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01/04/2006 | VENEZUELA- La corrupción

Elías Pino Iturrieta

En un país que ha nadado en el pantanal de la corrupción desde el período colonial, no parece sencillo encontrar una especificidad en la cadena de latrocinios que se detecta en la administración Chávez.

 

La nariz habituada a la pestilencia y las denuncias efectuadas por voceros del régimen sobre el escamoteo de los dineros públicos advierten sobre la continuación de un antiguo vicio, de un delito tan viejo como el país, pero exhibe rasgos particulares hasta el punto de convertir la actual depredación en un fenómeno insólito. ¿Es distinta la putrefacción del chavismo, en relación con putrefacciones anteriores? En realidad forma parte de la misma parentela, pero cabe la posibilidad de registrarla con otros ojos. La primera evidencia de peculiaridad se encuentra en el comienzo de la "revolución". El alzamiento del 4 de febrero tuvo el propósito de acabar con un sistema corrompido, según el teniente coronel que más tarde afincó su campaña electoral en la amenaza de meter en un caldero los sesos de los adecos y los copeyanos que se habían enriquecido ilícitamente.

Los triunfadores en los comicios sucedidos después de 1958 jamás buscaron votos utilizando semejantes alardes, pero Chávez quiso levantar una bandera de pulcritud e inquisición que creaba comprensibles expectativas. La corrupción fue puesta en primer plano entonces, pero jamás fue considerada como problema en el futuro para que quedaran los calderos sin candela en espera de la cabeza de los acusados, quienes debían contarse por millares de acuerdo con el sermón del vengador, para que flotaran las intimaciones y los correctivos ante un auditorio que había atendido el mensaje. El hecho de llamar la atención sobre la existencia de un pudridero para quedarse paralizado con la tapa en la mano, ofrece un primer testimonio de singularidad en el caso de un curioso fraile rodeado de pe cadores.

En el carácter "revolucionario" del régimen se encuentra otro elemento diferenciador, quizá el de mayor relevancia. El teniente coronel ha proclamado un ideal superior a los códigos, tras el cual deben marchar todas sus huestes. La "revolución" es un cometido supremo ante el que deben postrarse las rutinas administrativas, las disciplinas usuales de gobierno, la ética tradicional y la opinión de la gente. Los controles son un estorbo inventado por las fuerzas de la reacción, pero seguramente también por el imperialismo, para impedir el triunfo de la justicia. La "revolución" no roba, sino que maneja a su antojo el erario para que el país sea mejor en el porvenir. Para la "revolución" no existen delitos contra la cosa pública, sino sorprendentes caminos que se abren de manera expedita para amanecer mañana en el paraíso. En la cabeza de los "revolucionarios" no cabe la idea del robo, ni figura la lacra de la ladronería que ensombreció a los gobiernos del pasado porque sus detentadores no se habían planteado propósitos trascendentales, y porque en definitiva el fin justifica los medios.

El apabullante personalismo ofrece otra clave. Como el gobierno depende de un traductor todopoderoso a quien corresponden en exclusividad las decisiones, el vínculo entre el mandón y sus acólitos supera cualquier barrera que pudiera contener la licencia de unas manos demasiado alegres. Los poderes apocados ante los órdenes del supremo, quien expresamente confunde los ideales de la "revolución" con su hegemonía particular, evitan la interferencia de la relación para que se abra una compuerta a la ilicitud como quizá no pasara jamás antes. Es probable que en este sentido los delitos abunden como en el gomecismo, por ejemplo, pero con una publicidad que no existió entonces debido a que durante la ti ranía de don Juan Vicente no se hacía la "revolución", simplemente se robaba.

Un sistema que plantea las cosas de tal manera puede sentir que hace lo adecuado cuando permite la proliferación de las transgresiones. Sin embargo, cuando el transcurrir del tiempo descubre que la "revolución" no existe, que la metamorfosis es una patraña, sus excrementos comienzan a parecerse a los del pasado, aunque los ventilen sus propios hacedores. En realidad serían como los de antes, si no se hubiera empeñado el teniente coronel en convertirlos en un crimen que merece reprimendas capitales, si no le hubiera dicho al pueblo que la corrupción merece las penas de la hoguera. Sería como para coger palco, si el pueblo le sigue la corriente y utiliza por primera vez su caja de fósforos. ¡Ni el incendio de Roma!

El Universal (Ve) (Venezuela)

 



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