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12/02/2006 | Para entender a China - 'Despierta el Dragón'

Kishore Mahbubani

La China actual es como un dragón que, al despertar después de siglos de sueño, se da cuenta de pronto de que muchas naciones han estado pisoteándole la cola. Con todo lo ocurrido en los últimos 200 años, se podría perdonar que despertara de mal humor, y sin embargo Beijing ha declarado que se levantará en forma pacífica.

 

Esta buena disposición arranca en parte de que esa nación es consciente de su relativa debilidad, pero también es indicio de que se ha adscrito a la visión de progreso que Estados Unidos ha encomiado desde la Segunda Guerra Mundial. Según esa teoría, los estados no necesitan ya conquistas militares para prosperar: el comercio y la integración económica preparan mejor la ruta hacia el crecimiento. Y Beijing se ha dado cuenta de lo mucho que la adherencia a esta filosofía ayudó a Japón y Alemania a resurgir de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.

Como principal arquitecto del orden mundial actual, Estados Unidos debe estar entre los primeros en celebrar el progreso de China, porque, si Beijing continúa apegándose a las reglas de Washington, pueden reinar la paz y la prosperidad, y Estados Unidos, como sociedad y como economía, puede recibir gran beneficio del renacimiento de la civilización china. Curiosamente, sin embargo, Estados Unidos hace mucho más que ninguna otra potencia por desestabilizar a China. Y nadie en Washington parece proponer, mucho menos propugnar, una nueva estrategia amplia para las relaciones entre ambos países. La presunción funcional vigente parece ser que con un pequeño ajuste aquí y allá la relación se mantendrá sobre rieles. Sin embargo, la realidad es que las constantes sospechas y los malos entendidos mutuos ya amenazan con descarrilarla.

Desde un principio debe subrayarse un aspecto fundamental: si bien no hay casi nada que China pueda hacer para perturbar la estabilidad política estadounidense, Estados Unidos puede hacer mucho para desestabilizar a China. Por eso las señales que Washington envíe a Beijing tienen gran importancia. La actual política estadounidense hacia el país asiático carece de coherencia, y entre los trazadores de políticas chinos crece la convicción de que Estados Unidos se ha propuesto obstruir el ascenso de su nación. A diferencia de la mayoría de los estadounidenses, por ejemplo, los chinos no han olvidado el ataque con misiles a su embajada en Belgrado en 1999, durante la guerra de los Balcanes. Funcionarios estadounidenses han asegurado que fue un error, dijeron que lo lamentaban y pasaron a otra cosa, pero muchos chinos siguen convencidos de que fue un ataque deliberado. Señalando la avanzada tecnología de vigilancia estadounidense, se aferran a la creencia de que se trató de un mensaje hacia China: cuidado con el poderío de Estados Unidos.

Tal desconfianza es peligrosa, porque la historia del siglo XXI estará determinada en gran parte por la relación que surja entre la mayor potencia y la mayor potencia emergente del mundo. La historia enseña que tales transiciones tienen fuertes peligros inherentes y que se manejan mejor si se tiene gran visión. Por tanto, serviría a los intereses de ambas naciones repensar su relación en términos tan amplios y audaces como el entendimiento que en 1972 alcanzaron el entonces presidente Richard Nixon y el consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger con el gobernante chino de la época, Mao Zedong, y su primer ministro, Zhou Enlai.

