La frontera es tan tenue -la sutileza de determinados dementes es sofisticada- que, en ocasiones, es imposible discernir si la perversidad tiene móviles individuales o no. La Francia oficial dijo que el joven Mohamed Merah, que en marzo asesinó a siete personas con disparos en la cabeza (tres eran niños), era un lobo solitario.

Islamista radical, al parecer. Pero qué diferencia a este psicópata de su colega ultraderechista noruego Anders Breivik, que cazó a 77 personas en julio pasado, la mayoría de ellos adolescentes socialistas. Los dos se consideran activistas políticos. O religiosos. Qué más da. La multinacional psiquiátrica tiene mucho trabajo con estos personajes. Y con el sargento estadounidense Robert Bales, que el mes pasado, de madrugada, mandó al otro mundo a 16 afganos en la muy talibán región de Kandahar.

Nueve víctimas eran niños, y tres, mujeres. Ligero detalle. Aquí todo el mundo se desquicia contra el contrario. Al suboficial americano, por ejemplo, no le dio por ametrallar y quemar a sus compañeros de armas. Matices de la locura desatada. Siempre es contra los otros. Aunque estos asesinos en serie en poco se diferencian de una leyenda que parece extraída de la peor pesadilla de un financiero antropófago.

Su apodo fue carnicero de Milwaukee. Operó 13 años, hasta principios de los 90, y se llevó por delante a 17 personas y jovencitos, con cuyos cadáveres practicó la necrofilia y el canibalismo. No era un ultra ni un agente de bolsa enloquecido. Probablemente sólo fue un demente más que actuaba como un supuesto lobo solitario.