción de los menores. Los diagnósticos de la Reforma Integral de la Educación Secundaria revelaron que esa práctica incide en el alto índice de reprobación en ese nivel educativo.

Los maestros —se afirma— reprueban a los estudiantes porque luego “les venden cursos de regularización que la misma escuela o supervisor imparten”. Estos costos adicionales se suman a la inversión de las familias en la compra de uniformes, material didáctico y libros.

Todo lo anterior forma parte del resultado del análisis de las condiciones de la educación básica en México; pero, como suele ocurrir, el panorama que dibuja tiene otra interpretación diferente, pero igualmente válida.

En efecto, la educación básica es en México gratuita y obligatoria. Así consta en la Constitución. Pero en la práctica, esa gratuidad se traduce en la paga da los profesores y muy poco más, si acaso.

Las cantidades que cada año acuerdan representantes de la SEP y del SNTE como presupuesto para la educación no incluyen los costos adicionales como material escolar, productos de limpieza, etcétera.

Si esos aspectos no fueran atendidos, no podrían obtenerse los resultados mínimos del proceso educativo por falta de los elementos necesarios para apoyar el proceso educativo y mantener los edificios en condiciones de ser utilizados. Las escuelas quedarían en ruinas en pocos años, y la educación resultaría incompleta y defectuosa.

Es cierto que en el cobro de esas cantidades extra se dan casos de corrupción. En México, la corrupción, ahora, está presente en todas partes. Cierto, también, que es vergonzoso —y peligroso— que sean maestros quienes cometen esos actos de corrupción.

En efecto, la figura del maestro se ha demeritado extraordinariamente en los últimos tiempos. Ya no es el líder y el modelo de la sociedad civil, como solía, y eso es un pena y una verdadera desgracia, que habría que impedir de la manera que fuese necesario.

Pero también es cierto que los maestros corruptos integran una minoría que podría —tendría que— ser eliminada. Para eso existe un código de conducta, aunque no se haya escrito nunca. Y hay autoridades que deberían cuidar que se respete y sancionar a aquellos que lo violan.

No se hace porque —en la mayoría de los casos— el sindicato defiende a sus miembros a como dé lugar. El papel de los sindicatos es defender a sus miembros, claro; pero no a los que dañan a sus fuentes de trabajo. Y eso es lo que hacen los malos maestros que, además, anulan —con sus actos de corrupción— la labor de los buenos maestros, que son la mayoría.