Ya hay mucho de qué partir: aunque Estados Unidos a veces envía señales ambivalentes, también ha hecho más que ningún otro país por promover el desarrollo chino. Mucho del dinamismo económico y social de la China de hoy es resultado de la creciente interdependencia con Estados Unidos. En 1978, cuando Deng Xiaoping, sucesor de Mao, decidió que era tiempo de mostrar a la población china su atraso económico, pidió a las estaciones televisoras de su país que difundieran muestras del avance de la sociedad estadounidense, aun si al hacerlo pudiese revelar la incompetencia del Partido Comunista Chino (PCC) y lesionar su legitimidad. La demostración funcionó como Deng se lo propuso: el pueblo chino se enamoró del estilo de vida estadounidense. De entonces a la fecha, mediante la implantación de varias políticas de libre mercado, la economía china ha florecido. Al abrir el mercado estadounidense a las exportaciones chinas y permitir a la nación asiática incorporarse a la Organización Mundial del Comercio, Washington ha hecho una enorme contribución al dinamismo económico chino. Hoy, por primera vez en siglos, la mayoría de los chinos cree que sus hijos tendrán mejor destino que sus padres, y en parte deben agradecer ese progreso a Estados Unidos.

PERSPECTIVAS ENCONTRADAS

Algunas de las diferencias que continúan separando a China y Estados Unidos surgen de que ambos países enfocan su relación desde perspectivas históricas diferentes. Desde el punto de vista de Beijing, el reciente ascenso chino marca el fin de un siglo de dolorosas convulsiones internas, guerras civiles y humillaciones extranjeras. Los chinos sienten que después de haber ascendido por una cuesta traicionera, por fin están a punto de unirse al mundo moderno de estados desarrollados. Nunca habían abierto un capítulo más prometedor en la historia del país; su futuro grandioso por fin ha llegado.

Precisamente en un momento en que los chinos rebosan de una esperanza inédita, los trazadores de políticas en Estados Unidos parecen llegar a una conclusión desalentadora: desde su punto de vista, el actual gobierno chino es una reliquia de la era comunista, un trozo de una historia desaparecida en su mayor parte. Después de la caída del Partido Comunista de la Unión Soviética, a finales de la década de 1980, muchos estadounidenses dieron por sentado que la ola de libertad y democracia que se extendía por el mundo pronto arrasaría con los restos del imperio comunista en China. Sin embargo, mientras muchos estadounidenses se preguntaban cuánto tiempo sobreviviría el régimen, los chinos temían que la paz y prosperidad que acababan de encontrar pudieran no durar.

De hecho, Estados Unidos y China llegaron a conclusiones casi opuestas cuando el comunismo se derrumbó en la Unión Soviética. Los estadounidenses se apresuraron a vitorear la desaparición del comunismo y el arribo de elecciones democráticas, en parte porque creían que eso significaba que al fin quedarían libres de la amenaza nuclear que durante tanto tiempo los había aterrorizado. Los dirigentes y el pueblo de China, en cambio, presenciaron con temor el rápido derrumbe del Estado soviético y el surgimiento de la anarquía en la unión desmantelada. Mientras los chinos observaban el deterioro ruso en la década de 1990 -- creciente corrupción y transferencia de riqueza del Estado a unos cuantos oligarcas -- , recordaban su propia experiencia de principios del siglo XX, cuando la corrupción y la anarquía infestaron su nación. Las élites de Beijing temblaban al pensar que tales condiciones pudieran resurgir; para ellas el luan (caos) ha sido siempre el mayor peligro social. Lo ocurrido en Rusia durante la década de 1990 convenció a los chinos de que todavía se necesitaría el PCC durante un tiempo más.

Desde entonces en Washington ha cobrado fuerza la convicción de que China recibiría enormes beneficios si se trasformara en democracia, y cuanto antes mejor. Si China se deshiciera de su "opresivo" gobierno comunista y permitiera que las fuerzas de la libertad se hicieran cargo, el país florecería. Por tanto Estados Unidos, según ese orden de ideas, debería contribuir a plantar las semillas de la democracia en el país asiático. Pero aun si en privado desea el fin del régimen comunista, la mayoría de los estadounidenses parece dar por sentado que mediante una diestra diplomacia Washington puede al mismo tiempo mantener relaciones tersas con Beijing y ganar su cooperación en los desafíos geopolíticos planteados por Corea del Norte e Irán.

