Pekín no es una capital cualquiera por razones obvias. Los depauperados agricultores chinos de los cincuenta escucharon incrédulos a Mao, cuando les invitaba a dar el gran salto adelante para superar al Reino Unido. Hace una semana rebasaron estadísticamente a Japón.

De ser un país receptor de caridad, China se ha convertido en inversor e inquietante rival industrial en sectores como el electrónico. Las marcas fashion fabrican allí, aprovechándose de que los obreros industriales chinos producen a destajo.

Los críticos internos dicen que no son tratados como máquinas, sino peor: como simples piezas de repuesto. Pero un mercado potencial de 1.400 millones de personas genera estrabismo y atrae como moscas a los occidentales. Alemanes, franceses y británicos llevan la delantera en la larga marcha europea. Aquí se intentan ganar posiciones. Por eso, el presidente Zapatero abrirá hoy el día de España en la Exposición Universal de Shanghai.

Acudirá escoltado, entre otros, por el alcalde Hereu y su cohorte de munícipes. No hay fetichismos ideológicos en la visita. El recuerdo de la influencia maoísta en Europa aún quita el hipo. Desde los experimentos de Althusser hasta la gimnasia quebrantahuesos de Enver Hoxha. En España, la revolución cultural propició tal cantidad de siglas que agotaría la inabarcable simbología china, a razón de medio militante por letra. Pero ahora nadie viaja a China para evocar caducos experimentos. Vamos como comerciales de operadores turísticos con la esperanza de atraer al futuro imperio del consumismo.