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07/02/2006 | La única víctima

Eduardo San Martín

Desde los tiempos de las multitudinarias manifestaciones de la plaza de Oriente, y el subsecuente manto de silencio que se extendió sobre la figura del dictador casi desde el momento mismo de su desaparición, uno dejó de creer en la espontaneidad de las masas.

 

Centenares de miles de musulmanes se lanzan en estos días a las calles, destruyen símbolos y banderas de países occidentales y prenden fuego a sus sedes diplomáticas. Y todo ¿por qué? ¿Por la publicación, hace cuatro meses, de una caricatura de Mahoma en un desconocido periódico de un pequeño y remoto país del norte de Europa? En la España de aquellos años, el millón de españoles de rigor se congregaba en la plaza que da frente al Palacio Real para protestar por alguna resolución de la ONU o por la retirada de embajadores tras unas ejecuciones. ¿Sabía la inmensa mayoría de los que allí se reunían dónde quedaba eso de la ONU y en qué consistía la terrible afrenta perpetrada por aquellos diplomáticos europeos?

El sábado, miles de manifestantes incendiaron las embajadas de Dinamarca y Noruega en Damasco y, como les quedaban al paso, también las de Chile y Suecia. Ayer volvieron a la carga en Beirut, donde la larga mano de Siria e Irán, a través de Hizbolá, se hace sentir cuando conviene. Siria es una dictadura donde nadie, y mucho menos una multitud, se mueve un centímetro sin el conocimiento, y sin el consentimiento, del régimen. Hace tres meses, la comisión de la ONU que preside el fiscal alemán Detlev Mehlis concluyó que los servicios de inteligencia sirios estaban implicados en el asesinato del primer ministro libanés, Tafik Hariri, hace ahora casi un año. El mes pasado, el ex vicepresidente Abdel Halim Jadam, que fue íntimo colaborador del padre del actual presidente, Bachar Assad, expresaba su convicción de que este último había dado personalmente la orden de acabar con la vida del hombre cuyo asesinato ha puesto en jaque el protectorado sirio en el Líbano. ¿Por qué será que cuando un régimen totalitario pasa por serias dificultades sus súbditos invaden las calles con un buen pretexto externo?

En Irán, las turbas aún no han tomado las calles. Por ahora. Pero el tenor de sus máximos dirigentes, aún antes de la publicación de las benditas caricaturas, no deja lugar a dudas sobre la oportunidad que una «guerra de religiones», convenientemente adobada, proporciona al régimen de los ayatolás para enmascarar su decidido propósito de conseguir el arma atómica. Si ninguna de ellas se arrepiente de aquí a marzo, lo cual no es improbable, las grandes potencias sentarán a Irán ante el Consejo de Seguridad de la ONU por su negativa a colaborar con la OIEA. Y lo más probable es que se adopten sanciones. Otro cosa será la unanimidad a la hora de aplicarlas, como nos ha mostrado en toda su obscenidad la crisis provocada hace tres años por la falta de acuerdo para castigar a Irak por burlar las resoluciones de la ONU durante una década.

Estados Unidos, el Reino Unido y el Vaticano han criticado en estos días de furia la publicación de las caricaturas de Mahoma, subrayando que uno de los límites de la libertad de expresión es el respeto a las creencias de los demás. Sería difícil estar en desacuerdo con un principio así enunciado. Las guerras de religión dejaron demasiadas marcas en el genoma de los actuales regímenes liberales europeos. Cabe discutir, sin embargo, la oportunidad de recordar tal evidencia cuando se están incendiando embajadas y boicoteando a todo un país por la página de uno de sus diarios. La pobreza, la injusticia y la desigualdad pueden formar parte del humus en el que se cultiva el fenómeno terrorista, pero evocar esas miserias coincidiendo con una campaña de bombas sólo puede ofrecer una justificación a quienes las ponen. Puede que esté mal hacer chistes sobre Mahoma; decirlo ahora no es la mejor manera de detener la barbarie de quienes nos ofenden con su intolerancia sin tantos miramientos. En todo este asunto, la víctima es el pueblo danés. Nadie más.

ABC (España)

 


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