Entre tanto, los trazadores de políticas en China también hacen grandes esfuerzos por mantener las relaciones en un curso sin sobresaltos. Se hacen a un lado para dar espacio a la hegemonía estadounidense, teniendo en mente la sabiduría de un antiguo proverbio chino: "en momentos de debilidad, trágate tu amarga humillación y concéntrate en adquirir fuerza". De manera paulatina pero firme, tratan de acumular fichas de negociación en asuntos geopolíticos importantes, como la contención de Corea del Norte y la reconstrucción de Irak, para utilizarlas en sus tratos con Estados Unidos. Pero los relativamente suaves intercambios de gobierno a gobierno disfrazan serias diferencias en perspectivas sobre la relación bilateral.

UN PARTIDO TRANSFORMADO

En la década reciente, la mayoría de los estadounidenses ha tenido una visión estática del PCC y no ha advertido su transformación sustancial. En teoría, el partido no luce muy distinto de lo que fue alguna vez, pero la realidad es radicalmente diferente. Después de más de un siglo de gobierno erróneo, China es dirigida hoy por la mejor clase gobernante en generaciones. Se han ido los avejentados comisarios que se aferraban a la línea del partido; han sido remplazados por dirigentes comprometidos con el avance del país, entre ellos muchos jóvenes alcaldes educados en universidades estadounidenses. El éxito de las políticas de esta cohorte es ya evidente, y notable. Lograr un rápido crecimiento económico en sociedades pequeñas o medianas es difícil en sí mismo, pero observar a la sociedad más populosa del planeta experimentar el crecimiento mundial más vertiginoso es como ver al niño más gordo de la escuela ganar la carrera de los 100 metros con obstáculos. Pese al enorme rezago social, cultural y político, la economía china ha rebasado a casi cualquier otra en las dos últimas décadas. Semejante progreso no ocurre en forma automática: requiere un manejo de increíble destreza, tal como el que la nueva y refinada élite china ha demostrado.

Desde luego, China no es un paraíso. Persisten grandes bolsones de pobreza. La corrupción está muy difundida, sobre todo en el ámbito local, donde los controles del gobierno central son menos efectivos. Reporteros estadounidenses que buscan fallas en el tejido social y político chino han encontrado muchas, como indica la frecuencia de artículos negativos en los medios estadounidenses. El historial de derechos humanos del país en muchas zonas sigue siendo atroz (si bien las indignadas protestas de Washington contra la represión de las manifestaciones de 1989 en la plaza Tiananmen de Beijing han sido socavadas por su propia conducta en la base militar de Bahía de Guantánamo, Cuba). Con todo, no hay duda de que el pueblo chino está en una situación mucho mejor hoy que hace dos décadas, o dos siglos.

El crédito por este cambio corresponde al PCC, que al reinventarse ha retenido su legitimidad política, valor importante pero frágil. Mao utilizó el partido para eliminar a los señores feudales y las clases capitalistas; Deng lo usó para alejar a China de una economía dirigida y llevarla a un sistema de libre mercado. Si bien su legado siempre se verá empañado por la tragedia de Tiananmen, Deng logró, mediante la drástica conversión ideológica que encabezó, preservar la estabilidad política de China. Los futuros académicos chinos verán ese episodio contra el telón de fondo de la historia de la nación y entenderán por qué actuó como lo hizo. Si en ese momento hubiera perdido el temple, tal vez China habría desperdiciado décadas en recuperar su sentido de propósito. Deng también trazó lineamientos para reclutar a los dirigentes del partido: seleccionar sólo a los mejores, prepararlos con rigor y renovarlos con frecuencia.

Uno de los principales legados de Deng fue impulsar al país con decisión hacia el capitalismo. Tanto éxito tuvo, que hoy China podría pensar en abandonar la pretensión de ser un país comunista, sobre todo en sus tratos con otras naciones. A principios de la década de 1980, los hoteles chinos colocaban a menudo un libro con los dichos de Mao en cada habitación, así como muchos hoteles occidentales dejan una Biblia en las mesitas de noche. Una década después, relucientes folletos económicos que elogian las oportunidades de inversión en la localidad han remplazado el Pequeño libro rojo de Mao. Entre las ciudades y provincias chinas se ha desatado una reñida competencia por la inversión privada; hoy la nación oriental es destino prioritario de los capitalistas. A estas alturas sería mucho más adecuado decir que "PCC" significa "Partido Capitalista Chino".

A no dudarlo, a la larga China tendrá que adaptarse y avanzar hacia la democracia para evitar volver a los gobiernos corruptos. Pero el país requerirá largo tiempo para desarrollarse en una democracia al estilo estadounidense, tal vez un siglo o más. Un súbito fin del gobierno comunista resultaría desastroso para el pueblo, para la región y para el resto del mundo: podría desencadenar las sólidas fuerzas populistas y nacionalistas que Beijing ha logrado mantener a raya hasta ahora. Por tanto, el PCC tal vez esté haciendo un favor al mundo al dirigir un gradual mejoramiento de la sociedad china y, como un ciudadano global responsable, llevarla con cuidado hacia la integración con el nuevo orden internacional. Entre tanto, sin embargo, no debe darse por sentado que China no pueda lograr, aunque por medios propios, algunos de los resultados del sistema político estadounidense. Si el PCC logra crear un conjunto disciplinado de normas y una sana cultura empresarial, y mantiene la seriedad sobre su proceso de selección de dirigentes, bien podría producir una élite tan vibrante y dinámica como la de Estados Unidos.

Washington debe desempeñar un papel constructivo en el gran experimento chino, y no oponérsele. Sin embargo, tener paciencia es mucho pedir a los estadounidenses, a quienes les resulta difícil concebir que un gobierno no democrático pueda ser más conveniente para China que una democracia prematura. Los estadounidenses creen con fervor, por razones tanto ideológicas como pragmáticas, que la democracia es la mejor forma posible de gobierno en todo tiempo y lugar. Pero este sentimiento bienintencionado puede tener implicaciones perjudiciales, y las acciones estadounidenses pueden tener enorme impacto en China. Los estadounidenses creen, por ejemplo, que apoyar a los disidentes políticos es un bien inequívoco. Creyendo que éstos son los únicos individuos que sufren, a veces no se dan cuenta de que su intervención podría dañar o sacudir el sistema político chino. La lógica estadounidense parece ser que si tales actividades desestabilizan ese sistema, será sin duda porque es defectuoso de por sí.

Los dirigentes chinos son bien conscientes de que durante la transición hacia un sistema político más abierto y representativo estarán moviéndose sobre un terreno político precario, como si treparan por una ladera cubierta de rocas que, si se desprendieran de pronto, podrían provocar un alud. Al escalar esta pendiente resbaladiza, perciben que Estados Unidos les arroja piedras a los pies. Aunque Washington les asegura que no trata de desestabilizar a China, lo ven actuar en formas que podrían amenazar la estabilidad política de su nación: apoyar a disidentes, estimular fuerzas nacionalistas en Taiwán, envalentonar al Dalai Lama.

EL PUNTO BLANDO

La gran paradoja de la China actual es que se siente fuerte y vulnerable al mismo tiempo: fuerte por su notable éxito económico, que tiene al mundo pidiéndole favores; vulnerable a los movimientos políticos de Washington. Uno de los puntos más blandos de la nación asiática es la cuestión de la independencia de Taiwán. La Isla, arrancada a China después de su ignominiosa derrota a manos de Japón, en 1895, es el último símbolo que queda de un siglo de humillaciones. Ningún dirigente chino puede permitir que se le considere responsable de la "pérdida" permanente de Taiwán. La actual dirigencia china, siguiendo la máxima de Deng, está resuelta a evitar un conflicto en sus fronteras para poder enfocarse en el desarrollo económico, lo cual explica su notable pragmatismo hacia todos sus vecinos, entre ellos Rusia e India, pese a las difíciles relaciones sostenidas con ellos en el pasado. Pero no puede darse el lujo de transigir en el tema de Taiwán. Cada vez que puede, Beijing expresa en términos inequívocos que declarará la guerra si Taiwán realiza acciones tendientes a la independencia, sea cual fuere el costo. Y sería peligroso hacer caso omiso de esta realidad.

Dado que muchos chinos temen que Washington busque oportunidades de desestabilizar su nación, tienden a mirar con recelo la política estadounidense hacia Taiwán, aun cuando oficialmente se opone a la independencia de la Isla y reconoce que ésta y la China continental forman una sola nación. Sin embargo, Washington propugna que cualquier integración de un Taiwán democrático a tierra firme debe llevarse a cabo de manera pacífica. Hasta ahora la delicada diplomacia estadounidense ha prevenido que el tema se convierta en una amenaza importante para la relación entre ambos países. Cuando, hacia finales de 2003, el presidente taiwanés tuvo la imprudencia de sugerir un referendo para evaluar la opinión de su pueblo sobre la independencia, el presidente George W. Bush dejó en claro que Estados Unidos no aprobaba tal acción. "Los comentarios y acciones del líder de Taiwán indican que podría estar dispuesto a tomar decisiones unilaterales para cambiar el statu quo, a lo cual nos oponemos", expresó Bush. Fue un acto prudente de jefe de Estado, aun si en parte obedeció a la necesidad de obtener apoyo chino en otros temas acuciantes, como Irak y Corea del Norte.

Con todo, los dirigentes chinos creen, con cierta justificación, que la cuestión taiwanesa se ha empleado en ocasiones para presionarlos. Los gobernantes estadounidenses alegarán que no son responsables del ascenso en la Isla de partidos políticos que abogan por la independencia y que ellos no los han alentado. Pero la única razón por la cual las fuerzas pro independentistas en Taiwán no temen represalias chinas es por el compromiso estadounidense de intervenir. En suma, si bien Washington podría no haber alentado de manera consciente a las fuerzas de independencia taiwanesas, sí ha creado las condiciones para que medren, al limitar la capacidad de reacción china. Resulta trágico que Estados Unidos -- el único país occidental que no tuvo prácticamente ninguna participación en las humillaciones infligidas a la nación asiática en los siglos XIX y XX -- se haya convertido en la potencia que preserva la última reliquia de la desgracia china.

Beijing jamás ha tenido planes serios de reintegrar a Taiwán mediante la fuerza militar. Incluso ahora se mostraría renuente a hacerlo, porque calcula con razón que a su debido tiempo las circunstancias favorecerán sus objetivos y socavarán cualquier esperanza de independencia taiwanesa. Los más prudentes dirigentes chinos también se dan cuenta de que el continuo éxito económico de la Isla puede servir de inspiración para el pueblo chino, el cual naturalmente admira el éxito de otros chinos en cualquier parte. La expectativa es que los cada vez mayores vínculos comerciales y económicos entre la Isla y la tierra firme propicien un cómodo modus vivendi con el correr del tiempo. Los chinos más refinados entienden que Washington no tiene un deseo consciente de humillar a su nación o recordarle degradaciones pasadas. Pero cada vez que las fuerzas de independencia crecen en Taiwán, los dirigentes chinos se ven arrinconados con opciones políticas muy limitadas. Por tanto, se sienten obligados a dar fuertes señales de que cualquier movimiento taiwanés hacia la independencia tendrá como respuesta represalias militares.

La cuestión taiwanesa sigue siendo volátil, como demostró la declaración conjunta emitida por los gobiernos de Estados Unidos y Japón en febrero pasado, después de las pláticas de seguridad "dos más dos". Una línea de aspecto inocuo en el anuncio, la cual señalaba que Tokio y Washington tenían un "objetivo estratégico común" de "alentar la resolución pacífica de temas concernientes al estrecho de Taiwán mediante el diálogo", provocó una fuerte reacción de Beijing. El ministro del Exterior advirtió: "El pueblo y el gobierno de China objetan con severidad la inclusión del tema de Taiwán -- tema que está relacionado con la soberanía nacional, la integridad territorial y la seguridad nacional de China -- en la declaración". Dado el papel colonial de Japón en la separación de la Isla en 1895, y la consecutiva invasión japonesa de China, Tokio se había guardado durante mucho tiempo de adoptar cualquier postura pública respecto a Taiwán que pudiera ofender a Beijing (aun cuando muchos políticos japoneses simpatizan con los esfuerzos independentistas). Cuando Japón declaró tener interés estratégico en Taiwán, la dirigencia china sintió que se ondeaba una bandera roja. La explosión de manifestaciones antijaponesas en China en abril pasado no debe ser motivo de sorpresa: pudieron haber sido alentadas por el gobierno o no, pero el hecho de que se hayan tolerado es muestra de que Beijing quería enviar a Tokio la señal de que se había aventurado en territorio peligroso. Al concurrir a la declaración dos más dos, Washington complicó el asunto, pues indujo a muchos chinos a preguntarse si trataba de moderar o de agravar las relaciones sino-japonesas.

MANO DE TERCIOPELO

Dada la vulnerabilidad que sienten los dirigentes chinos ante la presión de Estados Unidos, es apenas natural que busquen formas de contrarrestar el poderío de los estadounidenses. Luego de décadas de encuentros cercanos con Washington, en Beijing ha surgido un sentido razonablemente refinado de la forma de tratar con los estadounidenses. Los dirigentes chinos saben que los argumentos por sí solos no bastarán para persuadirlos a restringir cualquier acción que pueda afectar a su nación, ya sea en lo interno o en lo internacional; como cualquier otro país, Estados Unidos actúa según sus intereses nacionales. Beijing ha demostrado su destreza diplomática en su reciente manejo de dos temas que han preocupado a los dirigentes estadounidenses: Irak y Corea del Norte.

Cuando Washington anunció su decisión de invadir Irak, China se opuso por cuestión de principios, pues la percibió como una violación del derecho internacional. Pero, a diferencia de Francia, que se esforzó por evitar la guerra, Beijing se mantuvo en silencio. Varios meses después del principio de la guerra, Washington se acercó a la ONU para legitimar su ocupación de Irak. Después de un número notable de maniobras y giros diplomáticos, el Consejo de Seguridad acordó en forma unánime respaldar la presencia estadounidense en el país árabe, gracias en parte al útil silencio de China, que no vetó la iniciativa de Washington ni cabildeó contra ella. Tal vez Beijing no deseaba agraviar al gobierno estadounidense, o quizá hizo el refinado cálculo de que al invadir Irak Estados Unidos se embarcaría en un prolongado compromiso que lo distraería de China. Sea como haya sido, un diplomático estadounidense me dijo que la ayuda de Beijing fue advertida en Washington.

De manera similar, cuando la Casa Blanca decidió aumentar la presión sobre Pyongyang al declararla parte del "eje del mal", Beijing supo cómo hacerse útil. Es probable que los dirigentes chinos hayan anticipado que, dado el impredecible temperamento de Kim Jong Il, Washington acabaría buscando que lo ayudaran a inducirlo a cooperar más. Eso fue exactamente lo que ocurrió: después de muchas declaraciones altisonantes, Washington descubrió que tenía poca influencia real sobre Pyongyang. Las sanciones económicas bilaterales no funcionarían porque Corea del Norte ya se había aislado de la comunidad internacional; una invasión material no era viable porque pondría en peligro a Corea del Sur y posiblemente a Japón. (Pese a su baldada economía, Corea del Norte conserva una formidable maquinaria militar.) Así que Estados Unidos se volvió hacia la única nación con "poder de convencimiento" sobre Corea del Norte: China, que suministra virtualmente todo el petróleo a aquélla. Y cuando pidió ayuda, en marzo de 2003, Beijing respondió cortando los suministros de petróleo a Corea del Norte por unos días. Al hacer de la desnuclearización de la Península de Corea una prioridad nacional, Estados Unidos se ha vuelto dependiente de China. Ahora sirve a los intereses de Beijing aumentar esa dependencia: al ayudar a Estados Unidos contra Corea del Norte, los dirigentes chinos pueden limitar la presión de Washington en asuntos que les interesan.

EL ESTILO ESTEASIÁTICO

Sin proponérselo, los gobernantes chinos han estado entre los grandes beneficiarios de los ataques del 11 de septiembre de 2001: los atentados distrajeron la atención de Washington de las preocupaciones estratégicas sobre el ascenso chino. Cuatro años después, es probable que los dirigentes de la nación oriental se estén dando cuenta de que sus relaciones con Washington están destinadas a quedar bajo un escrutinio mayor.

Ahora es tiempo de imbuir un sentido de urgencia a la creación de un nuevo entendimiento amplio entre los dos estados. Muchos asuntos acuciantes podrían perturbar la relación actual: la revaluación del yuan, la cuestión de las exportaciones textiles de China, los programas nucleares norcoreanos e iraníes, las compras de petróleo chino de Sudán o su intento de adquirir la compañía petrolera estadounidense Unocal. Los trazadores de políticas en Washington tienden a mirar por separado esos asuntos; los chinos los ven como partes de una compleja partida de ajedrez, en la cual creen que las probabilidades se inclinan a favor de Washington. Beijing se siente obligado a explotar cualquier pequeña ventaja que tenga, lo cual provoca reacciones de perplejidad en Washington. Para evitar malos entendidos, los trazadores de políticas de Estados Unidos necesitan ponerse en los zapatos de los chinos y entender el impacto pleno de sus acciones sobre el país asiático.

Acercarse a Beijing con mayor sensibilidad y cuidado no significa que Estados Unidos necesite abandonar la esperanza de ver transformarse a China en una moderna sociedad democrática tan abierta y transparente como Alemania o Japón en la posguerra. Después de todo, muchos políticos chinos jóvenes comparten en secreto ese sueño. Pero también tienen aguda conciencia de los muchos arranques en falso que ha tenido su nación en el siglo XX y del considerable sufrimiento que cada uno causó a su pueblo. Miran con gran desconfianza los cambios políticos acelerados.

La mejor manera de transformar a China, por tanto, sigue siendo la de estilo esteasiático: preparar el camino a la reforma política promoviendo el desarrollo económico y la integración internacional. Esta estrategia requiere gran paciencia, pero apresurar el cambio político acarrearía dolor tanto al pueblo chino como a sus vecinos. Por eso virtualmente todos éstos ven con beneplácito el creciente éxito económico chino y su estabilidad política, pese a que temen su poder. Tienen la esperanza de que una China incorporada a la moderna trama global observará hacia ellos una conducta tan pacífica como la que Francia y Alemania han tenido en el medio siglo pasado. También Asia puede lograr con el tiempo esa estabilidad si Estados Unidos desempeña el mismo papel constructivo que realizó en Europa después de la Segunda Guerra Mundial.

Washington puede enviar muchas señales para indicar que continuará apoyando la evolución gradual de los sistemas político y económico de China. La mayoría de los gobiernos de Asia (si no del mundo) creen que ha llegado el momento de integrar a la gran nación oriental en el G-8, el grupo de las principales naciones industrializadas. La integración china al G-8 no debe verse como una recompensa por su buena conducta, sino como una restricción adicional a sus acciones. De manera similar, China puede y debe participar en otras áreas, como en el desafío de encauzar al mundo islámico hacia el orden mundial. Hoy, sólo un país puede brindar la capacidad de conducción para integrar, modernizar y acotar a China, y ese país es Estados Unidos.

Foreign Affairs (Estados Unidos)

 


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